La cruz, el signo de la sangre del cordero y la serpiente mosaica.

Eliseo Ferrer

© Eliseo Ferrer (Desde una antropología materialista).

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LA CRUZ, EL SIGNO DE LA SANGRE DEL CORDERO Y LA SERPIENTE MOSAICA.

Dentro del panorama que acabamos de ofrecer no podemos omitir la simbología y las referencias a la cruz que aparecieron en los antiguos textos del judaísmo, muy influido (por no decir determinado), por los cultos cananeos y las culturas babilónica y persa. Influencias de las que intentó desvincularse a toda costa la literatura profética, pues de la misma forma que Hermes y Hefesto no tuvieron compasión de Prometeo, tampoco los profetas del Antiguo Testamento manifestaron misericordia alguna con los dioses salvadores Tammuz y Adonis: «¡Reuníos y venid! —clamaba Isaías— ¡Acercaos, todos los supervivientes de entre las naciones! No tienen conocimiento los que cargan un ídolo de madera y ruegan a un dios que no puede salvar». Aunque a veces, como en Deuteronomio, se dejaba traslucir una cierta compasión y benevolencia hacia los condenados en general: «Si un hombre hubiere cometido pecado que merece la muerte, por lo cual se le ha ajusticiado, y le has colgado de un árbol, no quedará su cuerpo en el árbol durante la noche. Sin falta le darás sepultura el mismo día, porque el colgado es una maldición de Dios». No obstante, el conocimiento de los cultos mistéricos antiguos no pasó inadvertido a los contextos cananeo, babilónico y persa, de los que el judaísmo obtuvo su inspiración fundamental. Ezequiel ofreció una descripción de las mujeres de Jerusalén sentadas en la puerta septentrional de la ciudad llorando al dios Tammuz: «Luego me llevó a la entrada de la puerta de la casa de Yahvé que da al norte, y he aquí que estaban sentadas allí unas mujeres, llorando a Tammuz. Y me dijo: “¿Has visto, oh hijo de hombre? Todavía volverás a ver abominaciones aún mayores que éstas.”». Zacarías, por su parte, hablaba misteriosamente sobre el asesinato de un dios al que lloraban los habitantes de Jerusalén, «como el duelo de Hadad-rimón en el valle de Meguido»; es decir, como el duelo de Adonis: «Y derramaré sobre la casa de David y sobre los habitantes de Jerusalén un espíritu de gracia y de súplica. Mirarán al que traspasaron y harán duelo por él con duelo como por hijo único, afligiéndose por él como quien se aflige por un primogénito. En aquel día habrá gran duelo en Jerusalén, como el duelo de Hadad-rimón, en el valle de Meguido».

Estaba claro, por lo que vemos, el rechazo tajante o la aversión de las Escrituras hebreas a la interpretación material de la ejecución en el árbol o madero, vista desde la perspectiva del mero ajusticiamiento criminal. Pero también era obvia la ambivalencia que, en los textos proféticos, presentaba, por una parte, el rechazo a los cultos mistéricos de Tammuz (Ezequiel) y, por otra, el elogio del ajusticiamiento y la muerte del Rey Sagrado, tal y como vemos en el fragmento citado del «duelo de Hadad-rimón» de Zacarías. Ambigüedad que no debe sorprendernos lo más mínimo, teniendo en cuenta que los Salmos ofrecieron la guía literaria prácticamente completa de la pasión y muerte del Galileo en el árbol sagrado de la cruz.

Como hemos visto en páginas anteriores, el rito del sacrificio humano en primavera, que tenía por finalidad la expiación de los pecados y la salvación del pueblo o de la nación, fue una práctica extendida en toda la antigüedad, y adquirió también un uso generalizado entre los pueblos semitas occidentales. El valor que la divinidad debía dar a dicho sacrificio estaba en función del valor de la vida sacrificada y del rango que la víctima ocupaba entre los hombres. Tardíamente, se escogería a los primogénitos del común para esta finalidad, pero, de acuerdo con los libros de Josué y Samuel, los reyes o sus hijos habían sido las víctimas propiciatorias ofrecidas en sacrificio, en las que se inspiraron las prácticas posteriores. «El hecho de que entre los israelitas esta ofrenda estuviese relacionada con la fiesta de la pascua se hallaba confirmada por el dato de que los siete hijos de la casa de Saúl que David hizo morir haciéndoles colgar del madero (de la cruz), murieron “en la época de la recolección de la cebada”; es decir, durante la fiesta de la pascua “delante del Eterno”. En este contexto, y con esta finalidad, no podía darse sacrificio más eficaz, desde un punto de vista regenerador y propiciatorio, que el de un rey ofreciendo a su primogénito».

Por la misma razón, los israelitas abandonaron el sitio de Moab cuando constataron que el rey de esta ciudad sacrificaba a su primogénito. Jefté ofreció a su propia hija, y los reyes Acaz y Manasés a sus hijos. Si bien, fue el signo de la cruz (según la interpretación cristiana) trazado con la sangre del cordero en las puertas de los israelitas de Egipto lo que liberó de la muerte a los primogénitos de Israel y convirtió el nuevo sacrificio en el nuevo motivo ritual de la nueva pascua: la razón que expiaba el mal a partir del inicio del Éxodo y que establecía un cambio de paradigma en la ideología de la nación israelita. Un cambio radical que abandonaba la circularidad del tiempo mítico por la linealidad de la historia; pues «entonces dirás al faraón» [exhortaba Yahvé a Moisés]: «Así ha dicho Jehovah: “Israel es mi hijo, mi primogénito. Yo te digo que dejes ir a mi hijo para que me sirva. Si rehúsas dejarlo ir, he aquí que yo mataré a tu hijo, a tu primogénito”».

La cruz, trazada en las puertas de las viviendas de los israelitas de Egipto con la sangre del cordero, se convirtió en el signo de la salvación de los primogénitos de Israel de la muerte en sacrificio a cargo del Ángel Exterminador. «El cordero será sin defecto, macho de un año; tomaréis un cordero o un cabrito. Lo habréis de guardar hasta el día catorce de este mes, cuando lo degollará toda la congregación del pueblo al atardecer. Tomarán parte de la sangre y la pondrán [a modo de marca o señal en forma de cruz] en los dos postes y en el dintel de las puertas de las casas en donde lo han de comer. Aquella misma noche comerán la carne, asada al fuego. La comerán con panes sin levadura y con hierbas amargas». Digamos que la sangre del cordero redimía de la muerte a los primogénitos y daba paso a la historia sagrada de Israel, pero no borraba totalmente la memoria mítica del tiempo circular en el que el Rey Sagrado era sacrificado periódicamente, como podemos leer en los Salmos: «Mi vigor se ha secado como un tiesto, y mi lengua se ha pegado a mi paladar. Me pusiste en el polvo de la muerte. Los perros me rodearon; me cercó una pandilla de malhechores, y horadaron mis manos y mis pies. Puedo contar todos mis huesos; ellos me miran y me observan. Reparten entre sí mis vestiduras, y sobre mi ropa echan suertes. Pero tú, oh Jehovah, no te alejes. Fortaleza mía, apresúrate para ayudarme. Libra mi alma de la espada; libra mi única vida de las garras de los perros».

La marca con la sangre en las puertas de los israelitas de Egipto, forma implícita de la manifestación de la cruz, como interpretó más tarde el primer cristianismo, lo mismo que el sacrificio del cordero, fueron los elementos constitutivos del mito fundacional judío que inauguró el éxodo y liberó a los hijos de Yahvé de la muerte en sacrificio; cuya salvación, materializada en el signo la sangre, quedaría indefectiblemente asociada a la figura de Moisés y de sus sucesores. Y en esta misma línea fue como el cristianismo interpretó aquel pasaje de Números según el cual Yahvé envió al pueblo pecador «serpientes ardientes» que mordían a los habitantes de Israel, provocando una gran mortandad entre la población. Tras el arrepentimiento de los pecadores, Yahvé ordenó a Moisés que hiciese una serpiente ardiente y la colocase en un palo en forma de cruz. «Y sucederá que cualquiera que sea mordido y la mire, vivirá. Moisés hizo una serpiente de bronce y la puso sobre un asta y sucedió que cuando alguna serpiente mordía a alguno, si éste miraba a la serpiente de bronce, vivía».

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© Fragmento del libro «Sacrificio y drama del Rey Sagrado». Páginas 636-639.