El «Libro de Daniel» y el nuevo proceso judío de remitologización. (Bases de la literatura sapiencial y de la literatura apocalíptica).
© Eliseo Ferrer (Desde una antropología materialista).
La tradición sapiencial y la tradición apocalíptica. Las influencias griegas, mesopotámicas y persas.
En la religión de Israel ese abismo inconmensurable experimentado entre el hombre y la divinidad se hizo patente tras el abandono de la historia por parte de su dios Yahvé; o dicho de modo directo: se hizo patente tras la penetración a todos los niveles de las ideologías del helenismo (griegas, mesopotámicas y persas); dominadas por el inequívoco referente del dios desconocido de los místicos (orfismo), del primer principio (Arjé) de los filósofos griegos (platonismo, aristotelismo, estoicismo, etc.) y del dios transcendente de la religión de Zoroastro. Un problema para cuya solución carecía de herramientas la teología sacerdotal judía, y que hubo de afrontarse incorporando elementos ajenos a su idiosincrasia cultural (como la noción de Sabiduría, las entidades preexistentes a la creación, las propuestas de salvación individual o las emanaciones de entidades mediadoras) y revistiendo determinados elementos de la tradición persa (reubicación del papel de los ángeles y de Satanás, así como las diferentes propuestas de salvación de la literatura apocalíptica), a través de un proceso de remitologización y transcendentalización de los textos antiguos. Nuevos textos en los que devolvió al primer plano y convirtió en mediadores, jueces o reveladores de carácter celeste a figuras veterotestamentarias como Henoc, Esdras o Baruc, sin olvidar a personajes como Josué-Jesús, Noé, Abraham, Moisés, Salomón, Melquisedec, Elías o Isaías.
La literatura sapiencial y la literatura apocalíptica judías aparecieron repletas de intermediarios preexistentes que, more platonico, nos transportaban en la lejanía del tiempo a la religión de Zoroastro y a sus ángeles y santos benefactores (Amesha Spenta), emanados de la mente divina de Ahura Mazda. Extrañas y benéficas criaturas que, a pesar de la inconmensurable distancia existente entre el mundo inmanente de aquí y el mundo transcendente del más allá, facilitaban la comunicación y permitían al hombre la salvación a través de la sabiduría y la contemplación de la divinidad. Lo que, en definitiva, colocaba sobre la superficie los rasgos de un platonismo popular e ideologizado que, invariablemente, y dentro del conjunto de todas las corrientes de este signo, resultaba operativo en una fundamental dirección: el ascenso del alma individual al ámbito de la transcendencia divina tras el abandono del mundo material, después de la muerte del cuerpo individual; o el abandono de la historia por parte del colectivo de los justos y bienaventurados, para reintegrarse en la unidad originaria de la divinidad (el Reino de Dios).
Y estas funciones se llevaban a efecto a través de los jueces, reveladores o mediadores divinos: intermediarios preexistentes, de carácter abstracto en el mundo griego (en un principio), que en las sectas judías adquirieron rostro y figura humana a través de una amplia galería de personajes bíblicos y de ciertos ejes culturales siempre recurrentes y operativos (memra, hokmā, mashiaj): la Sabiduría y Salomón en la obra homónima; Henoc, en el libro del mismo título; Abraham, en el Testamento de Orfeo, entre otros textos; Melquisedec, en los escritos de Qumrán; Noé, dentro de 1 Henoc; el Mesías-Cristo y la Sabiduría, dentro de las Epístolas paulinas; Moisés, como Logos de Filón de Alejandría; la Sabiduría y el Mesías-Cristo, de nuevo en el gnosticismo judeocristiano; Josué-Jesús, en los Oráculos Sibilinos; Jesucristo, como Logos en Clemente de Alejandría; etc., etc. Lo cual, lejos de toda originalidad, no representó sino un fenómeno de mimetismo con la experiencia producida en otros ámbitos culturales y religiosos de la antigüedad. No hay que olvidar que los egipcios habían personificado el Verbo creador y mágico de Amón Ra en Thot; los babilonios, el Verbo de Marduk, su dios supremo, en su hijo Nabu; en la antigua Persia, Spenta Armaiti, junto a Vohu Manah, era la personificación de la sabiduría de Ahura Mazda y uno de los santos benefactores (Amesha Spenta); los estoicos identificaron también el Logos con Mercurio, y los griegos de Alejandría hicieron lo mismo con Hermes Trismegisto.
Resulta realmente significativo que uno de los más antiguos textos de la mística judía fuese caracterizado como una obra de divulgación del orfismo. Nos referimos al pseudoepigráfico Testamento de Orfeo; una obra con una historia redaccional verdaderamente compleja y que normalmente se sitúa en el siglo tercero o segundo antes de nuestra era. Como hemos visto en páginas anteriores, se trataba de un texto de escaso valor documental, por haber sido redactado por judíos sobre plantillas de ciertos poemas órficos muy antiguos; pero poseía un gran valor histórico y cultural, pues suponía el antecedente claro del sincretismo que determinadas sectas judías manifestaron sin disimulo durante los dos siglos anteriores a la segunda destrucción del Templo, el año 70 de nuestra era. El texto no hacía ninguna mención a la Ley y participaba de una concepción filosófica basada en la pureza espiritual: el objetivo era comprender y conocer (gnosis primitiva o protognosticismo) la unicidad e invisibilidad de Dios; lo que, a todas luces, resultaba enormemente complicado. No obstante, según una de las fuentes del texto, existía una excepción respecto de la incapacidad humana para ver y conocer a Dios; y ésta no era otra que la manifestada por un hombre de la raza de los caldeos en funciones de revelador: una figura que la tradición identificaba con Abraham. En definitiva, y como ya hemos visto, se trataba de un producto literario del primer judaísmo helenístico en el que se ofrecía a las elites cultivadas unos misterios guiados por la esperanza de superación de la muerte, que terminaron cautivando, tiempo después, a los padres apologistas de la Iglesia.
Por lo demás, también hemos visto que, de manera explícita, la idea de la resurrección de los muertos no apareció en el judaísmo hasta el Libro de Daniel, a mediados del siglo segundo antes de nuestra era, y siempre asociada a la escatología del fin de los tiempos. Por supuesto, hubo antiguas alusiones en las Escrituras hebreas, pero formuladas siempre con carácter alegórico en torno a referencias que aludían a la regeneración de la naturaleza y aplicadas a la supervivencia del pueblo de Israel; o como aquélla de Isaías en la que explicitaba que los muertos se levantarían del polvo cuando la tierra diese a luz a sus fallecidos. Algo más antigua y sorprendente, sin embargo, resultaba la primera manifestación de la creencia por parte de los judíos en la existencia de un alma inmortal, separada del cuerpo y destinada a reencontrase con Dios tras la muerte del cuerpo y el juicio preceptivo. Se trataba, según la interpretación que hizo Paolo Sacchi, del testimonio que encontramos en el Libro de los Vigilantes (dentro de 1 Henoc), «compuesto en fechas anteriores al 200 antes de nuestra era, y con mayor probabilidad, durante la época persa»; lo que resultaba realmente sorprendente, teniendo en cuenta que los libros canónicos de las Escrituras hebreas jamás mencionaron la inmortalidad del alma y que, incluso, alguno de ellos la negaba expresamente.
Lo cierto es que, de manera paulatina, y por influencia helenística, se fue conformando dentro de ciertos sectores del judaísmo una conciencia creciente en la necesaria revalorización de la figura del justo, a través de una perspectiva soteriológica individual que coexistía con la idea de la supervivencia colectiva del pueblo de Israel. Si bien hubo que esperar hasta mediados del siglo primero antes de nuestra era para encontrar formulaciones mucho más explícitas y desarrolladas en la Sabiduría de Salomón y en el Libro de las Parábolas de Henoc. Digamos que la relación entre Sabiduría (Σοφία-Sophia) e inmortalidad se fue haciendo más explícita en la medida en que el judaísmo henóquico adquiría formas más evolucionadas y definidas. En esta línea, en el Libro de las Parábolas, del siglo primero de la era anterior, Henoc señalaba ya que el Señor de los Espíritus le había concedido sabiduría en paralelo con la participación en la vida eterna. Una relación que, por otra parte, explicaba por qué en los capítulos introductorios al Libro de los Vigilantes, anterior en dos siglos a esta parte de la obra, la Sabiduría constituía el premio de los elegidos en la era escatológica.
Toda esta literatura sapiencial helenizada fluyó en el judaísmo en paralelo al desarrollo minoritario de ciertas sectas apocalípticas que, inspiradas en la nostalgia de la tradición profética y fundadas en la interpretación que hicieron del Libro de Daniel, sobrepusieron una historia mítica al tradicional inmanentismo de la historia sagrada de Israel. Esta historia mitológica era la historia de la salvación, mostrada por Dios a los videntes a través de la revelación de un agente mediador. Y en ella se hablaba invariablemente de la salvación o la condenación, del final de la historia de Israel, de la resurrección de los muertos y del juicio final a cargo de una figura veterotestamentaria (un salvador), inequívoco signo de la llegada del reino del Espíritu o del reino de Dios.
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© Páginas 416 a 418 del libro «Sacrificio y drama del Rey Sagrado»