El mito como paradigma de «realidad» de los grupos humanos primitivos.
© Eliseo Ferrer. (Desde una antropología materialista).
Las filosofías racionalistas y la teología de la Iglesia ocultaron a lo largo de dos mil años el verdadero significado de los mitos y la mitología antigua, para reducir su significado a aquello que, presentado como verdad aparente en un discurso, resultaba ser falso en realidad. En este sentido, un mito vendría determinado por la narración a través de la cual se ofrecería realidad a algo o a alguien que carecería de ella. En este orden, el mito implicaba falsedad.
Pero los mitos y las mitologías de la prehistoria y el mundo antiguo fueron otra cosa muy diferente. Conformaron un fenómeno importantísimo como «paradigma cultural» (sin el cual hoy no podríamos comprender el origen de los distintos grupos humanos) de unos tiempos en los que la explicación del mundo, así como el significado y el sentido de los fenómenos circundantes, se construían a través de narraciones fabulosas acaecidas fuera de la temporalidad de los ciclos cósmicos: en un tiempo primordial en el que se ocultaba la verdadera «realidad»… Es decir, el mito, en las culturas antiguas, presuponía un principio de «racionalidad» y «realidad» que explicaba, entre otras cosas, los fenómenos percibidos en la naturaleza (el rayo, el trueno, la lluvia, el sol, el cambio de las estaciones) o ideas relativas a la creación de los dioses (teogonía), de los hombres (antropogonía) o del mundo en general (cosmogonía). Todo lo cual se llevaba a cabo a través de sencillas narraciones heroicas surgidas en el ámbito exclusivo del «principio antrópico» del lenguaje. Y ello, hay que subrayarlo, no a consecuencia directa (y no mediada) de la acción abstracta y sin referente del logos, la palabra o la mera verbalidad, sino surgidas esas narraciones del impulso discursivo y de la construcción de significados que fueron generados a través de la interrelación de los humanos con su entorno material de subsistencia y supervivencia: la caza, la recolección, la agricultura, el uso de herramientas, la guerra y las armas de combate, etc., etc.
Todo esto es algo que, desde mi punto de vista, no debemos perder de vista y tener muy en cuenta, si queremos preservarnos y sobrevivir a los enormes peligros de los dogmas de la religión científica y a las cada vez más potentes estructuras de dominación ideológica y tecnológica.
Los hombres de las culturas primitivas, que convivieron supeditados al medio y en igualdad de condiciones con los animales del entorno, experimentaron inicialmente, si no la superioridad sobre las distintas entidades circundantes (que quizá llegaría más tarde), sí la necesidad de explicar el mundo a través del sentido que, poco a poco, proporcionarían los mitos: complejos ideológicos ajenos por completo a las nociones de «sujeto» y «objeto» que acuñaría mucho tiempo después la modernidad europea. Un mundo en el que únicamente funcionaba el «yo» y el «tú», referida esta relación a todo tipo de entidades, animadas o inanimadas, que desbordaban el estatus corpóreo del hablante; y donde no había lugar para el «él», el «ello» o «lo otro» como algo diferente y alejado del observador: aquella distancia que permitiría la base constitutiva de lo que la tradición filosófica y la epistemología darían en denominar «el objeto» y «el sujeto», siempre en relación de interdependencia entre uno y otro. Hablamos de un mundo primitivo con un espacio vital compartido en igualdad de condiciones con otras especies animales y con otros elementos de la naturaleza circundante, que homologaba todos los elementos y hacía imposible toda clasificación y toda noción de rango y diferencia.
Más tarde, evidentemente, los hombres prehistóricos «experimentaron» una superioridad de estatus ontológico sobre el resto de los animales de la creación, que dio lugar dentro de este proceso (o como consecuencia de él) a narraciones basadas en confusos razonamientos sobre los orígenes, que venían expresados a través del lenguaje mítico: relatos que generalmente hablaban de la «nostalgia» de una unidad perdida y del fabuloso comienzo de los tiempos, que explicaban y ofrecían sentido al mundo de la experiencia cotidiana. De esta forma fue como, a lo largo de la prehistoria, la protohistoria y los primeros siglos del mundo antiguo, pudo hablarse de «fragmentación y muerte de la divinidad», de «resurrección», de «descenso del hijo de dios» a la tierra, de «encarnación humana de dios», de la «chispa de luz divina» dispersa por el mundo tras la fragmentación de la «unidad originaria», etc., etc., etc.
Y en todo ese proceso que separó la animalidad salvaje y prácticamente indiferenciada con las bestias de los primeros homínidos, y las hordas del Homo sapiens, primero, y las culturas de la protohistoria, después, resultó fundamental el nacimiento, el desarrollo y el papel operatorio del mito: la guía de referencia, el código de conducta, el sistema de enseñanza, el manual de aprendizaje, el «catecismo» y el mapa del mundo del hombre primitivo; algo que, en buena medida, ha sobrevivido hasta nuestros días con nuevas formas y nuevas narrativas acomodadas a los tiempos modernos y a las diferentes circunstancias. Decía Mircea Eliade que el mito era una realidad cultural extremadamente compleja, que podía abordarse e interpretarse en perspectivas múltiples y complementarias. Y partía de una formalización de carácter muy general que puede servirnos por su carácter introductorio: «Personalmente, la definición que me parece menos imperfecta, por ser la más amplia —señalaba—, es aquélla que cuenta que el mito es una historia sagrada, y relata un acontecimiento que tuvo lugar en el tiempo primordial, el tiempo fabuloso de los comienzos. O, dicho de otro modo: el mito cuenta cómo, gracias a las hazañas de seres sobrenaturales, una realidad vino a la existencia, sea ésta la realidad total, cósmica, o solamente fragmentaria: una isla, una especie vegetal, un comportamiento humano, una institución. Se trata, pues, siempre del relato de una creación».
Precisemos, sin embargo, que el Diccionario de la Real Academia de Lengua Española ofrece varias acepciones diferentes de la palabra «mito». Por una parte, y en línea con la definición general que acabamos de proponer de Eliade, la Academia lo define como: «Una narración maravillosa situada fuera del tiempo histórico y protagonizada por personajes de carácter divino o heroico». Ciertamente, una definición muy poco satisfactoria desde el punto de vista de nuestro interés, que la RAE complementa con otras tres acepciones algo confusas y no del todo bien explicadas; dentro de las cuales vamos a rescatar tan solo aquélla que se refiere a una «historia ficticia», o a «un personaje o cosa a la que se le atribuyen cualidades o excelencias que no tiene». Porque, por lo general, y desde el mundo griego hasta nuestros días, el racionalismo y la teología han interpretado generalmente el mito en la línea de esta última acepción peyorativa de la Academia de la Lengua. Digamos que, por indudable influencia de la filosofía griega y más tarde de la Iglesia, se ha visto siempre al mito y a la mitología como algo que implicaba «falsedad», a pesar de su apariencia verdadera. Aquello que, en contra de lo que enunciaba, no existía o no podía existir en realidad, simulando verdad ontológica dentro de un determinado contexto narrativo en el que operaba tan solo la mera ficción discursiva o la leyenda fabulosa.
Jenófanes (565-470), antes de Platón y Aristóteles, fue el primero en criticar y rechazar las mitologías de Homero y Hesíodo; de tal manera que «los griegos fueron vaciando progresivamente al mythos de todo valor religioso o metafísico. Opuesto tanto al logos como más tarde a la historia, mythos terminó por significar todo “lo que no puede existir en la realidad”».
Si bien, como puede comprobarse a lo largo de mi obra SACRIFICIO Y DRAMA DEL REY SAGRADO, a partir del siglo diecinueve y de las primeras décadas del veinte, llegó a interpretarse el mito con otros significados y de manera muy diferente: casi en sentido inverso a la acepción peyorativa que le habían adjudicado la tradición del racionalismo y la teología. Digamos que se descubrió en el mito algo así como un discurso constitutivo y fundador de determinadas instituciones primitivas: una narración aparentemente fabulosa, si la tomábamos en su sentido literal, pero (en sentido contrario al modelo anterior) con enseñanzas y significados ocultos que pretendían un «discurso verdadero» bajo su aparente sencillez expositiva. No en vano, ya el Sócrates platónico había declarado que sería irrazonable creer que las cosas eran como ellos (los mitos) decían que eran, aunque no negaba que las cosas que transcendían el entendimiento fuesen aproximadamente de esa índole.
Por supuesto, de los dos planos de significación del mito propuestos, yo me refiero a esta segunda modalidad, que es lo que de verdad ofreció sustento a mi libro «Sacrificio y drama»; dejando el otro plano, el de la «falsedad» oculta bajo la apariencia de verdad, el que se refiere a «lo que no existe» o «no puede existir en la realidad», para mejor momento y ocasión; pues entiendo que una vez desarrollado el plano esencial y realmente complejo del Mito de Cristo (que era el objeto de mi trabajo), los demás posibles planos de significación mítica del cristianismo primitivo podrán darse por añadidura y derivarse con facilidad.
Así, en el sentido que nos ocupa, y de manera muy diferente al mero texto narrativo, a la crónica de los hechos del pasado o a la literatura oral, didáctica o de entretenimiento, diremos que el mito es una composición de lenguaje y significados que, por medio de símbolos y a través de un relato de fácil comprensión y lectura, apunta a una racionalidad (a través de personajes heroicos, divinos o semidivinos) que interpreta y explica determinados aspectos de la realidad sociocultural de un grupo primitivo determinado. En mi obra SACRIFICIO Y DRAMA DEL REY SAGRADO, aquello que sustenta y da razón del eje conformado por las ideas fundamentales y arcaicas de «descenso del hijo de dios», «encarnación», «salvación» y «muerte-resurrección», reelaboradas y reinterpretadas, una vez más, en el contexto del judaísmo del siglo primero.
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© Eliseo Ferrer