© Eliseo Ferrer (desde una antropología materialista).
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Conviene recordar una vez más que no caben definiciones intemporales y ahistóricas en nuestra tarea; que el culto solar y la astrología, lo mismo que los mitos o las divinidades antiguas, nunca manifestaron una sustancia invariable ni presentaron los mismos contenidos en todo momento y circunstancia. Casi me cuesta trabajo reiterar que la heterogeneidad de relatos míticos referenciados en al aparente movimiento cósmico de la tierra, el sol, la luna o las estrellas, fueron resultado de la construcción cultural de diferentes pueblos a lo largo de miles de años de historia; cuyo comienzo, a nuestros efectos, hemos situado en el Neolítico, pero que en realidad se pierden en la oscura noche de los tiempos de la prehistoria. Ni siquiera las denominaciones «culto solar» y «astrología», en la línea que seguimos, han sido conceptos invariables a lo largo del tiempo. Por lo que entiendo que una posición esencialista y racionalista sobre estos asuntos no nos conducirá más que a la corta perspectiva de unas anteojeras que miran al pasado a través de las quimeras y los prejuicios del universo simbólico de nuestro propio mundo.
La otra observación preliminar va dirigida a disipar los excesos de ese racionalismo moderno que ha presentado el culto al sol a través de dos perspectivas aparentemente diferentes, pero en el fondo coincidentes. Una, la de aquéllos que encontraron y universalizaron la devoción solar en lo que, sin ningún fundamento, denominaron «los orígenes de la humanidad» o «el principio de los tiempos». Y la segunda, la de aquellos otros que llegaron a la misma conclusión, pero, lejos del origen, descubrieron una supuesta universalidad y totalización del culto astral-solar a lo largo del transcurso del tiempo. La primera posición, mantenida hoy en determinados círculos esotéricos y de gran aceptación en cierta subcultura de Internet, viene a ser algo así como una suerte de difusionismo primigenio de carácter inmanente: una «revelación» panteísta, anterior al principio de la historia, que vería al Sol como representación suprema, tendría su origen en el mito de la Atlántida y hallaría su realización fáctica en el antiguo Egipto. La otra posición, de mayor complejidad y de más entidad y nivel que la anterior, fue sin duda la mantenida por Max Müller y los discípulos de su escuela, quienes interpretaron todo el sistema de la mitología como un discurso narrativo derivado exclusivamente de la perspectiva del movimiento de los astros y del espectáculo del cielo. Y entre una y otra posición encontramos al singular autor francés Charles François Dupuis, quien, en su obra Compendio del origen de todos los cultos, escrita en plena Revolución francesa, consideraba al sol, a la luna, a las estrellas y a los planetas como los referentes indudables y únicos de todos los credos religiosos. Digamos que, influidos por el neoplatonismo renacentista florentino, por Macrobio y por la tradición hermética, los racionalistas de la modernidad del siglo dieciocho interpretaron la religión como un discurso descontextualizado y ahistórico referido a los fenómenos terrestres en relación a los celestes; considerando que los mitos antiguos no eran sino un lenguaje didáctico fundado exclusivamente en combinaciones astronómicas.
Como reconocía Eliade, se creía antaño, en los tiempos heroicos de la Historia de las Religiones, que la humanidad entera había conocido el culto al sol. Los primeros intentos de la mitología comparada encontraban prácticamente en todas partes vestigios de este culto. Sin embargo, ya en 1870, un etnólogo de la categoría de Adolf Bastian hizo notar que el culto solar solo aparecía, de hecho, muy aisladamente y en muy pocas regiones del mundo. Y, medio siglo más tarde, James G. Frazer, volviendo a ocuparse del problema, hizo notar la inconsistencia de los elementos solares en África, Australia, Melanesia, Polinesia y Micronesia. «Inconsistencia que aparecía también, con muy pocas excepciones, en América del Norte y del Sur. Solo en Egipto, en Asia y en la Europa arcaica eso que se ha dado en llamar “culto al sol” gozó de un favor que, en ocasiones, como en Egipto, pudo llegar a tener una verdadera preponderancia». A lo que cabe añadir que, al otro lado del Atlántico, el culto solar no se desarrolló más que en Perú y en México; es decir, en los dos únicos espacios americanos precolombinos con cierto nivel de civilización y de desarrollo cultural.
Efectivamente, hubo un culto solar propiamente dicho en Egipto, primero a través de Ra, y, a partir del Imperio Nuevo, tras «la osirización de éste y la solarización de Osiris-Horus», en la amalgama soteriológica representada por Ra-Osiris-Horus. Hubo culto solar en determinadas tribus indoeuropeas, en algunos pueblos asiáticos, en Mesopotamia y en Siria. Hubo una teología racionalista de carácter astral entre los filósofos e ilustrados griegos creadores del Logos solar. Se dio estricta adoración solar en el culto imperial romano del siglo tercero, importado desde Siria por Heliogábalo y reinstaurado, más tarde, con otras formas y presupuestos, por Aureliano. Y se produjo un sorprendente sincretismo solar en los dos últimos siglos del Imperio romano, bajo cuya teología se integraron los arcaicos mitos cosmológicos, readaptados a las religiones de misterio, y las nuevas concepciones astrológicas y solares llegadas desde Siria y Mesopotamia.
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© Del libro SACRIFICIO Y DRAMA DEL REY SAHRADO. pp. 343-364
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© Eliseo Ferrer