Teología y mitología judías bajo la dominación ideológica del helenismo. 

Eliseo Ferrer

© Eliseo Ferrer (Desde una antropología materialista).

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Un judaísmo muy influido por el sincretismo helenístico y enormemente fragmentado.

La realidad del dinamismo y el movimiento continuo de las ideas y de la acción humana dan al traste con cualquier simplificación de corte abstracto e intemporal; deja vacía de contenido toda revelación transcendente y nos sitúa muy lejos de lo que creían Renan y ciertas elites bienpensantes del siglo diecinueve. Para éstos, igual que para Jaeger y su fusión grecocristiana «temprana», había una linealidad «lógica» en el tiempo, según la cual la metafísica griega había llegado al cristianismo en los siglos tercero y cuarto de nuestra era para suplantar el vacío que había dejado la apocalíptica judía. Todo ello como resultado de la constatación de que el fin del mundo no se producía y, en consecuencia, se demoraba más de lo razonable la venida de Cristo a la tierra (parusía). Sin duda, fue ésta una interpretación aguda, mucho más profunda que las torpes ideas que atribuyeron siempre a Constantino toda la utilería y atrezzo paganos del cristianismo de la Iglesia; pero se trataba de una interpretación que tampoco respondía a la realidad del dinamismo ideológico que descubrimos en el judaísmo intertestamentario, ni concuerda en absoluto con los textos, como vamos a ver muy pronto en estas páginas. La hipótesis más razonable, según todos los indicios y documentos, apunta a que esa fusión greco-mesiánica (pagano-cristiana) fue generada, frente a un inverosímil y extemporáneo «punto cero» del cristianismo, mucho tiempo antes del marco histórico-literario de los evangelios, en el seno de las distintas corrientes del judaísmo místico y platonizante del periodo final del Segundo Templo.

En contra de lo que creía Renan, las obras de la literatura apocalíptica judía (el Libro de Daniel, el Libro de las Parábolas de Henoc, 2 Baruc, 4 Esdras, los evangelios sinópticos, las epístolas paulinas, el Apocalipsis de Juan, etc., etc.), lo mismo que cierta literatura sapiencial judía (Proverbios, Eclesiástico, y de manera muy especial La Sabiduría de Salomón), además del evangelio de Juan, estuvieron plagadas de transcendentalismo y metafísica por todos y cada uno de sus cuatro costados; y ello aunque no podamos dilucidar a ciencia cierta ni medir cuantitativamente hasta dónde llegaron las influencias griegas y hasta dónde las influencias persas, aqueménidas y arsácidas, que volvieron a dejarse sentir en los últimos tiempos del helenismo.

Lo que está claro es que Yahvé fue abandonando paulatinamente la historia y buscando su lugar en el modelo griego de transcendencia, proclamando un abismo insalvable entre el mundo y la divinidad que dejaba huérfanas a las criaturas y vacío el significado del permanente «éxodo» soteriológico del pueblo de Israel por la línea del tiempo. Pues no otro fue el contexto donde se originaron la literatura sapiencial y el germen de la Sabiduría, y el proceso de remitologización experimentado por la literatura apocalíptica con la aparición de innumerables jueces mediadores que se identificaron con antiguas figuras veterotestamentarias: una adaptación esta última del modelo arquetípico de la «travesía del desierto» (como salvación) a las ideologías y los mitos derivados del platonismo y de la transcendencia metafísica y apocalíptica derivada del zoroastrismo. Algo inconcebible, dicho sea de paso, en una concepción del mundo que, como la del antiguo Israel reflejada por los textos, había sentado sus bases sobre la inmanencia de una divinidad que dirigía la historia y el proceso salvífico a través de sus constantes epifanías; que había acompañado a su pueblo en el peregrinaje desde Egipto; que había transmitido la Ley a Moisés en el Sinaí, y que se había involucrado personalmente en la belicosa conquista de la tierra prometida. Tan inconcebible como para aquéllos que hicieron durante mucho tiempo del término «judaísmo» un esquema monolítico con el que desvirtuaron la verdadera realidad de la dinámica de los hechos y los textos.

He aquí el problema cultural y teológico central de las distintas corrientes del judaísmo entre la conquista de Judea por Alejandro Magno y la destrucción del Templo de Jerusalén por los romanos, y que en la mayoría de los ámbitos académicos ni ha sido resuelto todavía ni se plantea su resolución, dado el cambio de paradigma que supone y los riegos implícitos para ciertas ideologías dominantes derivadas del judaísmo «clásico», del cristianismo eclesiástico, del luteranismo y de sus sucursales universitarias. Pues no basta con hablar de «dos judaísmos» dentro de una perspectiva meramente espacial y geográfica, como generalmente se hace: el de Jerusalén y el de la diáspora repartida por el Medio Oriente, Egipto, Asia Menor y la capital del Imperio. Hay que afrontar la realidad cultural intrajudía de este periodo como lo que en realidad fue: un «todo complejo» muy influido por el sincretismo helenístico y enormemente fragmentado, ante el que no caben hoy simplificaciones, ni fórmulas estereotipadas, ni ideas preconcebidas.

Lo cierto es que la inercia académica terminó aceptando un monoteísmo transcendente judío en los primeros siglos de la era anterior, diferente de la teología precedente, pero siempre y cuando no se manifestase a las claras su procedencia griega y se ignorasen los textos de cierto misticismo apócrifo que tendían puentes mediadores entre el individuo y la divinidad, entre la tierra y el cielo, entre lo físico y lo metafísico. Es decir, siempre que quedasen fuera de catálogo y se desoyesen los testimonios de la penetración mística del helenismo a través de obras como el Testamento de Orfeo, el Libro de los Vigilantes, el Libro de las Parábolas de Henoc (1 Henoc o Henoc etiópico), la Sabiduría de Salomón, 4 Esdras, Baruc (siriaco), etc., de primerísima importancia todos ellos en el surgimiento de un judaísmo místico anterior a la Cábala, del gnosticismo cristiano y del sustrato doctrinal de la dogmática de la Iglesia.

De acuerdo con Michael Stone, más allá del mantenimiento de las originarias y esenciales transformaciones operadas tras el retorno del exilio babilónico, el núcleo del problema que ocupó las disquisiciones teológicas de los sabios judíos durante el periodo final del Segundo Templo no fue otro que la distancia inconmensurable que había generado la idea de un Dios transcendente y completamente distinto a la divinidad de carácter «histórico» de la monolatría de los profetas. El principal problema que presentaba ese ser transcendente para la teología hebrea era que necesitaba revelarse indirectamente, por medio y a través de alguna hipóstasis personificada, y ser comunicado a la nación y al pueblo judío; caso contrario, corría el riesgo de permanecer ignorado, incomunicado y ensimismado en su propia esencia, como ocurría con el aislamiento del Dios de la teología de Aristóteles (el Motor Inmóvil que, ajeno a las criaturas, movía el mundo).

Éste y no otro fue el contexto que sirvió de punto de partida a toda una serie de transformaciones (a una nueva mitología, en suma) para las que los judíos no encontraron otras herramientas y soluciones que las aportadas por la misma cultura helenística que había generado el problema. Lo que ofrecía sentido al nacimiento, por un lado, de Sabiduría; pero también, por otro lado, al desarrollo de la escatología apocalíptica que hacía de la figura del Juez universal el mediador por excelencia… Pues hablamos de una inevitable simbiosis cultural e ideológica entre la cultura popular del momento (estoicismo moral y platonismo vulgarizado, además de la difusión ciertas ideas básicas del orfismo y el neopitagorismo) y las influencias mesopotámicas y persas (astrología, cultos de misterio orientales y transcendentalismo zoroastriano), que se amalgamaron junto a las ideologías mesiánicas y sapienciales judías bajo la marca y el prestigio de ciertos patriarcas y profetas antiguos. Como relataba John J. Collins, la apelación a una revelación de la transcendencia era característica del sincretismo helenístico, como demostraba la popularidad que ganaron en su espacio cultural las religiones mistéricas y sus imprescindibles mediadores. Lejos de la religión homérica de la Polis y de la religión hebrea de los profetas de Israel, en las que la inmortalidad del alma o la resurrección resultaban de todo punto inconcebibles, en los primeros tiempos de la era anterior, toda una serie de nuevas nociones soteriológicas individualistas, en ocasiones entrelazadas y a veces contradictorias, aparecieron conformando un complejo mosaico de sectas y tendencias con diferentes ideas y creencias; pero todas ellas sustentadas en el denominador común derivado de un sistema de mediación con la divinidad y del empeño en la supervivencia frente el hecho inevitable de la muerte.

La inmortalidad del alma órfico-pitagórica racionalizada por Platón; la naturaleza divina del alma y la unión mística con la divinidad; la resurrección zoroastriana y su idea primigenia del Salvador; la gnosis y la sabiduría de Zoroastro, sorprendentemente similares a la «reminiscencia» platónica y a la finalidad del rey filósofo; la sabiduría práctica de muchas de las corrientes de la época; la prudencia o la redención expiatoria del justo, llegaron a conformar toda una serie de variantes ideológicas que giraron siempre, e indefectiblemente, en torno al fenómeno espiritual institucionalizado en las religiones de misterio: la presencia de un Salvador, Juez o Revelador enviado por Dios, la salvación personal y la comunión (unión mística) del individuo con la divinidad. Y la nación judía, como estamos viendo, no permaneció indiferente a las influencias de este crisol de elementos culturales y religiosos; ni entre los habitantes de Jerusalén, ni entre los de Judea, ni entre los judíos de la diáspora.

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© Páginas 413 a 416 del libro «Sacrificio y drama del Rey Sagrado».