El prototipo bíblico del árbol se encontraba en el Edén (el Dilmun mesopotámico y el jardín o paraíso persa: «pairi-daeza» o «paerdís»), asociado también al agua y a la tierra.
© Eliseo Ferrer (Desde una antropología materialista).
Por supuesto, la cultura del antiguo Israel tampoco escapó a los insoslayables orígenes neolíticos protagonizados por la diosa de la vegetación y por el árbol en el entorno de las primeras culturas agrícolas. El prototipo bíblico del árbol se encontraba en el Edén (el Dilmun mesopotámico y el jardín o paraíso persa: «pairi-daeza» o «paerdís»), asociado también al agua, al igual que ocurría en todo el entorno medio-oriental: «Jehovah Dios hizo brotar de la tierra toda clase de árboles atractivos a la vista y buenos para comer; también en medio del jardín, el árbol de la vida y el árbol del conocimiento del bien y del mal. Un río salía de Edén para regar el jardín, y de allí se dividía en cuatro brazos». Es decir, en medio del paraíso la divinidad había colocado el árbol de la inmortalidad y el árbol de la sabiduría, y Dios prohibió a Adán que comiera los frutos de este último, «porque el día en que comas de él, ciertamente morirás».
La conclusión del relato es de todos conocida: Eva, tentada por la serpiente dio de comer a Adán el fruto del árbol del conocimiento y ambos fueron expulsados de aquel mundo idílico. No nos interesa profundizar aquí en el sentido y la coherencia de una prohibición que ha llevado durante siglos a exégetas y a eruditos a preguntarse si el hombre se hacía semejante a Dios solamente por comer del árbol del bien y del mal, o porque, al adquirir la sabiduría que proporcionaban sus frutos, podía descubrir el árbol de la vida, y lograr, de esta forma, la inmortalidad, como insinúa el propio texto. Mucho más interesante para nuestro propósito es indagar el significado oculto de un mito cuyo contenido nos sugiere, a primera vista, el itinerario contrario al trazado por el mito de Gilgamesh, pero que presentó finalmente una misma conclusión: la de la presencia de la muerte como el inevitable punto final de la existencia humana, a la que hay que buscarle remedios y paliativos de cara a la perdurabilidad. Si el semidiós mesopotámico y rey de la ciudad de Uruk buscaba infructuosamente la inmortalidad en el tercer mileno antes de nuestra era, Adán y Eva eran arrojados al mundo desde la unidad edénica del paraíso; aunque lo que en ambos mitos subyacía era la conciencia más o menos desarrollada de la presencia de la muerte como punto de referencia ineludible y desenlace de la existencia.
Se ha supuesto tradicionalmente que tanto el árbol de la vida como el árbol del conocimiento, que, según el mito, crecían en el centro del Edén bordeados por los cuatro ríos que formaban una cruz, señalaban el punto de inflexión que determinaba el abandono de la perfección originaria y el posible o imposible retorno a ella. Sin duda alguna, el árbol de la vida representaba la unidad primordial con la divinidad, mientras el árbol del conocimiento del bien y del mal ponía de relieve el desdoblamiento de la unidad primigenia en una naturaleza dualista; ya que quien comía de sus frutos conocía el bien y el mal y, en general, cabe suponer que todos los opuestos que transmitía la primitiva e incipiente estructura binaria de la conciencia. Hemos de anticipar, en este sentido, que no hubo ninguna exclusividad en la mitología del antiguo Israel, como tampoco la hubo en su historia: en varias tradiciones orientales encontró cabida el mito que relacionaba el árbol del conocimiento y «la caída» del hombre primordial, quien perdía su inocencia originaria y entraba a formar parte del mundo dualista y múltiple de los fenómenos; de la misma forma que el fruto del árbol de la vida confería la inmortalidad y podía permitir el retorno del hombre al paraíso perdido y a la unidad de origen. Este punto de inflexión que transmitía el mito del árbol del conocimiento, como ciencia y sabiduría, que permitía descubrir el tránsito entre la unidad, por una parte, y la dualidad y la multiplicidad, por otra, aparecía de forma indudablemente clara en el zoroastrismo, en el platonismo, en cierto judaísmo helenístico y en el gnosticismo cristiano; doctrinas todas ellas donde la salvación y la inmortalidad se lograban por medio del conocimiento y la sabiduría.
Tal y como puso de relieve toda la tradición hermenéutica (alegórica) de las Escrituras iniciada por Filón de Alejandría, la inocencia y la unidad primordial con la naturaleza se perdieron cuando el hombre comió el fruto prohibido del árbol del conocimiento. Justo en ese momento, el cielo y la tierra se separaron, el hombre fue expulsado del paraíso y se hizo imposible la comunicación entre los dioses, los animales y los hombres. Por eso decía Hesíodo, como hemos visto anteriormente, que los sacrificios comenzaron cuando se separaron los dioses y los hombres; es decir, cuando, en el lenguaje del judaísmo y el cristianismo, se produjo «la caída del hombre»; o si se prefiere: cuando la acción cultural desgarró a los humanos de la unidad originaria que les mantenía indiferenciados de las otras especies animales y de la naturaleza en general. Un mito el de «la caída» que representó «la fragmentación del espíritu [de lo Uno], el ir de la unidad primordial a la dualidad y a la multiplicidad del mundo de los fenómenos; el alejarse del centro de paz y perfección hacia la circunferencia giratoria del cambio, la dispersión, la multiplicidad y la entrada en el tiempo».
De acuerdo con la interpretación del platonismo, de cierto judaísmo helenizado y del gnosticismo, la caída de Adán y Eva y su expulsión del paraíso no fue otra cosa que la alegoría de «la caída del alma o del espíritu en la materia». Los dos árboles del Génesis (el de la vida y el del conocimiento, el de la unidad y el de la dualidad), que facilitaron el despertar de la conciencia de Adán y Eva tuvieron, en este contexto, un significado similar al que se dejaba intuir en el árbol de Osiris en el antiguo Egipto: el árbol que lo recogió del mar y lo cobijó hasta llegar a la ciudad de Biblos. Significado similar al representado por el árbol de Adonis; por el pino en el que era empalado Atis todos los años en su semana de pasión, o por el árbol sagrado en que Odín había sido colgado para salvar a los hombres. No hay que olvidar que «el dios mortal era crucificado en un árbol, representado por una cruz o un árbol en crecimiento. Y que la cruz tau (en forma de T) era llamada árbol de la vida o árbol del paraíso». Imágenes todas ellas contenidas en la carta del tarot según la cual se representa el sacrificio en un árbol, y en la que el colgado simboliza al espíritu prisionero en la materia. Exactamente el mismo significado, en definitiva, que el árbol de la cruz de Cristo, quien, según el desarrollo de la teología cristiana, vino desde el cielo a ofrecer un carácter complementario y concluyente a la caída de Adán, pues si el primer árbol había traído el pecado y la muerte, el árbol de la cruz debía traer la salvación al mundo por medio de la muerte del hijo divino.
De hecho, la iconografía confirma estos presupuestos a través de las cruces arborescentes desarrolladas a lo largo de los siglos por la tradición del cristianismo en toda la Europa occidental y en la América española. En Inglaterra, por ejemplo, fue muy conocida la cruz del salterio de Evesham, de 1250, donde Jesucristo aparecía crucificado no en dos maderos cruzados, sino en dos ramas en forma de cruz que imitaban al árbol. A su lado aparecían la Virgen y San Juan, y sobre la imagen había dos ángeles que sostenían dos discos con las caras del sol y de la luna. En Alemania encontramos los «crucifijos dolorosos» de Coestfeld y Bocholt, también conocidos como Gabelkreuz, cuya particularidad consiste en que carecen de travesaño horizontal, habiendo sido sustituido éste por dos palos oblicuos en forma de “Y” griega. Al parecer, este tipo de representaciones fueron propios de la escultura gótica alemana de finales del siglo trece, y algunas de las más antiguas se encuentran en Colonia y en Coestfeld, Renania del Norte-Westfalia. Desde siempre se ha atribuido la forma singular de estos crucifijos (en “Y” griega) a la voluntad de reproducir el aspecto del tronco y las ramas de un árbol, para identificar la cruz con el árbol de la redención y el árbol por medio del cual se cometió el primer pecado del mundo. En Italia encontramos varias piezas de este mismo modelo, como el de la basílica de Santa María Novella, en Florencia. Y otro «crucifijo doloroso» con esta misma forma de árbol lo encontramos en las estribaciones de los Pirineos españoles, en Puente la Reina (Navarra): una supuesta donación de algún peregrino alemán del siglo catorce por encontrarse localizada su ubicación en la confluencia de la ruta jacobea navarra y la aragonesa.
Esta tradición cristiana de representar cruces que imitan la forma de los árboles, o que son explícitamente árboles, no puede entenderse si no partimos de la base de que el crucifijo (de signo patético y sufriente) no apreció en las abadías y las iglesias de la Europa occidental hasta bien entrado el siglo once, cuando muchas de las comunidades orientales se hallaban ya bajo el yugo del Islam; y que una antigua tradición, si no esotérica, sí hasta cierto punto discreta y poco difundida, habría convertido desde el siglo quinto el árbol de Jesé, del que hablaba Isaías, en una pieza clave de la doctrina de la Iglesia por ser el árbol del que «brotaba» Cristo. «Un retoño nacerá del tronco de Isaí [Jesé], y un vástago de sus raíces dará fruto. Sobre él reposará el espíritu de Jehovah: espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de conocimiento y de temor». Por su parte, el Apocalipsis se reafirmaba en esta misma idea cuando señalaba: «Y uno de los ancianos me dijo: No llores. He aquí el león de la tribu de Judá, la raíz [del árbol] de David, que ha vencido para abrir el libro y sus siete sellos».
Jesé, según la Biblia, había sido el padre de David, de cuya estirpe debía nacer el mesías de Israel, y su nombre no era otra cosa que la traducción griega de los nombres Ishai o Isaí, utilizados por Isaías. «La importancia teológica del tema del árbol de Jesé […], llevó a su representación prácticamente en todo tipo de soportes y técnicas artísticas. Las primeras representaciones del tema y en las que aparecía una mayor diversidad fueron las miniaturas de manuscritos como evangeliarios, biblias, leccionarios, salterios o antifonarios. Posiblemente, de la miniatura el tema saltó a los muros, para cobrar pronto su versión monumental en la pintura mural románica, llegando incluso a techumbres de madera como la de San Miguel de Hildesheim y a la vidriera gótica de la que es pieza clave la famosa representación de Saint-Denis, que dio origen a numerosas versiones como la de la catedral de Chartres».
Por lo que podemos asegurar que la representación de la cruz de Cristo como el árbol de Jesé fue muy anterior al crucifijo medieval de carácter patético y sufriente que presentaba la cabeza ladeada hacía el costado derecho. En una etapa tan temprana como el siglo sexto encontramos ya figuraciones en las que el árbol de la vida brotaba indiferenciado de los brazos de una cruz. «El ejemplo más antiguo en que la cruz vegetal aparecía en la escena de la crucifixión fue en un marfil de Metz, Reims o Corbie, hacia el año 870. En el siglo once esta representación se encontraba en toda la Europa cristiana, aunque era sobre todo frecuente en Alemania. En España se cita como ejemplo del siglo once una miniatura de 1066 en el “Liber Paralipomenon” de la catedral de Vich. Del siglo doce pueden citarse como ejemplos: el descendimiento del claustro de Silos y el de un capitel de Aguilar de Campoo. Y ya en el trece: la crucifixión en piedra de la catedral de Gerona y una miniatura de un misal de la Biblioteca Nacional de Madrid».
Hemos de tener en cuenta que desde la alta Edad Media la teología y la liturgia cristianas asimilaron la cruz no sólo a la propia tradición del árbol de Jesé, sino también al árbol cósmico y al misterio de los bosques sagrados de la tradición popular europea, que sobrevivía aún en el norte de Europa. No otra fue la razón de que las primeras manifestaciones de las literaturas nacionales europeas, lo mismo que los emblemas de ciudades y grandes familias apareciesen poblados de representaciones del árbol cósmico o árbol de la vida. España no sólo no fue una excepción, sino que, en la cuna de su lengua, se convirtió al árbol en figura destacada de la primigenia literatura castellana, al tiempo que lo situaba en innumerables blasones de apellidos, villas y ciudades. Nos referimos al árbol de la primera visión de Santa Oria, donde aparecía como inequívoco símbolo de centralidad por el que se ascendía hasta el cielo. Esta visión ocupaba una parte importante del Poema de Santa Oria, escrito por Gonzalo de Berceo en la segunda mitad del siglo trece; aunque, según los eruditos, la fuente del poema habría sido un relato en prosa latina del siglo once, hoy perdido, escrito por el confesor de la santa, el hagiógrafo Munio, del Monasterio de San Millán de la Cogolla; es decir, un monje culto, al que se calificó de scriba politor. Pero lo que nos interesa destacar no es la erudición requerida en la presentación de estos datos, sino la visión onírica de la santa y los elementos simbólicos por los que se produjo su ascenso místico al cielo: la columna, las escaleras y el árbol con abundante y verde follaje, situados en la centralidad del entorno de un prado frondoso que representaba el paraíso. Digamos tan solo que la subida al árbol se llevaba a cabo a través de una columna, que aparecía provista de una escalera, y desde el árbol (la cruz), situado en el centro del paraíso, es desde donde ascendían al cielo el alma de Oria y las almas de las mártires que la acompañaban.
En España, además, la imaginería del barroco dejó una considerable impronta tanto en la península como en las provincias americanas. Los dos casos más conocidos de imágenes de cristos arborescentes de esta época respondieron, sin duda, a leyendas que fueron plasmadas en pinturas e ilustraciones, y donde lo que importaba, más allá del origen legendario y fantástico de estos relatos, era el contenido de los documentos y el significado al que nos conducen: el de Cristo naciendo del interior de un árbol o formando parte de él. Una de estas imágenes fue la del Cristo de Limache, cuya leyenda, originada en Chile, aparece ampliamente documentada en la obra del jesuita Ovalle, ilustrada posteriormente en París sobre los bocetos del jesuita y cuyo grabado se encuentra en el Museo Británico; la otra fue la del Cristo de la Encina, que, según relata la tradición, apareció en el campo de Alcántara y que a lo largo del siglo dieciocho sirvió de inspiración a un buen número de crucifijos arborescentes en iglesias americanas y extremeñas.
De esta forma, si hacemos caso al jesuita Alonso de Ovalle, la imagen de «cristo» habría aparecido fundida al tronco de un árbol, en forma de cruz, en una de las misiones chilenas alrededor del año 1636. Se trataría de la Cruz de Limache, hallada, al parecer, en la región de Valparaíso, en Chile, e ilustrada por el mismo jesuita en su relación de Indias. Según relataba este misionero, un indio habría encontrado la imagen de Cristo brotando del tronco de un árbol cuando se disponía a cortar madera en el bosque para utilizarla en edificaciones próximas. Efectivamente, tras el sorprendente «hallazgo» y una vez informadas las autoridades de la Iglesia, la imagen fue transportada a una hacienda de las inmediaciones, donde terminó siendo venerada por las gentes, financiada la edificación de una iglesia en el lugar por «una señora muy noble y devota de la Santa Cruz» y reconocida la imagen por el propio obispo de Santiago. Que fuese una recreación escultórica de aquel tiempo situada a propósito en el bosque o que, verdaderamente, fuese hallada al azar entre los árboles por un campesino indígena es algo que no debe preocuparnos demasiado. Lo que nos importa es la imagen que Ovalle reproducía, los grabados realizados posteriormente y el valor que le otorgaba el autor en su Histórica relación del Reyno de Chile y de las missiones y ministerios que exercita la Compañía de Jesus: un prodigioso árbol en forma de cruz, en definitiva, con la imagen fundida en el tronco del crucificado.
Según Pizarro Gómez, el paso del Cristo de Limache al Cristo de la Encina se habría producido en el siglo dieciocho en el continente americano, en forma de leyenda milagrosa relacionada con la conversión de los indígenas, a partir de la cual se habrían desarrollado diferentes versiones iconográficas, tanto en América como en Extremadura. Así fue como el motivo escultórico y religioso del Cristo arborescente de cuño barroco «arraigó en el arte extremeño como una de las expresiones más peculiares de la iconografía americanista; localizándose la mayoría de las manifestaciones en tierras alcantarinas». Pues al igual que ocurre con el Cristo del Museo Monseñor Sinforiano Bogarín, de Asunción (Paraguay), en al menos media docena de iglesias extremeñas se exhiben los inconfundibles rasgos icónicos del Cristo (arborescente) de la Encina: el árbol en forma de cruz con el crucificado, varios pájaros sobre sus ramas, un indio tupí en su base y un asno acompañante. Se trata de los inconfundibles ejemplos proporcionados por la imagen del santuario de Nuestra Señora del Encinar de la localidad cacereña de Ceclavín; el Cristo de la Encina de la iglesia parroquial de San Vicente Mártir, en San Vicente de Alcántara (Badajoz); el Cristo de la Encina de la iglesia de Nuestra Señora de Rocamador, en Valencia de Alcántara (Cáceres), o el lienzo de la ermita de Nuestra Señora de la Hermosa, de Fuente de Cantos, en la provincia de Badajoz. Sin olvidar la pintura que se encuentra en la iglesia de San Mateo de Cáceres: un óleo realizado alrededor de 1753 que representa la conversión de un indígena mexicano bajo un crucifijo en forma de árbol, en cuyas ramas se posaban los pájaros y bajo cuya madera colgaba el crucificado.
En cierta medida, podemos decir que el Cristo de la Encina, surgido de la tradición española en América (y que revirtió su influencia en Extremadura), sirvió de nexo de unión a dos modelos culturales que se fusionaron a través de un mestizaje icónico e ideológico que amalgamó la tradición del «árbol sagrado» de la civilización indigenista y el «árbol de la vida» (la cruz) de la civilización cristiana europea. Pues no hay que olvidar que los indios americanos colonizados por los misioneros españoles terminaron aplicando a la cruz cristiana su propio simbolismo del árbol cósmico y de las cruces autóctonas de las culturas precolombinas. El ejemplo más antiguo de esta fusión lo encontramos, ya en el siglo dieciséis, en las pinturas del convento de los Santos Reyes de Metztitlán, en Hidalgo (México), donde, por una parte, fue representado Cristo como el árbol de la vida, y, por otra, un fraile agustino fue recreado en actitud de postración ante un nopal en forma de cruz.
Según M. Alberto Morales Damián, las fuentes coloniales tempranas testimoniaron que para los mayas la llegada de la cruz había sido profetizada de antemano. «En el Chilam Balam de Chumayel se lee que “en señal del único dios de lo alto llegará el árbol sagrado (Uaom Ché, madero enhiesto), manifestándose a todos, para que sea iluminado el mundo.” La cruz fue reconocida como un árbol erecto, equivalente al árbol cósmico de los mayas prehispánicos. Sobre tal árbol podrá, dicen, distinguirse el mut, el ave profética: “vendrán y ya veréis el faisán que sobresale por encima del árbol de vida (Uaom che, madero enhiesto).” Sin embargo, quedó claro para ellos que este árbol [nuevo] sustituía al suyo, pues el profeta del Chumayel concluía diciendo: “Cuando levanten su señal en alto, cuando la levanten en el árbol de vida, todo cambiará de un golpe. Y aparecerá el sucesor del primer árbol de la tierra, y será manifiesto el cambio para todos”». Sobra decir que textos como éste coadyuvaron en gran medida a la concordia entre los indios americanos y los frailes españoles, pues nadie pudo dudar de que la profecía había sido cumplida.
No obstante, y en otro orden espacio-temporal, una de las más modernas manifestaciones de la cruz arborescente es la que encontramos en la iglesia catedral ortodoxa de la Resurrección de Cristo, en Podgorica, Montenegro, restaurada tras la década de los noventa del siglo pasado, cuando finalizaron las guerras de la antigua Yugoslavia. Se trata de una composición escultórica en la que el artista huyó del esquematismo que encontramos en algunas de las cruces del gótico, para presentar a Cristo crucificado en un árbol de carácter enteramente realista, que se encuentra fuera del recinto en una zona ajardinada, y que, en consecuencia, puede visitarse en todo momento.
Digamos, en resumen, que en las mitologías del judaísmo místico y del protognosticismo cristiano el árbol del conocimiento había provocado la caída, pero la cruz del árbol de la vida generaba la restitución, la resurrección y la salvación. En ellas, los diferentes planos representados por uno y otra, el árbol y la cruz, se confundían y se superponían mutuamente, intercambiando roles y funciones salvíficas. Dentro del misticismo de estas corrientes, había que alcanzar el contacto directo con el árbol sagrado (es decir, con la cruz), quien como axis mundi permitía la ascensión al ámbito espiritual de las regiones celestes del espíritu. De la misma forma, «en las leyendas orientales, la cruz era el puente o la escalera por la que las almas de los hombres subían hacia Dios; situada en el “centro del mundo”, era la encrucijada entre el cielo, la tierra y el infierno». De tal manera que el árbol había sido en las culturas neolíticas la línea de inflexión y la frontera que separaba el cosmos manifestado del cosmos no manifestado o invisible, lo que unía la tierra con el cielo. Unas ideas que, con diferencias formales, se mantenían en los primeros años de nuestra era, en los que la cruz del árbol de ciertas sectas del misticismo judío (hóros) seguía siendo un vehículo de comunicación, conocimiento y, a la vez, demarcación y frontera que separaba la dualidad del espíritu y la materia.
Por eso, desde el punto de vista del gnosticismo cristiano, el árbol y la cruz fueron una misma alegoría del «límite» que separaba la dualidad irreconciliable, pero que permitía el ascenso del espíritu, liberado del cuerpo, hasta su origen divino. De hecho, para esta corriente del cristianismo primitivo, la cruz era la puerta o frontera que comunicaba y separaba el ámbito del espíritu transcendente y el mundo corruptible de la materia.
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© Fragmento del libro «Sacrificio y drama del Rey Sagrado». Páginas 74-80.