La imagen del Buen Pastor y el nacimiento medieval del crucifijo.
La imagen del Buen Pastor y el nacimiento medieval del crucifijo.
© Eliseo Ferrer (Desde una antropología materialista).
LA IMAGEN DEL BUEN PASTOR Y EL NACIMIENTO MEDIEVAL DEL CRUCIFIJO.
Se da la circunstancia de que en una obra cristiana como Octavius, del abogado romano Minucio Félix, que, aunque de fecha de redacción imprecisa, se cree que debió corresponder al tiempo de Tertuliano (160-220), se negaban las evidencias que décadas más tarde (o quizás por esas mismas fechas) la Iglesia terminaría convirtiendo en dogmas inapelables. Hoy, ciertamente, nos resulta extraño y altamente sorprendente que en una obra cristiana de carácter apologético no se hablase de Jesucristo, ni de la Virgen, ni de los apóstoles. Una obra en la que, para más contrariedad, el autor afirmaba, a través de sus protagonistas, que los cristianos no adoraban a un «criminal y su cruz»; al tiempo que el cristiano Octavio replicaba a su interlocutor, el pagano Cecilio, con el argumento de que eran los propios paganos quienes ofrecían su estima (y adoración) a estandartes y cruces con apariencia de «hombre crucificado». He aquí lo que leemos de boca del protagonista cristiano en esta peculiar y sorprendente obra del primitivo cristianismo romano:
[…] En cuanto al cargo que nos hacéis de adorar a un criminal y su cruz, os alejáis mucho de los límites de la verdad, al pensar que un facineroso mereciera se le tomara por un Dios, o que se haya podido considerar como Dios a un hombre terrestre. Por cierto, pobre de aquel que pone toda su esperanza en un hombre mortal, ya que, muerto él, perece todo su apoyo.
[…]
Con respecto a las cruces, ni las veneramos, ni las deseamos. Sois vosotros [paganos] quienes, al consagrar vuestros dioses de madera, adoráis, acaso, las cruces como partes de vuestras divinidades. Y vuestras insignias mismas, los estandartes y las banderas, ¿qué otra cosa son más que cruces doradas y adornadas? Vuestros trofeos victoriosos no solo tienen la apariencia de una cruz, sino de un hombre crucificado…
Se trata, como vemos, de afirmaciones que nos dejarían atónitos, si no supiésemos y tuviésemos constancia plena de dónde provenía y cómo se fraguó el cristianismo de la Iglesia en la segunda mitad del siglo segundo y cómo se construyó el significado de la cruz del Gólgota. Porque, por encima de cualquier otra consideración, el símbolo (por antonomasia) del cristianismo primitivo fue el del Buen Pastor, que algunos identificaron con Apolo y el cordero (o el cabrito) sobre los hombros. William K. C. Guthrie nos recordaba la pervivencia de Orfeo en el cristianismo primitivo, bien como imagen del Buen Pastor que gobernaba al dócil rebaño, a veces con su música encantadora, bien como asociación con el rey David, músico también que amansaba igualmente a las fieras al son de sus instrumentos y melodías. Para el filólogo e investigador británico, era evidente que la adopción de Orfeo por parte del cristianismo de la Iglesia habría sido una continuación de la previa adopción de esta figura por determinadas sectas del judaísmo (recordemos el apócrifo judío Testamento de Orfeo). Pues «era fácil ver en la característica imagen de Orfeo no solo un símbolo del Buen Pastor de los cristianos, sino también trazar paralelos con figuras del Antiguo Testamento. Éste tenía también, en la persona de David, su músico mágico que tañía entre las ovejas y las fieras del desierto, y la semejanza no pasó inadvertida». De tal manera que los testimonios de este simbolismo en los siglos segundo y tercero de nuestra era fueron innumerables, especialmente en el arte sepulcral y en las inscripciones minorasiáticas. Incluso, dentro de los textos cristianos encontramos uno de vital importancia, que, al parecer, y si hacemos caso al Codex Sinaiticus, formó parte en un momento determinado del canon del Nuevo Testamento. Me refiero al enigmático Pastor de Hermas, una obra de carácter apocalíptico, escrita a mediados del siglo segundo e inspirada en un apocalipsis judío que no ha llegado hasta nuestros días, y donde no se planteaba asunto alguno relativo a la cruz ni a la crucifixión porque ni siquiera se hablaba de Jesucristo.
Por otra parte, y como contrapartida de lo que supuso el simbolismo cristiano de los primeros siglos, dominado por la figura del pastor (poimên), Guthrie ofrecía un testimonio de sincretismo mistérico que resultaba a todas luces sorprendente, además de enigmático y realmente desconcertante para la ortodoxia cristiana. Como hemos referido en páginas anteriores, se trataba de un «curioso y muy debatido sello o amuleto» conservado en Berlín, datado en el siglo segundo, tercero o cuarto, y que mostraba la imagen de un hombre crucificado. Sobre el crucifijo había una media luna y siete estrellas, y en la parte inferior, y de manera transversal, la leyenda «Orpheos-Bakkikos». «Se ha supuesto generalmente que era obra de alguna secta gnóstica con sincretismo de ideas órficas y cristianas. […] Eisler (Orpheus. 338 y ss.) defendió con gran ingenio la tesis de un origen puramente pagano de la pieza. Razonando por analogía a partir de una tradición aislada preservada en Diodoro, según la cual Licurgo, el enemigo de Dioniso, fue crucificado por el dios, y de relatos en que Dioniso mismo y otras figuras dionisíacas aparecían “atadas al árbol”, sugirió que existía también la tradición antigua de una crucifixión de Orfeo. Que no nos haya quedado recuerdo de ella se debería solo a un accidente dentro del naufragio de la literatura griega. El punto más fuerte en pro de esta tesis era que las representaciones cristianas de la crucifixión en el arte no iban más atrás del siglo quinto o sexto».
Pero, por otra parte, Guthrie oponía a la tesis de Eisler el hecho de que ninguno de los primeros padres de la Iglesia, ni siquiera Justino Mártir, que vio en muchos de los motivos del paganismo una «anticipación diabólica» de la realización del cristianismo, habló ni refirió jamás en sus textos nada relativo a una crucifixión de Orfeo-Baco. En efecto, Justino declaraba en su primera Apología que la historia de Dioniso había sido inventada por los «demonios» para corresponderse con cierta profecía del Génesis, a fin de hacer dudar del verdadero Cristo. «Por esta razón introdujeron en ése y en otros relatos de aquellos a quienes llamaban hijos de Zeus, la paternidad divina, el nacimiento virginal, la pasión, etcétera». «Pero —proseguía— nunca imitaron la crucifixión, ni la atribuyeron a ninguno de los hijos de Zeus; porque no la entendían, pues todos los discursos referentes a ella se dicen en símbolos». Todo lo cual llevó a Guthrie a dejar abierto y sin resolver el enigma del sello de Berlín; a colocarlo en el cajón de los asuntos pendientes, puesto que la sugerencia misma y el testimonio aportado por esta pieza siguen proponiendo una incógnita que no puede resolverse, simplemente, bajo la mera fórmula del sincretismo o la proximidad cultural de unos y otros elementos.
Lo indiscutiblemente cierto fue que la cruz, como instrumento de ejecución, no tuvo nada que ver con la cruz cósmica del primitivo misticismo judeocristiano, cuyos complementos astrales, el sol y la luna, pervivieron en los tiempos medievales junto a las diferentes representaciones del crucifijo. Ocurrió, no obstante, que, pasado el tiempo, la fe y el impacto emotivo implícito en la narración evangélica de la crucifixión, además de la dogmática y la transformación doctrinal de la Iglesia, llegaron a modificar profundamente el verdadero significado y la naturaleza realista que los primeros apologistas, como reconocía Justino, otorgaron a esta simbología.
En efecto, debemos deducir de todo ello que la primitiva Iglesia ni usó, ni admitió, ni veneró signos relativos a la cruz hasta la aparición de la cruz solar de Constantino en el siglo cuarto. Se trataba del crismón, formado por las letras griegas «X» y «P» (además de las letras alfa y omega), y podía presentar cuatro, seis u ocho brazos. Por supuesto, se trataba de un símbolo no muy diferente de alguna de las cruces griegas del paganismo, ya que el crismón incluía como principal elemento gráfico (la «X») el símbolo que la tradición filosófica había interpretado como la cruz del Nous (el Logos) del platonismo. La cruz griega tradicional, tal y como hoy la conocemos, no comenzó a usarse en los ámbitos de la Iglesia hasta mediados o finales del siglo quinto o el siglo sexto; a partir de cuyas fechas se introdujo de forma lenta, paulatina y escasamente significativa en la cristiandad, hasta adoptar en fechas imprecisas de la alta Edad Media la forma del crucifijo.
Más concretamente, he aportado datos que señalan el tiempo del mandato de Teodosio II como el periodo en que comenzaron a aparecer los primeros signos de la cruz en monedas, iglesias y recámaras, mientras que su uso sobre las cúpulas y los exteriores no se haría efectivo hasta las últimas décadas del siglo sexto o la primera mitad del siglo séptimo; todo ello en la zona del Mediterráneo oriental, pues esta simbología llegaría a Occidente con varios siglos de retraso. Por otra parte, los especialistas en arte medieval saben muy bien que, siendo el crucifijo un producto de la cultura del medioevo, la actitud del crucificado difería ostensible y radicalmente entre las representaciones de la Alta y las de la Baja Edad Media. En las puertas de la basílica de santa Sabina de Roma, del siglo quinto, el Salvador aparecía como un niño imberbe, de pie, con los brazos extendidos al modo de las representaciones veterotestamentarias anteriormente expuestas, en actitud gloriosa y sin cruz alguna. En la basílica romana de santa Pudenciana, la crux gemmata aparecía flanqueada por el tetramorfos como símbolo de triunfo y proclamando la presencia de Cristo en la Jerusalén celestial. En realidad, fue en Siria donde la imaginería del crucificado se presentó de forma más estrictamente literal, aunque alejada, en un principio, del patetismo posterior de la muerte y de la sangre, tal y como puede constatarse en el evangeliario de Rabula, con un Cristo barbado y de largo cabello, vivo y no sufriente, clavado en la cruz.
En los crucifijos de los primeros y más oscuros siglos del medioevo se exhibiría un cristo (cósmico) glorioso y triunfante, con los ojos abiertos y mirando hacia lo alto del firmamento. Pero fue a partir del siglo once cuando se exacerbaron los detalles relativos a la redención por la sangre, representando un cristo moribundo con los ojos cerrados y la cabeza caída hacia su lado derecho. Y sería a partir del siglo doce cuando se ciñese en la frente del crucificado la corona de espinas; lo que terminó llenando la imagen de un patetismo tan perturbador que debió sobrecoger y llenar de pavor a los fieles y súbditos de aquella sociedad estamental dominada en gran medida por la Iglesia.
Con ello, en una época tan tardía como el siglo doce, se producía finalmente en la cristiandad el triunfo de las imágenes del cristo sufriente nacido en Oriente frente al cristo gnóstico y resucitado de la sabiduría triunfante. Como explicaba Peter Brown, «la cruz había aparecido en el arte de la antigüedad tardía como un símbolo distante, como un trofeo victorioso romano o como un remoto signo astronómico en el cielo tachonado de estrellas de una bóveda de mosaicos; pero finalmente sustentaba el cuerpo del crucificado a través del pathos de los responsorios sirios de Viernes Santo».
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© Fragmento del libro «Sacrificio y drama del Rey Sagrado». Páginas 645-648.