El crismón, el pez y la paloma, primeros símbolos cristianos.
© Eliseo Ferrer (Desde una antropología materialista).
EL CRISMÓN, EL PEZ Y LA PALOMA, PRIMEROS SÍMBOLOS CRISTIANOS.
Sorprende el hecho de que durante los cuatro primeros siglos de nuestra era no se representara plásticamente la cruz en ninguno de los ámbitos de los diferentes cristianismos. Ni en los primeros lugares de reunión, ni en las primeras iglesias y basílicas, ni en los espacios abiertos se reprodujo por ninguna parte el arcaico símbolo de la cruz. En realidad, hay que reconocer que no hubo manifestaciones plásticas ni signos externos de ningún tipo en el cristianismo hasta las décadas finales del siglo segundo; fechas a partir de las cuales se usaron, como iconos identificativos de pertenencia al grupo, las figuras del Buen Pastor, el Pez (o el pan y los peces), el Ancla y la Paloma; todos ellos signos de una espiritualidad cuyos referentes conducían al espacio mitológico y astral propio de la época. Incluso, la planta de las primeras iglesias no tuvo tampoco carácter cruciforme, a pesar de lo que se cree, sino cuadrangular, rectangular o circular, al estilo de las construcciones públicas romanas (basílicas), reconvertidas a partir de la época del emperador Teodosio en templos cristianos. Así lo atestiguan hoy la «rotonda» de San Jorge, en Tesalónica (Grecia), la iglesia más antigua de la cristiandad y todavía en pie, construido el edificio a principios del siglo cuarto y conocido inicialmente como «rotonda de Galerio»; las ruinas del antiguo templo de Serapis en Pérgamo, convertido en iglesia cristiana; las basílicas romanas de Santa Sabina y Santa Pudenciana, y la misma basílica de Santa Sofía de Constantinopla.
Verdaderamente, no fue hasta el siglo quinto cuando empezó a utilizarse la cruz como manifestación externa por parte del cristianismo eclesiástico; fecha a partir de la cual comenzó a hacerse usual, aunque de forma poco ostensible, como un símbolo más con el que representar a Cristo y su misterio de salvación. Y si la Iglesia usó varios símbolos diferentes en estos primeros siglos, también dejó constancia del uso de varias formas y representaciones de la cruz. Una de esas variantes, y la primera de todas ellas, fue el crismón, surgido de los estandartes de Constantino, según deducimos de los fantasiosos testimonios de Eusebio de Cesarea y de Lactancio. Y otra variante fue la cruz tradicional, generalmente en forma de cruz griega y de inspiración gnóstica, cuya primera manifestación en el arte cristiano se encuentra en un sarcófago vaticano de mediados del siglo quinto: una cruz griega con la misma longitud de brazos y en la que no aparecía cuerpo o representación alguna. Sin olvidar tampoco otras variantes, como la cruz en forma de «T» (tau o crux commissa) con el asa de la cruz egipcia, adoptada por la iglesia copta; la cruz de luz del gnosticismo y la crux immissa de cuatro brazos, con o sin la serpiente enroscada, de las sectas cristianas ofitas.
La numismática, por otra parte, nos ofrece también un importante dato a tener en cuenta, ya que hubo que esperar cien años, después de la intervención de Constantino en Nicea, hasta que el emperador romano de Oriente Teodosio II (401-450) incluyera la primera cruz (griega) en una colección de monedas de bronce de uso común: indudable señal de los avances en la difusión y consolidación que el cristianismo había experimentado en Oriente desde que Teodosio I lo convirtiera en religión oficial del Impero. Una cruz envuelta en una corona circular de laurel decoraba el reverso de esta colección de monedas de bronce, conocida en numismática como AE 4 y que formaron parte del circulante de poco valor utilizado por la población en los intercambios económicos de uso diario. En el anverso, como era natural, aparecía la efigie del emperador Teodosio II.
Según los historiadores del periodo, el proceso de adaptación simbólica e iconográfica del cristianismo triunfante fue tardío, y vino determinado, en primer lugar, por el uso del crismón, en el siglo cuarto, dentro de la nueva situación que exigían las relaciones de poder episcopal tras la intervención de los emperadores Constantino y Teodosio. El crismón (o lábaro imperial), el símbolo más importante del cristianismo del siglo cuarto, que sobreviviría hasta las últimas construcciones del románico europeo, fue un monograma de Cristo usado previamente en monedas y estandartes romanos. Y su representación fue el resultado de la integración de la cruz en forma de letra «X» (la cruz de Platón y de San Andrés) y la letra «P» (es decir, las letras griegas chi y rho), acompañadas generalmente de otros elementos, como las letras «α» (alfa) y «ω» (omega): la primera y la última del alfabeto griego. Aunque hay que reconocer que los especialistas se pierden en un mar de especulaciones y de dudas, porque no hay evidencia alguna que dé razón de su origen y de la determinación de exhibirlo en un momento determinado. Digamos que las elucubraciones de los investigadores se apoyan en el terreno resbaladizo de la doble interpretación de la leyenda que nos legaron Lactancio y Eusebio de Cesarea, los dos pilares de la transformación de la Iglesia en institución política del Imperio. De esta forma, si, según Eusebio, Constantino divisó el signo del crismón en el cielo al mirar el sol, justo antes de la batalla del puente Milvio, según Lactancio, el signo le fue revelado al futuro emperador la noche anterior a la batalla, en un sueño.
Así, aseguraba Lactancio en Sobre la muerte de los perseguidores que «Constantino fue advertido en sueños para que grabase en los escudos el signo celeste de Dios y entablase de este modo la batalla; puso en práctica lo que se le había ordenado, y haciendo girar la letra “X” con su extremidad superior curvada, grabó el nombre de Cristo en los escudos». Sin embargo, Eusebio, en Vida de Constantino, donde tampoco hablaba de la cruz del Gólgota ni mencionaba el lignum crucis, señalaba textualmente: «En las horas meridianas del sol, cuando ya el día comenzaba a declinar, dijo que vio con sus propios ojos, en pleno cielo, superpuesto al sol, un trofeo en forma de cruz, construido a base de luz y al que estaba unido una inscripción que rezaba: “con éste vence”. El pasmo por la visión le sobrecogió a él y a todo el ejército que lo acompañaba». Luego, en sueños, parece ser que al futuro emperador se le apareció Cristo y le ordenó que, «una vez se fabricara una imitación del signo observado en el cielo, se sirviera de él como de un bastión en las batallas contra los enemigos».
Lo presumiblemente cierto de esta fábula con dos versiones matizadas, según la mayoría de los historiadores, fue que el crismón pudo haber formado parte de la iconografía de Constantino en la citada batalla, tal y como atestiguaron posteriormente diversas ediciones de moneda. En realidad, la leyenda era la misma que había servido para justificar la reinstauración del culto solar en Roma al emperador Aureliano, tras una supuesta visión extática antes de una de las batallas definitivas de Inmae, Emesa y Palmira, que le habría proporcionado el triunfo sobre los secesionistas sirios de la reina Septimia Zenobia. Pero el origen del crismón, dentro de un contexto pagano en el que resultaba habitual la permutación o sobreimpresión de la cruz griega y la «cruz platónica» (X), habría tenido, sin duda, un origen astrológico, como derivación de la estrella solar consecratio (símbolo de divinidad y eternidad), de cuatro, seis y ocho brazos; que recordaba tanto al símbolo de la diosa Ishtar como al diseño arquitectónico posterior, en torno al obelisco, de la plaza del Vaticano. Lo cierto fue que esta cruz, en su variante de ocho brazos y contorneada por un círculo, tuvo un uso bastante tardío en la cristiandad a través del denominado «crismón trinitario», muy similar, en sus formas, que la rueda samsāra o la rueda del dharma. Como dato de interés, señalemos que el «crismón trinitario» fue desarrollado en el alto Aragón y en el sur de Francia en el siglo once, y encontró su más acabada expresión en el románico de la catedral de Jaca.
Por supuesto, la representación de la historia evangélica de la muerte redentora de Cristo en la cruz del Gólgota no podía ofrecerse en las manifestaciones simbólicas de los primeros siglos del cristianismo de la Iglesia por razones evidentes. Y ello no por una supuesta prohibición escrituraria de reproducir imágenes de la divinidad, ni por la vergüenza y la maldición que podían derivarse de un supuesto instrumento de ejecución y tortura, sino por razones muy diferentes, muy difícilmente inteligibles desde la teología y desde los dogmas de la Iglesia. Razones y argumentos que emergían, de manera clara, del carácter alegórico de la narración evangélica, por una parte, y, por otra, del carácter procesual del cambio y el movimiento de la historia del cristianismo «ortodoxo» de ese periodo inicial.
La Iglesia ha divulgado durante siglos la falsa creencia de que Cristo murió en la cruz; pero el término griego «staurós» (σταυρός) del Nuevo Testamento, que ha sido traducido siempre a otras lenguas por el término «cruz» (y así se ha fijado históricamente), tuvo el significado preciso de «poste», «palo», «estaca» o «madero vertical», que no se correspondía en nada con la tradicional y sempiterna traducción eclesiástica. No hay que olvidar que, desde la más remota antigüedad, existía la costumbre en todas las culturas del oriente mediterráneo de exponer en un poste o madero, a modo de exhibición ejemplarizante, los cuerpos de los malhechores condenados. Una costumbre similar a la que practicaban los judíos, quienes colgaban los cuerpos de los infelices que habían sido previamente ajusticiados y lapidados. El constructo de la cruz como signo de redención a través de la muerte y la sangre de un dios-hombre asesinado, tal y como apareció en el cristianismo de la Iglesia, no tuvo su origen, según algunos autores, entre los que me encuentro, y según el mismo cardenal Daniélou, en un supuesto instrumento de suplicio y ejecución. Respondió a una construcción teológica derivada del simbolismo místico del gnosticismo, de carácter cósmico, de un signo que aparecía ya en el Neolítico como representación y esquema del año solar y de las cuatro esquinas del mundo: un emblema del sol que era, a la vez, símbolo de resurrección del cosmos. Según Jean Daniélou, nos encontramos en presencia de un esquema mítico y teológico, de una representación simbólica… Ya hemos visto que la redención por la sangre en la cruz del Gólgota, el Siervo Sufriente, la humillación, la vergüenza y el simbolismo de la muerte del cordero (aspectos todos ellos del mito redentorista) fueron, según Bultmann una creación tardía de la Iglesia, cuyos obispos, sobre la doble propuesta paulina (mito mistérico y mito gnóstico), terminaron, con el paso del tiempo, ofreciendo la primacía doctrinal, plástica e iconográfica al simbolismo mistérico de la muerte frente al simbolismo mistérico de la resurrección.
Prueba de lo que decimos fueron los símbolos cristianos que, a principios del siglo tercero, nos ofrecía Clemente de Alejandría. Clemente hablaba del pez, de la paloma y de la barca, pero en ningún momento hacía referencia alguna a la cruz ni al crucifijo. El pez (ichthys) poseía un variado y múltiple simbolismo, que abarcaba desde la acepción astrológica que supuso la entrada temporal en el signo de Piscis dentro del gran año solar (precesión), hasta la representación de las aguas y las inundaciones del Nilo como clave de regeneración anual del cosmos, pasando por el significado que actualmente le otorga la psicología arquetípica como símbolo de la verdad profunda y subyacente. Los peces aparecieron por primera vez como manifestación cristiana en las catacumbas de San Calixto de Roma, a mediados del siglo segundo; y a finales de este siglo o principios del tercero, Clemente, que no proporcionaba información sobre su significado, recomendaba, sin embargo, la idoneidad de grabar sellos con este signo distintivo. Por otro lado, ya hemos hablado de que al héroe solar Josué-Jesús, hijo de Nun, se le identificaba desde muy antiguo con el pez, lo cual abría una doble perspectiva a la interpretación simbólica: la astrológica y la veterotestamentaria. Por su parte, la paloma fue desde la más remota antigüedad uno de los símbolos de la divinidad femenina transformada en la Sabiduría judía y en la Sofía del gnosticismo, que Pablo de Tarso y la tradición henóquica vincularon al Mesías-Cristo (como Espíritu) y que la Iglesia masculinizó en la figura del Espíritu Santo. Pero lo cierto fue que en los textos de Clemente de Alejandría (principios del siglo tercero) y de otros autores de su tiempo no aparecían por ninguna parte ni la cruz ni el crucifijo como signos de identidad y reconocimiento universal entre los cristianos católicos.
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© Fragmento del libro «Sacrificio y drama del Rey Sagrado». Páginas 642-645.