Muerte y Resurrección en los Cultos de Misterio (III). La herencia mistérica que complementó el protognosticismo de Pablo de Tarso.
© Eliseo Ferrer (Desde una antropología materialista).
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La liberación del Alma-Espíritu de la fatalidad arcóntico-planetaria.
Digamos que el destino de los hombres terminó siendo asimilado al fatalismo imperturbable del movimiento de los astros y los planetas. Tanto la existencia de los individuos como la duración de las ciudades y los estados se creyó que se encontraban bajo la determinación de las estrellas. La arraigada teoría de las correspondencias micro-macrocósmicas, de «lo que era arriba era también abajo» («así en el cielo como en la tierra»), no era nueva: había sido acuñada desde mucho tiempo atrás en Mesopotamia, a través de concienzudas observaciones de los babilonios en torno a las revoluciones de los planetas. La novedad, ahora, consistía en que el hombre no solo se sentía solidario de la armonía y regularidad de los ritmos cósmicos, como ocurría en la más remota antigüedad, sino que acababa por descubrir, en su perspectiva emic, que él mismo estaba determinado y atrapado por los movimientos de las estrellas (astrología); no constituyendo otra cosa que una pieza insignificante y sin sentido dentro de un engranaje de perfecta armonía y regulares movimientos: un esclavo, en suma, de la impresionante maquinaria cósmica. Una concepción realmente pesimista de la existencia humana que no quedó erradicada y vencida culturalmente hasta que no se impuso la creencia de que ciertas divinidades arcaicas operaban su providencia salvífica sobre las almas independientemente del destino y que, incluso, más fuertes y poderosas que él, ostentaban la facultad de mantener o trastocar el orden y la regularidad del movimiento de los astros. Así fue como, por sinuosos derroteros, las distintas modalidades neolíticas de las divinidades de la muerte y la resurrección (el niño-dios, el hijo-amante de la diosa y el Rey Sagrado asesinado) reaparecieron de nuevo, ahora bajo una función soteriológica individual y realmente novedosa: se trataba de salvar a los mortales de la corrupción de sus cuerpos indiferenciados de la materia cósmica, a través de la redención de sus almas, de carácter divino y, por lo tanto, ajenas el poder de la fatalidad de los astros y los planetas.
Porque, en definitiva, «de Cristo recibía el cristianismo la certeza de la inmortalidad»; pero no de Dios. Pues el papel de salvador-redentor no podía ser desempeñado por todas las divinidades, y mucho menos por el supremo Dios Padre de los indoeuropeos (lo Uno y la absoluta totalidad) reformulado por los filósofos griegos; quien, según desarrollo de la gnosis irania (heredera de las tradiciones de los avatāras de la antigua India), enviaba a su «hijo» a la tierra (el Hijo de Dios, el Vástago del Bien de Platón) con el fin de salvar a sus criaturas. Exactamente lo mismo que ocurría en la tradición de los diferentes cristianismos anteriores a la aparición de la Iglesia: el dios único no redimía a los hombres por medio de una acción personal y deliberada, sino que los salvaba por medio de su hijo Jesucristo. «Pues, en general, las divinidades de los misterios eran igualmente aquéllas que podían llamarse mediadoras, y cuyas funciones originales las preparaban, en cierto modo, para su papel de salvación», señalaba Loisy.
Dumuzi-Inanna, Tammuz-Ishtar, Osiris-Isis, Adonis-Astarté, Atis-Cibeles, Dioniso-Deméter (y Perséfone), Mitra-Anahita y Jesucristo-Sabiduría, entre otros, representaron distintas formas y denominaciones de un mismo mito soteriológico del mediador, que desafiaba al destino de los arcontes planetarios, y que, a partir cierto momento, ofreció protagonismo a algunas de sus versiones femeninas representadas por sus «madres-amantes», como pusieron de relieve Deméter en Eleusis, Cibeles en Roma o Isis por todo el Mediterráneo. No hay que olvidar que en las Alabanzas de Isis la diosa proclamaba con claridad: «He vencido al destino y el destino me obedece». Aunque el dios mistérico más popular durante el helenismo y la época romana fue, sin duda alguna, Dioniso (Baco), quien aparecía en la epigrafía y en los documentos antiguos bajo infinidad de nombres y reclamos: Eleutero, Sabacio, Zagreo, Basareus, Bromio, Euios, Yoneo, Lenaios y Yaco fueron solo algunas de sus muchas denominaciones. Una inabarcable multiplicidad de significantes y myrionymos que representaban, invariablemente, una única relación mística con la divinidad.
Pero los orígenes de la elevación y entronización de este hombre-dios, de escasa importancia en el panteón olímpico homérico, se presta en la actualidad, como luego veremos, a diferentes interpretaciones. La más arraigada y extendida la encontramos en el historiador Heródoto, quien señaló que el mito de Dioniso no era otro que el mito egipcio de Osiris, desmembrado por su hermano Seth. Heródoto, que dejaba muy claro ser un iniciado en los misterios en diversos pasajes de su obra (Los nueve libros de historia), viajó por Egipto en el siglo quinto antes de nuestra era y no dejó de sorprenderse ante la semejanza (o identidad, según su criterio) de los mitos osírico y dionisíaco. El padre de la historia griega señalaba en este sentido: «Verdad es que antes eran los dioses quienes reinaban en Egipto. […] El último dios que allí reinó fue Horus, llamado por los griegos Apolo, hijo de Osiris, quien terminó su reino después de haber acabado con el de Tifón [Seth]. A Osiris lo llamamos en griego Dioniso, esto es “el Libre”». Y más adelante, refiriéndose de forma algo velada a los misterios de Osiris y a su esposa-hermana Isis, detallaba: «En aquella laguna hacen de noche los egipcios ciertas representaciones de las tristes aventuras de una persona que no quiero nombrar, aunque estoy a fondo enterado de cuanto a esto concierne; pero en punto de religión, silencio. Lo mismo digo respecto a la iniciación de Ceres, según la llaman los griegos, […]: tal es que las hijas de Danao trajeron estos misterios de Egipto». Una tesis ésta que, como veremos, y en lo referente a la procedencia, se encuentra desacreditada actualmente por la más reciente investigación, aunque la crítica moderna no niega las semejanzas operativas y funcionales de uno y otro mito.
El dios egipcio fue, sin duda, el modelo de todas las divinidades que, dentro del imaginario de la fe en la otra vida, permitieron vencer a la muerte. Lo que no quiere decir que podamos hablar de préstamos culturales con la claridad e injustificada concreción con que lo hacía Heródoto. En este sentido, un fragmento del Texto de los Sarcófagos proclamaba: «Tú eres ya el hijo de un rey, un príncipe, mientras tu corazón [es decir, tu espíritu] permanezca contigo». Siguiendo el ejemplo de Osiris, y con su ayuda, los difuntos lograban transformarse en «almas», es decir, en seres espirituales perfectamente definidos y, por ello mismo, indestructibles. Asesinado y desmembrado, Osiris fue, según el mito, «reconstruido» por Isis (devuelto a la unidad originaria) y reanimado y renacido en el inframundo por el mismo Horus. De este modo, inauguró un nuevo modo de existencia religiosa, pasando de «sombra impotente» a «persona conocedora»: un nuevo ser espiritual debidamente iniciado. Aunque hemos de reconocer y dejar claro que hoy sabemos muy poco de los cultos mistéricos del antiguo Egipto; menos aún que de los cultos de misterio grecorromanos, y que lo poco que conocemos nos ha llegado a través del filtro de la cultura griega de los ptolomeos.
La salvación y la liberación de los clavos del alma.
Además de otro tipo de súplicas y demandas de carácter votivo, la salvación del alma se convirtió en el asunto de mayor importancia tanto en los cultos mistéricos de la Grecia clásica como en los cultos orientales que, surgidos del contexto del helenismo, se desparramaron por el mundo romano. Sus ritos, de carácter secreto, poseían poder purificador y redentor, al tiempo que volvían al hombre mejor y lo liberaban de los espíritus hostiles. Las deidades salvadoras aseguraban al iniciado que le prolongarían la vida más allá del término fijado por el destino; es decir, más allá de la muerte.
Verdaderamente, hay que reconocer que los misterios convocaban a todo tipo de público, gentes de toda clase y condición, dentro de cuya amalgama social no se distinguían los esclavos de los señores, ni las elites intelectuales de las masas analfabetas. Había lecturas e interpretaciones del mito para todos los niveles de iniciación… Y prueba de ello fue el sinnúmero de documentos de destacados personajes y figuras de la antigüedad donde se aludía de forma velada a unos u otros rasgos de estas prácticas religiosas. Así, descubrimos que Cicerón debió ser un entusiasta de estos cultos secretos a juzgar por sus comentarios: «Por medio de los misterios —afirmaba— fuimos apartados de la vida salvaje y bárbara, y educados y refinados en el humanismo; y aprendimos lo que ellos llaman “iniciaciones”, que son en realidad principios de la vida; y no solo aprendimos el método de vivir con alegría, sino incluso el de morir con la esperanza de algo mejor». O el propio Platón, quien tres siglos antes comentaba: «Al parecer, los que crearon los ritos de iniciación no eran necios, sino que en sus enseñanzas había un significado oculto», al tiempo que «los que han dedicado su vida a la verdadera filosofía» eran los que mejor captaban su «significado oculto». Por su parte, Olimpiodoro manifestaba en un comentario a propósito del Fedón platónico:
Parece que quienes establecieron en beneficio nuestro los ritos de iniciación no estaban locos, sino que hay un sentido oculto en sus enseñanzas cuando se afirma que cuantos llegan al Hades sin haber sido iniciados yacen en el fango, mientras que los purificados e iniciados, cuando allí llegan, moran con los dioses. Porque, ciertamente, como dicen los que conocen bien los misterios, «hay muchos que llevan la vara, pero pocos los que se hacen bakchoi». Estos últimos son, en mi opinión, los que han entregado toda su vida a la verdadera filosofía.
Aristóteles y algunos neoplatónicos hablaron también favorablemente de los cultos mistéricos. Así, el neoplatónico Jámblico dedicó una de sus obras a las iniciaciones bajo el nombre de Sobre los misterios egipcios. En ella, y entre otros muchos argumentos, exponía que los ritos y las enseñanzas de los misterios eran un antídoto contra la contaminación de la materia. «Así pues, para curar nuestra alma, para moderar los males que le son connaturales por el hecho de la generación —señalaba—, para liberarla y librarla de las ataduras, por estas razones se llevan a cabo tales ritos. También por esta razón justamente Heráclito los llamó “remedios”, en la idea de que remediaban las desgracias y hacían a las almas exentas de los males de la generación [de la materia]».
El testimonio de Jámblico es tardío y nos sitúa ya a caballo entre los siglos tercero y cuarto de nuestra era. Si bien, dos siglos antes, Plutarco, había ya escrito De Iside et Osiride y un buen número de comentarios que dejaban constancia de la ideología de un sacerdote délfico muy influido por el platonismo y el eclecticismo de la época; que establecía analogías entre la finalidad de la filosofía de Platón y la finalidad de los misterios. En una de sus «cuestiones» (quaestiones) Plutarco ponía en boca de Tíndares:
La contemplación de la naturaleza inteligible e imperecedera es el fin de la filosofía, como la contemplación de los misterios lo es de la iniciación. Pues el clavo de placer y dolor con el que clava el alma al cuerpo parece tener como mayor mal el hacer las cosas sensibles más claras que las inteligibles y forzar a la mente a juzgar por el sentimiento más que por la razón, pues acostumbrada por el intenso penar y gozar, a atender a lo errante y cambiante de los cuerpos, como si se tratase del verdadero ser, es ciega […] para el alma y su luz, con la que sólo se puede contemplar lo divino.
En efecto, utilizando la metáfora platónica, el objeto de los ritos y las enseñanzas practicadas en el interior de las criptas mistéricas era el de liberar el alma de los clavos con los que se hallaba clavada y prisionera en la materia (madera). Por supuesto, la literatura cristiana de los siglos segundo y tercero, que llevó esta metáfora a radicales y patéticos contextos literarios, aludía en bastantes escritos a los cultos de misterio; lo que no quiere decir (no nos engañemos), que, partiendo de estos documentos, podamos reconstruir y conocer lo que de verdad ocurría en el rito secreto de la iniciación mistérica.
Hemos de reconocer, humildemente, que sabemos muy poco al respecto. El compromiso de sigilo de los iniciados, por una parte, y la destrucción, por otra, llevada a cabo por el cristianismo triunfante a partir de los siglos cuarto y quinto de muchos de los textos del mundo antiguo, extendieron un tupido velo sobre lo que ya, a priori, venía velado por el carácter secreto y las condiciones del misterio. Pausanias contaba, por ejemplo, que se propuso desafiar las leyes del pacto de silencio y describir todos los objetos que admitían ser descritos en el santuario de Atenas, «denominado el Eleusinion», pero se le advirtió, en una visión que tuvo en sueños, que no hiciera tal cosa, pues no quedaría impune su osadía; por lo que se limitó a referir tan solo lo que «legítimamente» podía ser dicho a todo el mundo. «Un sueño me prohibió describir —afirmaba— lo que hay dentro de los muros del santuario; ciertamente, está claro que los no iniciados no pueden oír hablar legítimamente de cosas cuya vista les está prohibida». Heródoto, por su parte, y como ya hemos comentado, había manifestado innumerables veces a lo largo de su obra, pero de forma indirecta y siempre a través de circunloquios, el compromiso al que estaba obligado, derivado, según se deducía, de la autoridad del pacto a través del cual los hierofantes y mistagogos obligaban al silencio de los iniciados.
Ciertamente, la ausencia de documentos directos en relación a los cultos mistéricos, bien debido a la tradición oral y secreta de la iniciación, bien debido a la destrucción y el abandono producidos con posterioridad al Edicto de Tesalónica, que convertía el cristianismo en religión oficial del Imperio, ha situado al borde del escepticismo a muchos investigadores. Así, en comparación con las bibliotecas supervivientes del judaísmo y del cristianismo antiguos, la escasez de textos referentes a los misterios paganos ha resultado «deprimente» para investigadores como Walter Burkert. El investigador belga Franz Cumont, por su parte, calificaba la perdida de los libros de la liturgia mistérica como la catástrofe más lamentable de la literatura antigua; pues «a decir verdad, nada hay más oscuro en la actualidad que la historia de las sectas que nacieron en Asia en el momento en que la cultura griega entraba en contacto con la teología bárbara; pues rara vez es posible formular con seguridad conclusiones plenamente satisfactorias». Lo cual no impidió a la investigación de la primera mitad del siglo veinte iniciar toda una serie de fundados estudios (a través de Reitzenstein y el mismo Cumont, entre otros) que abrieron las puertas de un relativo optimismo que terminó, de alguna manera, consolidado en la obra de Karl Kerényi.
Los intentos de compensar la pérdida mediante el estudio de fuentes indirectas, según Burkert, hicieron renacer la esperanza, «invocándose tres tipos de textos como material básico de estudio: la literatura gnóstico-hermética, los papiros mágicos y los relatos literarios griegos. Tres tipos de documentos muy diferentes que comprendían, por una parte, la revelación especulativa; la técnica ritual, por otra, y, finalmente, la narrativa popular, entre la que encontramos obras como Las metamorfosis (El asno de oro) de Apuleyo, Las Bacantes de Eurípides o Las Etiópicas de Heliodoro».
De lo que sí podemos estar seguros es que la esperanzada idea de la consecución de una nueva vida después de la muerte fue lo que, en el plano de las expectativas humanas, marcó la diferencia entre las religiones mistéricas y la religión ciudadana y las creencias del judaísmo tradicional: «Tanto si el alma iba al Hades [griego] como al Sheol [judío], descendía igualmente a un mundo sin luz, sin alegría, sin actividad y sin vida; en definitiva, a un mundo sin Dios. Por el contrario, las nuevas religiones prometían al hombre una inmortalidad dichosa. El alma no era ya la copia del hombre, sino su dimensión real, cargada ya en esta tierra de todas las capacidades que determinaban su destino eterno».
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© Fragmento del libro «Sacrificio y drama del Rey Sagrado. (Genealogía, antropología e historia del mito de Cristo)». Páginas 263-274.