Los árboles sagrados del judaísmo y el cristianismo.

El prototipo bíblico del árbol se encontraba en el Edén (el Dilmun mesopotámico y el jardín o paraíso persa: «pairi-daeza» o «paerdís»), asociado también al agua y a la tierra.

Eliseo Ferrer

© Eliseo Ferrer (Desde una antropología materialista).

Leer texto con referencias

Por supuesto, la cultura del antiguo Israel tampoco escapó a los insoslayables orígenes neolíticos protagonizados por la diosa de la vegetación y por el árbol en el entorno de las primeras culturas agrícolas. El prototipo bíblico del árbol se encontraba en el Edén (el Dilmun mesopotámico y el jardín o paraíso persa: «pairi-daeza» o «paerdís»), asociado también al agua, al igual que ocurría en todo el entorno medio-oriental: «Jehovah Dios hizo brotar de la tierra toda clase de árboles atractivos a la vista y buenos para comer; también en medio del jardín, el árbol de la vida y el árbol del conocimiento del bien y del mal. Un río salía de Edén para regar el jardín, y de allí se dividía en cuatro brazos». Es decir, en medio del paraíso la divinidad había colocado el árbol de la inmortalidad y el árbol de la sabiduría, y Dios prohibió a Adán que comiera los frutos de este último, «porque el día en que comas de él, ciertamente morirás».

La conclusión del relato es de todos conocida: Eva, tentada por la serpiente dio de comer a Adán el fruto del árbol del conocimiento y ambos fueron expulsados de aquel mundo idílico. No nos interesa profundizar aquí en el sentido y la coherencia de una prohibición que ha llevado durante siglos a exégetas y a eruditos a preguntarse si el hombre se hacía semejante a Dios solamente por comer del árbol del bien y del mal, o porque, al adquirir la sabiduría que proporcionaban sus frutos, podía descubrir el árbol de la vida, y lograr, de esta forma, la inmortalidad, como insinúa el propio texto. Mucho más interesante para nuestro propósito es indagar el significado oculto de un mito cuyo contenido nos sugiere, a primera vista, el itinerario contrario al trazado por el mito de Gilgamesh, pero que presentó finalmente una misma conclusión: la de la presencia de la muerte como el inevitable punto final de la existencia humana, a la que hay que buscarle remedios y paliativos de cara a la perdurabilidad. Si el semidiós mesopotámico y rey de la ciudad de Uruk buscaba infructuosamente la inmortalidad en el tercer mileno antes de nuestra era, Adán y Eva eran arrojados al mundo desde la unidad edénica del paraíso; aunque lo que en ambos mitos subyacía era la conciencia más o menos desarrollada de la presencia de la muerte como punto de referencia ineludible y desenlace de la existencia.

Se ha supuesto tradicionalmente que tanto el árbol de la vida como el árbol del conocimiento, que, según el mito, crecían en el centro del Edén bordeados por los cuatro ríos que formaban una cruz, señalaban el punto de inflexión que determinaba el abandono de la perfección originaria y el posible o imposible retorno a ella. Sin duda alguna, el árbol de la vida representaba la unidad primordial con la divinidad, mientras el árbol del conocimiento del bien y del mal ponía de relieve el desdoblamiento de la unidad primigenia en una naturaleza dualista; ya que quien comía de sus frutos conocía el bien y el mal y, en general, cabe suponer que todos los opuestos que transmitía la primitiva e incipiente estructura binaria de la conciencia. Hemos de anticipar, en este sentido, que no hubo ninguna exclusividad en la mitología del antiguo Israel, como tampoco la hubo en su historia: en varias tradiciones orientales encontró cabida el mito que relacionaba el árbol del conocimiento y «la caída» del hombre primordial, quien perdía su inocencia originaria y entraba a formar parte del mundo dualista y múltiple de los fenómenos; de la misma forma que el fruto del árbol de la vida confería la inmortalidad y podía permitir el retorno del hombre al paraíso perdido y a la unidad de origen. Este punto de inflexión que transmitía el mito del árbol del conocimiento, como ciencia y sabiduría, que permitía descubrir el tránsito entre la unidad, por una parte, y la dualidad y la multiplicidad, por otra, aparecía de forma indudablemente clara en el zoroastrismo, en el platonismo, en cierto judaísmo helenístico y en el gnosticismo cristiano; doctrinas todas ellas donde la salvación y la inmortalidad se lograban por medio del conocimiento y la sabiduría.

Tal y como puso de relieve toda la tradición hermenéutica (alegórica) de las Escrituras iniciada por Filón de Alejandría, la inocencia y la unidad primordial con la naturaleza se perdieron cuando el hombre comió el fruto prohibido del árbol del conocimiento. Justo en ese momento, el cielo y la tierra se separaron, el hombre fue expulsado del paraíso y se hizo imposible la comunicación entre los dioses, los animales y los hombres. Por eso decía Hesíodo, como hemos visto anteriormente, que los sacrificios comenzaron cuando se separaron los dioses y los hombres; es decir, cuando, en el lenguaje del judaísmo y el cristianismo, se produjo «la caída del hombre»; o si se prefiere: cuando la acción cultural desgarró a los humanos de la unidad originaria que les mantenía indiferenciados de las otras especies animales y de la naturaleza en general. Un mito el de «la caída» que representó «la fragmentación del espíritu [de lo Uno], el ir de la unidad primordial a la dualidad y a la multiplicidad del mundo de los fenómenos; el alejarse del centro de paz y perfección hacia la circunferencia giratoria del cambio, la dispersión, la multiplicidad y la entrada en el tiempo».

De acuerdo con la interpretación del platonismo, de cierto judaísmo helenizado y del gnosticismo, la caída de Adán y Eva y su expulsión del paraíso no fue otra cosa que la alegoría de «la caída del alma o del espíritu en la materia». Los dos árboles del Génesis (el de la vida y el del conocimiento, el de la unidad y el de la dualidad), que facilitaron el despertar de la conciencia de Adán y Eva tuvieron, en este contexto, un significado similar al que se dejaba intuir en el árbol de Osiris en el antiguo Egipto: el árbol que lo recogió del mar y lo cobijó hasta llegar a la ciudad de Biblos. Significado similar al representado por el árbol de Adonis; por el pino en el que era empalado Atis todos los años en su semana de pasión, o por el árbol sagrado en que Odín había sido colgado para salvar a los hombres. No hay que olvidar que «el dios mortal era crucificado en un árbol, representado por una cruz o un árbol en crecimiento. Y que la cruz tau (en forma de T) era llamada árbol de la vida o árbol del paraíso». Imágenes todas ellas contenidas en la carta del tarot según la cual se representa el sacrificio en un árbol, y en la que el colgado simboliza al espíritu prisionero en la materia. Exactamente el mismo significado, en definitiva, que el árbol de la cruz de Cristo, quien, según el desarrollo de la teología cristiana, vino desde el cielo a ofrecer un carácter complementario y concluyente a la caída de Adán, pues si el primer árbol había traído el pecado y la muerte, el árbol de la cruz debía traer la salvación al mundo por medio de la muerte del hijo divino.

De hecho, la iconografía confirma estos presupuestos a través de las cruces arborescentes desarrolladas a lo largo de los siglos por la tradición del cristianismo en toda la Europa occidental y en la América española. En Inglaterra, por ejemplo, fue muy conocida la cruz del salterio de Evesham, de 1250, donde Jesucristo aparecía crucificado no en dos maderos cruzados, sino en dos ramas en forma de cruz que imitaban al árbol. A su lado aparecían la Virgen y San Juan, y sobre la imagen había dos ángeles que sostenían dos discos con las caras del sol y de la luna. En Alemania encontramos los «crucifijos dolorosos» de Coestfeld y Bocholt, también conocidos como Gabelkreuz, cuya particularidad consiste en que carecen de travesaño horizontal, habiendo sido sustituido éste por dos palos oblicuos en forma de “Y” griega. Al parecer, este tipo de representaciones fueron propios de la escultura gótica alemana de finales del siglo trece, y algunas de las más antiguas se encuentran en Colonia y en Coestfeld, Renania del Norte-Westfalia. Desde siempre se ha atribuido la forma singular de estos crucifijos (en “Y” griega) a la voluntad de reproducir el aspecto del tronco y las ramas de un árbol, para identificar la cruz con el árbol de la redención y el árbol por medio del cual se cometió el primer pecado del mundo. En Italia encontramos varias piezas de este mismo modelo, como el de la basílica de Santa María Novella, en Florencia. Y otro «crucifijo doloroso» con esta misma forma de árbol lo encontramos en las estribaciones de los Pirineos españoles, en Puente la Reina (Navarra): una supuesta donación de algún peregrino alemán del siglo catorce por encontrarse localizada su ubicación en la confluencia de la ruta jacobea navarra y la aragonesa.

Esta tradición cristiana de representar cruces que imitan la forma de los árboles, o que son explícitamente árboles, no puede entenderse si no partimos de la base de que el crucifijo (de signo patético y sufriente) no apreció en las abadías y las iglesias de la Europa occidental hasta bien entrado el siglo once, cuando muchas de las comunidades orientales se hallaban ya bajo el yugo del Islam; y que una antigua tradición, si no esotérica, sí hasta cierto punto discreta y poco difundida, habría convertido desde el siglo quinto el árbol de Jesé, del que hablaba Isaías, en una pieza clave de la doctrina de la Iglesia por ser el árbol del que «brotaba» Cristo. «Un retoño nacerá del tronco de Isaí [Jesé], y un vástago de sus raíces dará fruto. Sobre él reposará el espíritu de Jehovah: espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de conocimiento y de temor». Por su parte, el Apocalipsis se reafirmaba en esta misma idea cuando señalaba: «Y uno de los ancianos me dijo: No llores. He aquí el león de la tribu de Judá, la raíz [del árbol] de David, que ha vencido para abrir el libro y sus siete sellos».

Jesé, según la Biblia, había sido el padre de David, de cuya estirpe debía nacer el mesías de Israel, y su nombre no era otra cosa que la traducción griega de los nombres Ishai o Isaí, utilizados por Isaías. «La importancia teológica del tema del árbol de Jesé […], llevó a su representación prácticamente en todo tipo de soportes y técnicas artísticas. Las primeras representaciones del tema y en las que aparecía una mayor diversidad fueron las miniaturas de manuscritos como evangeliarios, biblias, leccionarios, salterios o antifonarios. Posiblemente, de la miniatura el tema saltó a los muros, para cobrar pronto su versión monumental en la pintura mural románica, llegando incluso a techumbres de madera como la de San Miguel de Hildesheim y a la vidriera gótica de la que es pieza clave la famosa representación de Saint-Denis, que dio origen a numerosas versiones como la de la catedral de Chartres».

Por lo que podemos asegurar que la representación de la cruz de Cristo como el árbol de Jesé fue muy anterior al crucifijo medieval de carácter patético y sufriente que presentaba la cabeza ladeada hacía el costado derecho. En una etapa tan temprana como el siglo sexto encontramos ya figuraciones en las que el árbol de la vida brotaba indiferenciado de los brazos de una cruz. «El ejemplo más antiguo en que la cruz vegetal aparecía en la escena de la crucifixión fue en un marfil de Metz, Reims o Corbie, hacia el año 870. En el siglo once esta representación se encontraba en toda la Europa cristiana, aunque era sobre todo frecuente en Alemania. En España se cita como ejemplo del siglo once una miniatura de 1066 en el “Liber Paralipomenon” de la catedral de Vich. Del siglo doce pueden citarse como ejemplos: el descendimiento del claustro de Silos y el de un capitel de Aguilar de Campoo. Y ya en el trece: la crucifixión en piedra de la catedral de Gerona y una miniatura de un misal de la Biblioteca Nacional de Madrid».

Hemos de tener en cuenta que desde la alta Edad Media la teología y la liturgia cristianas asimilaron la cruz no sólo a la propia tradición del árbol de Jesé, sino también al árbol cósmico y al misterio de los bosques sagrados de la tradición popular europea, que sobrevivía aún en el norte de Europa. No otra fue la razón de que las primeras manifestaciones de las literaturas nacionales europeas, lo mismo que los emblemas de ciudades y grandes familias apareciesen poblados de representaciones del árbol cósmico o árbol de la vida. España no sólo no fue una excepción, sino que, en la cuna de su lengua, se convirtió al árbol en figura destacada de la primigenia literatura castellana, al tiempo que lo situaba en innumerables blasones de apellidos, villas y ciudades. Nos referimos al árbol de la primera visión de Santa Oria, donde aparecía como inequívoco símbolo de centralidad por el que se ascendía hasta el cielo. Esta visión ocupaba una parte importante del Poema de Santa Oria, escrito por Gonzalo de Berceo en la segunda mitad del siglo trece; aunque, según los eruditos, la fuente del poema habría sido un relato en prosa latina del siglo once, hoy perdido, escrito por el confesor de la santa, el hagiógrafo Munio, del Monasterio de San Millán de la Cogolla; es decir, un monje culto, al que se calificó de scriba politor. Pero lo que nos interesa destacar no es la erudición requerida en la presentación de estos datos, sino la visión onírica de la santa y los elementos simbólicos por los que se produjo su ascenso místico al cielo: la columna, las escaleras y el árbol con abundante y verde follaje, situados en la centralidad del entorno de un prado frondoso que representaba el paraíso. Digamos tan solo que la subida al árbol se llevaba a cabo a través de una columna, que aparecía provista de una escalera, y desde el árbol (la cruz), situado en el centro del paraíso, es desde donde ascendían al cielo el alma de Oria y las almas de las mártires que la acompañaban.

En España, además, la imaginería del barroco dejó una considerable impronta tanto en la península como en las provincias americanas. Los dos casos más conocidos de imágenes de cristos arborescentes de esta época respondieron, sin duda, a leyendas que fueron plasmadas en pinturas e ilustraciones, y donde lo que importaba, más allá del origen legendario y fantástico de estos relatos, era el contenido de los documentos y el significado al que nos conducen: el de Cristo naciendo del interior de un árbol o formando parte de él. Una de estas imágenes fue la del Cristo de Limache, cuya leyenda, originada en Chile, aparece ampliamente documentada en la obra del jesuita Ovalle, ilustrada posteriormente en París sobre los bocetos del jesuita y cuyo grabado se encuentra en el Museo Británico; la otra fue la del Cristo de la Encina, que, según relata la tradición, apareció en el campo de Alcántara y que a lo largo del siglo dieciocho sirvió de inspiración a un buen número de crucifijos arborescentes en iglesias americanas y extremeñas.

De esta forma, si hacemos caso al jesuita Alonso de Ovalle, la imagen de «cristo» habría aparecido fundida al tronco de un árbol, en forma de cruz, en una de las misiones chilenas alrededor del año 1636. Se trataría de la Cruz de Limache, hallada, al parecer, en la región de Valparaíso, en Chile, e ilustrada por el mismo jesuita en su relación de Indias. Según relataba este misionero, un indio habría encontrado la imagen de Cristo brotando del tronco de un árbol cuando se disponía a cortar madera en el bosque para utilizarla en edificaciones próximas. Efectivamente, tras el sorprendente «hallazgo» y una vez informadas las autoridades de la Iglesia, la imagen fue transportada a una hacienda de las inmediaciones, donde terminó siendo venerada por las gentes, financiada la edificación de una iglesia en el lugar por «una señora muy noble y devota de la Santa Cruz» y reconocida la imagen por el propio obispo de Santiago. Que fuese una recreación escultórica de aquel tiempo situada a propósito en el bosque o que, verdaderamente, fuese hallada al azar entre los árboles por un campesino indígena es algo que no debe preocuparnos demasiado. Lo que nos importa es la imagen que Ovalle reproducía, los grabados realizados posteriormente y el valor que le otorgaba el autor en su Histórica relación del Reyno de Chile y de las missiones y ministerios que exercita la Compañía de Jesus: un prodigioso árbol en forma de cruz, en definitiva, con la imagen fundida en el tronco del crucificado.

Según Pizarro Gómez, el paso del Cristo de Limache al Cristo de la Encina se habría producido en el siglo dieciocho en el continente americano, en forma de leyenda milagrosa relacionada con la conversión de los indígenas, a partir de la cual se habrían desarrollado diferentes versiones iconográficas, tanto en América como en Extremadura. Así fue como el motivo escultórico y religioso del Cristo arborescente de cuño barroco «arraigó en el arte extremeño como una de las expresiones más peculiares de la iconografía americanista; localizándose la mayoría de las manifestaciones en tierras alcantarinas». Pues al igual que ocurre con el Cristo del Museo Monseñor Sinforiano Bogarín, de Asunción (Paraguay), en al menos media docena de iglesias extremeñas se exhiben los inconfundibles rasgos icónicos del Cristo (arborescente) de la Encina: el árbol en forma de cruz con el crucificado, varios pájaros sobre sus ramas, un indio tupí en su base y un asno acompañante. Se trata de los inconfundibles ejemplos proporcionados por la imagen del santuario de Nuestra Señora del Encinar de la localidad cacereña de Ceclavín; el Cristo de la Encina de la iglesia parroquial de San Vicente Mártir, en San Vicente de Alcántara (Badajoz); el Cristo de la Encina de la iglesia de Nuestra Señora de Rocamador, en Valencia de Alcántara (Cáceres), o el lienzo de la ermita de Nuestra Señora de la Hermosa, de Fuente de Cantos, en la provincia de Badajoz. Sin olvidar la pintura que se encuentra en la iglesia de San Mateo de Cáceres: un óleo realizado alrededor de 1753 que representa la conversión de un indígena mexicano bajo un crucifijo en forma de árbol, en cuyas ramas se posaban los pájaros y bajo cuya madera colgaba el crucificado.

En cierta medida, podemos decir que el Cristo de la Encina, surgido de la tradición española en América (y que revirtió su influencia en Extremadura), sirvió de nexo de unión a dos modelos culturales que se fusionaron a través de un mestizaje icónico e ideológico que amalgamó la tradición del «árbol sagrado» de la civilización indigenista y el «árbol de la vida» (la cruz) de la civilización cristiana europea. Pues no hay que olvidar que los indios americanos colonizados por los misioneros españoles terminaron aplicando a la cruz cristiana su propio simbolismo del árbol cósmico y de las cruces autóctonas de las culturas precolombinas. El ejemplo más antiguo de esta fusión lo encontramos, ya en el siglo dieciséis, en las pinturas del convento de los Santos Reyes de Metztitlán, en Hidalgo (México), donde, por una parte, fue representado Cristo como el árbol de la vida, y, por otra, un fraile agustino fue recreado en actitud de postración ante un nopal en forma de cruz.

Según M. Alberto Morales Damián, las fuentes coloniales tempranas testimoniaron que para los mayas la llegada de la cruz había sido profetizada de antemano. «En el Chilam Balam de Chumayel se lee que “en señal del único dios de lo alto llegará el árbol sagrado (Uaom Ché, madero enhiesto), manifestándose a todos, para que sea iluminado el mundo.” La cruz fue reconocida como un árbol erecto, equivalente al árbol cósmico de los mayas prehispánicos. Sobre tal árbol podrá, dicen, distinguirse el mut, el ave profética: “vendrán y ya veréis el faisán que sobresale por encima del árbol de vida (Uaom che, madero enhiesto).” Sin embargo, quedó claro para ellos que este árbol [nuevo] sustituía al suyo, pues el profeta del Chumayel concluía diciendo: “Cuando levanten su señal en alto, cuando la levanten en el árbol de vida, todo cambiará de un golpe. Y aparecerá el sucesor del primer árbol de la tierra, y será manifiesto el cambio para todos”». Sobra decir que textos como éste coadyuvaron en gran medida a la concordia entre los indios americanos y los frailes españoles, pues nadie pudo dudar de que la profecía había sido cumplida.

No obstante, y en otro orden espacio-temporal, una de las más modernas manifestaciones de la cruz arborescente es la que encontramos en la iglesia catedral ortodoxa de la Resurrección de Cristo, en Podgorica, Montenegro, restaurada tras la década de los noventa del siglo pasado, cuando finalizaron las guerras de la antigua Yugoslavia. Se trata de una composición escultórica en la que el artista huyó del esquematismo que encontramos en algunas de las cruces del gótico, para presentar a Cristo crucificado en un árbol de carácter enteramente realista, que se encuentra fuera del recinto en una zona ajardinada, y que, en consecuencia, puede visitarse en todo momento.

Digamos, en resumen, que en las mitologías del judaísmo místico y del protognosticismo cristiano el árbol del conocimiento había provocado la caída, pero la cruz del árbol de la vida generaba la restitución, la resurrección y la salvación. En ellas, los diferentes planos representados por uno y otra, el árbol y la cruz, se confundían y se superponían mutuamente, intercambiando roles y funciones salvíficas. Dentro del misticismo de estas corrientes, había que alcanzar el contacto directo con el árbol sagrado (es decir, con la cruz), quien como axis mundi permitía la ascensión al ámbito espiritual de las regiones celestes del espíritu. De la misma forma, «en las leyendas orientales, la cruz era el puente o la escalera por la que las almas de los hombres subían hacia Dios; situada en el “centro del mundo”, era la encrucijada entre el cielo, la tierra y el infierno». De tal manera que el árbol había sido en las culturas neolíticas la línea de inflexión y la frontera que separaba el cosmos manifestado del cosmos no manifestado o invisible, lo que unía la tierra con el cielo. Unas ideas que, con diferencias formales, se mantenían en los primeros años de nuestra era, en los que la cruz del árbol de ciertas sectas del misticismo judío (hóros) seguía siendo un vehículo de comunicación, conocimiento y, a la vez, demarcación y frontera que separaba la dualidad del espíritu y la materia.

Por eso, desde el punto de vista del gnosticismo cristiano, el árbol y la cruz fueron una misma alegoría del «límite» que separaba la dualidad irreconciliable, pero que permitía el ascenso del espíritu, liberado del cuerpo, hasta su origen divino. De hecho, para esta corriente del cristianismo primitivo, la cruz era la puerta o frontera que comunicaba y separaba el ámbito del espíritu transcendente y el mundo corruptible de la materia.

Leer texto con referencias

____________________________________

© Fragmento del libro «Sacrificio y drama del Rey Sagrado». Páginas 74-80.

Lo que enseñan los mitos. Su significado y su papel en el mundo antiguo.

El mito como paradigma de «realidad» de los grupos humanos primitivos.

© Eliseo Ferrer. (Desde una antropología materialista).

Descargar artículo en PDF

Las filosofías racionalistas y la teología de la Iglesia ocultaron a lo largo de dos mil años el verdadero significado de los mitos y la mitología antigua, para reducir su significado a aquello que, presentado como verdad aparente en un discurso, resultaba ser falso en realidad. En este sentido, un mito vendría determinado por la narración a través de la cual se ofrecería realidad a algo o a alguien que carecería de ella. En este orden, el mito implicaba falsedad.

Eliseo Ferrer

Pero los mitos y las mitologías de la prehistoria y el mundo antiguo fueron otra cosa muy diferente. Conformaron un fenómeno importantísimo como «paradigma cultural» (sin el cual hoy no podríamos comprender el origen de los distintos grupos humanos) de unos tiempos en los que la explicación del mundo, así como el significado y el sentido de los fenómenos circundantes, se construían a través de narraciones fabulosas acaecidas fuera de la temporalidad de los ciclos cósmicos: en un tiempo primordial en el que se ocultaba la verdadera «realidad»… Es decir, el mito, en las culturas antiguas, presuponía un principio de «racionalidad» y «realidad» que explicaba, entre otras cosas, los fenómenos percibidos en la naturaleza (el rayo, el trueno, la lluvia, el sol, el cambio de las estaciones) o ideas relativas a la creación de los dioses (teogonía), de los hombres (antropogonía) o del mundo en general (cosmogonía). Todo lo cual se llevaba a cabo a través de sencillas narraciones heroicas surgidas en el ámbito exclusivo del «principio antrópico» del lenguaje. Y ello, hay que subrayarlo, no a consecuencia directa (y no mediada) de la acción abstracta y sin referente del logos, la palabra o la mera verbalidad, sino surgidas esas narraciones del impulso discursivo y de la construcción de significados que fueron generados a través de la interrelación de los humanos con su entorno material de subsistencia y supervivencia: la caza, la recolección, la agricultura, el uso de herramientas, la guerra y las armas de combate, etc., etc.

Todo esto es algo que, desde mi punto de vista, no debemos perder de vista y tener muy en cuenta, si queremos preservarnos y sobrevivir a los enormes peligros de los dogmas de la religión científica y a las cada vez más potentes estructuras de dominación ideológica y tecnológica.

Los hombres de las culturas primitivas, que convivieron supeditados al medio y en igualdad de condiciones con los animales del entorno, experimentaron inicialmente, si no la superioridad sobre las distintas entidades circundantes (que quizá llegaría más tarde), sí la necesidad de explicar el mundo a través del sentido que, poco a poco, proporcionarían los mitos: complejos ideológicos ajenos por completo a las nociones de «sujeto» y «objeto» que acuñaría mucho tiempo después la modernidad europea. Un mundo en el que únicamente funcionaba el «yo» y el «tú», referida esta relación a todo tipo de entidades, animadas o inanimadas, que desbordaban el estatus corpóreo del hablante; y donde no había lugar para el «él», el «ello» o «lo otro» como algo diferente y alejado del observador: aquella distancia que permitiría la base constitutiva de lo que la tradición filosófica y la epistemología darían en denominar «el objeto» y «el sujeto», siempre en relación de interdependencia entre uno y otro. Hablamos de un mundo primitivo con un espacio vital compartido en igualdad de condiciones con otras especies animales y con otros elementos de la naturaleza circundante, que homologaba todos los elementos y hacía imposible toda clasificación y toda noción de rango y diferencia.

Más tarde, evidentemente, los hombres prehistóricos «experimentaron» una superioridad de estatus ontológico sobre el resto de los animales de la creación, que dio lugar dentro de este proceso (o como consecuencia de él) a narraciones basadas en confusos razonamientos sobre los orígenes, que venían expresados a través del lenguaje mítico: relatos que generalmente hablaban de la «nostalgia» de una unidad perdida y del fabuloso comienzo de los tiempos, que explicaban y ofrecían sentido al mundo de la experiencia cotidiana. De esta forma fue como, a lo largo de la prehistoria, la protohistoria y los primeros siglos del mundo antiguo, pudo hablarse de «fragmentación y muerte de la divinidad», de «resurrección», de «descenso del hijo de dios» a la tierra, de «encarnación humana de dios», de la «chispa de luz divina» dispersa por el mundo tras la fragmentación de la «unidad originaria», etc., etc., etc.

Y en todo ese proceso que separó la animalidad salvaje y prácticamente indiferenciada con las bestias de los primeros homínidos, y las hordas del Homo sapiens, primero, y las culturas de la protohistoria, después, resultó fundamental el nacimiento, el desarrollo y el papel operatorio del mito: la guía de referencia, el código de conducta, el sistema de enseñanza, el manual de aprendizaje, el «catecismo» y el mapa del mundo del hombre primitivo; algo que, en buena medida, ha sobrevivido hasta nuestros días con nuevas formas y nuevas narrativas acomodadas a los tiempos modernos y a las diferentes circunstancias. Decía Mircea Eliade que el mito era una realidad cultural extremadamente compleja, que podía abordarse e interpretarse en perspectivas múltiples y complementarias. Y partía de una formalización de carácter muy general que puede servirnos por su carácter introductorio: «Personalmente, la definición que me parece menos imperfecta, por ser la más amplia —señalaba—, es aquélla que cuenta que el mito es una historia sagrada, y relata un acontecimiento que tuvo lugar en el tiempo primordial, el tiempo fabuloso de los comienzos. O, dicho de otro modo: el mito cuenta cómo, gracias a las hazañas de seres sobrenaturales, una realidad vino a la existencia, sea ésta la realidad total, cósmica, o solamente fragmentaria: una isla, una especie vegetal, un comportamiento humano, una institución. Se trata, pues, siempre del relato de una creación».

Precisemos, sin embargo, que el Diccionario de la Real Academia de Lengua Española ofrece varias acepciones diferentes de la palabra «mito». Por una parte, y en línea con la definición general que acabamos de proponer de Eliade, la Academia lo define como: «Una narración maravillosa situada fuera del tiempo histórico y protagonizada por personajes de carácter divino o heroico». Ciertamente, una definición muy poco satisfactoria desde el punto de vista de nuestro interés, que la RAE complementa con otras tres acepciones algo confusas y no del todo bien explicadas; dentro de las cuales vamos a rescatar tan solo aquélla que se refiere a una «historia ficticia», o a «un personaje o cosa a la que se le atribuyen cualidades o excelencias que no tiene». Porque, por lo general, y desde el mundo griego hasta nuestros días, el racionalismo y la teología han interpretado generalmente el mito en la línea de esta última acepción peyorativa de la Academia de la Lengua. Digamos que, por indudable influencia de la filosofía griega y más tarde de la Iglesia, se ha visto siempre al mito y a la mitología como algo que implicaba «falsedad», a pesar de su apariencia verdadera. Aquello que, en contra de lo que enunciaba, no existía o no podía existir en realidad, simulando verdad ontológica dentro de un determinado contexto narrativo en el que operaba tan solo la mera ficción discursiva o la leyenda fabulosa.

Jenófanes (565-470), antes de Platón y Aristóteles, fue el primero en criticar y rechazar las mitologías de Homero y Hesíodo; de tal manera que «los griegos fueron vaciando progresivamente al mythos de todo valor religioso o metafísico. Opuesto tanto al logos como más tarde a la historia, mythos terminó por significar todo “lo que no puede existir en la realidad”».

Si bien, como puede comprobarse a lo largo de mi obra SACRIFICIO Y DRAMA DEL REY SAGRADO, a partir del siglo diecinueve y de las primeras décadas del veinte, llegó a interpretarse el mito con otros significados y de manera muy diferente: casi en sentido inverso a la acepción peyorativa que le habían adjudicado la tradición del racionalismo y la teología. Digamos que se descubrió en el mito algo así como un discurso constitutivo y fundador de determinadas instituciones primitivas: una narración aparentemente fabulosa, si la tomábamos en su sentido literal, pero (en sentido contrario al modelo anterior) con enseñanzas y significados ocultos que pretendían un «discurso verdadero» bajo su aparente sencillez expositiva. No en vano, ya el Sócrates platónico había declarado que sería irrazonable creer que las cosas eran como ellos (los mitos) decían que eran, aunque no negaba que las cosas que transcendían el entendimiento fuesen aproximadamente de esa índole.

Por supuesto, de los dos planos de significación del mito propuestos, yo me refiero a esta segunda modalidad, que es lo que de verdad ofreció sustento a mi libro «Sacrificio y drama»; dejando el otro plano, el de la «falsedad» oculta bajo la apariencia de verdad, el que se refiere a «lo que no existe» o «no puede existir en la realidad», para mejor momento y ocasión; pues entiendo que una vez desarrollado el plano esencial y realmente complejo del Mito de Cristo (que era el objeto de mi trabajo), los demás posibles planos de significación mítica del cristianismo primitivo podrán darse por añadidura y derivarse con facilidad.

Así, en el sentido que nos ocupa, y de manera muy diferente al mero texto narrativo, a la crónica de los hechos del pasado o a la literatura oral, didáctica o de entretenimiento, diremos que el mito es una composición de lenguaje y significados que, por medio de símbolos y a través de un relato de fácil comprensión y lectura, apunta a una racionalidad (a través de personajes heroicos, divinos o semidivinos) que interpreta y explica determinados aspectos de la realidad sociocultural de un grupo primitivo determinado. En mi obra SACRIFICIO Y DRAMA DEL REY SAGRADO, aquello que sustenta y da razón del eje conformado por las ideas fundamentales y arcaicas de «descenso del hijo de dios», «encarnación», «salvación» y «muerte-resurrección», reelaboradas y reinterpretadas, una vez más, en el contexto del judaísmo del siglo primero.

Descargar artículo en PDF

_________________________________________

© Eliseo Ferrer

The «Sacrifice of the Sacred King». Myth, ritual and meaning.

The Christian myth archaic origins, according to Eliseo Ferrer.

© Sacrificiodelreysagrado.com (Star Publishers).

The sacrificial and violent death of the Sacred King (the queen´s son or Neolithic goddess’s son) was the foremost part of an archaic ritual that, periodically pursued the propitiatory influence of Earth Goddess ‘s invisible forces and energies on cosmos renewal and the tribe’s impurities and sins expiation. It was one of the primitive cultures and world’s protohistory’s most characteristic «religious» events which marked the thereafter man’s relationships with the «sacred» realm.

Eliseo Ferrer

This ancient and complex ritual phenomenon was typified by James G. Frazer in «The Golden Bough: A study in Magic and Religion» (1890-1922), [1] as the «Sacrifice of the Sacred King»; which alluded to the dramatic fate of a young «monarch» who, first under the tutelage and rule of the crown queen, then as sovereign king, and finally as king’s surrogate, was meant to cover the earth with his blood and die after a year, after eight years, twelve years or the cyclical period prescribed in the ritual. The purpose was about injecting the energies and power of his youth both into a cosmos in decline and at risk of disappearing, as well as the very institution of royalty, so as to survive (the world and royal sovereignty) another new cycle and reissue, once again, the pre-established functions in the cosmogonic myth: death and resurrection of the cosmos and human institutions through the royal murder ritual that was repeated cyclically. Because the death of the king, according to the myth, also implied his resurrection (a «new creation» in the language of Mircea Eliade) [2] that was solidary and manifested itself in the different images of the phases of the moon, in the rebirth of plant nature and in the prosperity of the cultivated fields and the crops generated with the first rains that fall after winter and the arrival of spring.

All of which underwent important transformations over time, as the sacrifice was already being executed in historical times on what Frazer described as «temporary kings»: [3] figures who accessed the royalty privileges with the sole purpose of becoming a sacrifice and ritual death object. These were «periodic fixed-term regicides», [4] according to another of this author’s formulas, depending on the ritual period of celebration or how advanced the civilization was or factors such as the dependence on the solar cycle, Venus synodic cycles [5] or other mythical-temporary considerations.

Be that as it may, the truth is that the king, or his substitute (his first-born son, a volunteer or a convict chosen for the occasion), was sacrificed within a ritual of cosmic regeneration and/or expiation of illnesses, impurities and sins, to resurrect in spring. In such a way that the return to life (resurrection) of the Sacred King assassinated that year was represented in the rite and in the liturgy through the prior choice of an alternative victim, who had to be sacrificed at the end of the year or at the end of the following cycle.

Robert Graves’s evocative images.

Although emerged without a doubt at the Neolithic matriarchy time (and perhaps before), in my book «Sacrifice and drama of the Sacred King», I placed the Sacred King ritual’s magnificent moment shortly before the matriarchal tribes invasions by the shepherds and warriors hordes: «It was in the male’s revaluing role context as life generator through carnal union, along with the first agricultural manifestations and their annual sun cycles dependence, where the Sacred King’s figure and his magical-ritual sacrifice must be placed in a perfectly outlined and defined way. The Sacred King was a fertility agent identified with the sun, guarantor of material abundance and, ultimately, of cosmic annual survival and regeneration». [6] In such a way that «on earth as it is in heaven», his figure undoubtedly offered (before the sacrifice and after the resurrection) «a hieros gamos or sacred marriage between the King (the Mother Goddess’s son , first, and, later, Uranus’s son and incarnation) and the queen or priestess of the Goddess; a sacred union that was presented as the terrestrial transposition of the cosmic hieros gamos of Earth Goddess and the celestial god Uranus, who «now» irrigated the goddess with the fertilizing rain seminal flows». [7]

Robert Graves comments, in this sense that «the tribal queen annually chose a lover among her entourage of young men, a king who had to be sacrificed at the end of the year, making of him a fertility symbol rather than an erotic pleasure object. His blood, once dead, was spread over the field so the trees, crops and flocks would bear fruit. His flesh was torn (after some had also been scattered over the fields) and eaten raw by the queen’s fellow-nymphs, priestesses wearing animal masks». [8] The sacrifice constituted (as I fully explained in my book) an authentic fertility ritual that generally ended in a cannibalistic Eucharist, after having scattered a part of the sacrificed body so that the earth, irrigated with his blood and regenerated with his youthful vigor, produced bountiful crops and domesticated animals multiplied.

In a similar way, Osiris was quartered and his body fragments were scattered through the Valley of the Nile; similarly, Dionysus was also torn to pieces by the Titans, and with identical rites the bacchantes took communion. As consequence, and as a goddess son or lover’s resurrection sign, «plants sprouted and edible fruits germinated; Violets sprouted from Attis’s blood; from the blood of Adonis, the roses and the anemones, and from Osiris’s body the wheat, the maat plant and all kinds of medicinal and beneficial herbs for men». [9]

The Sacred King and the Christian myth.

As I have explained in detail in my work («Sacrifice and drama of the Sacred King»), which starts from Frazer’s initial theses about the Sacrifice of the Sacred King and addresses its implications in the  Christian myth (through a diachronic succession that encompasses vegetation cults, mystery cults, Indo-Iranian savior mythology, Gnostic myth, and Church myth of Christianity), «the neolithic and protohistoric sacrificial ritual periodically regenerated cosmic forces through new creation and made possible the resurrection of crops and the proliferation of  cattle. Alike the seed and the cereal plant, the Sacred King had to die in order to be resurrected: just like the seed of the grain died under the ground in winter to be resurrected in spring under the breath of water and sunlight. It was about two solidary phenomena that appeared inextricably involved and in permanent functional symbiosis; for if the cereal’s destiny inspired the cyclical destiny of the death and the Sacred King’s resurrection, his death in ritual sacrifice encouraged and made possible the cereal germination and that of the entire cosmos in general». [10]

So much so that we can ensure that, in those Neolithic and Bronze Age societies, there was neither plant nature rebirth nor resurrection or hope for the cosmos continuity (including the cyclical destiny, after death, of men and animals) without the Sacred King’s sacrificial death. It is the same if it came incarnated as the child-god (son-lover of the goddess), through the Sacred King (husband-son of the queen or the priestess or son of Uranus), through the sovereign first-born son or through the «seasonal kings» (the monarch’s surrogates destined for the annual sacrifice). Of course, it was neither a rite for nature worship, nor a mere contribution to the power of the earth, but a sacrificial rite of creative magic (the fruit of analogical thinking) that could be considered as a propitiatory sign with which to activate and regenerate, by means of the victim’s blood, the exhausted cosmic forces and energies that came from the unmanifested universe of the earth (initially, from the Mother Goddess).

____________________________________

•    [1] James G. Frazer. «The golden bough. Magic and religion». Madrid-Ciudad de México, 2014.

•    [2] Mircea Eliade. «Tratado de historia de las religiones. Morfología y dialéctica de lo sagrado». Barcelona, 1990. p. 387.

•    [3] J. G. Frazer. Op. Cit. 196.

•    [4] Op. Cit. 190.

•    [5] The planet Venus needs eight years to return to the same place in the zodiac when it is at its maximum brightness.

•    [6] Eliseo Ferrer. «Sacrificio y drama del Rey Sagrado (Genealogía, antropología e historia del mito de Cristo)». Madrid, 2021. pp. 43-80.

•    [7] Op. Cit. 55.

•    [8] Robert Graves. «The greek myths». Barcelona, 2009. p. 23.

•    [9] M. Eliade. «Tratado…». 363.

•    [10] E. Ferrer. «Sacrificio…». 52.

____________________________________

© Sacrificiodelreysagrado.com (Star Publishers).

Eliseo Ferrer

Discurso a Diogneto. Un cristianismo sin fabulaciones ni leyendas.

Sobre el «Discurso a Diogneto» y la literatura cristiana primitiva. Mística y gnosticismo alejandrino.

Estimados amigos y colegas en general:

Os facilito acceso a un subcapítulo del libro que preparo y que aparecerá a finales de verano de 2024 bajo el título: MITOLOGIA DEL CRISTIANISMO PRIMITIVO, SEGÚN LOS TEXTOS.

Descargar texto completo.

Se trata de la parte dedicada al DISCURSO A DIOGNETO, dentro de la sección correspondiente a los mal llamados «PADRES APOSTOLICOS».

He abierto un debate sobre el mismo en Academia.edu y estáis todos invitados a participar. Os dejo link:

En este trabajo, se lleva a cabo un concienzudo estudio del «Discurso a Diogneto» o «Epistola a Diogneto» (como queramos llamar a este texto). Y en él, destaco como rasgos fundamentales:

—El carácter muy temprano de este texto, que intentó armonizar la Iglesia, a finales del siglo segundo, con el añadido final de dos capítulos.

—Su carácter incatalogable, dentro de las corrientes cristianas que generalmente se manejan hasta la mitad del siglo segundo.

—Un evidente protognosticismo, en el que el Padre y el Hijo Unigénito (el Logos) no dejan cabida a ninguna de las otras representaciones del cristianismo de la Iglesia: ni Jesús, ni Cristo, ni sacrificio redentor del Hijo… Es decir, un texto en el que no hubo muerte ni resurrección de Jesucristo.

—…Y en el que la salvación se lograba por el descubrimiento de la luz del hijo en los corazones, quien facilitaba el conocimiento de Padre (puro gnosticismo) y rescataba a los hombres del pecado por su descenso de los cielos y su entrega al mundo de los vivos.

Descargar texto completo.

______________________________

© Eliseo Ferrer