Eliseo Ferrer

Escrito dirigido a José Manuel Barreda, a propósito de su nuevo libro «Lucía busca a Jesús».

¿EXISTIÓ JESÚS? ¿NO EXISTIÓ?… SER O NO SER. ¿ES ESA LA CUESTIÓN?

Estimado José Manuel:

Aprovecho para saludarte y para felicitarte por tu nuevo libro, que espero tenga la calidad de tus «Apuntes sobre Jesús y el cristianismo», y que deseo leer en breve. Por lo demás, compruebo que esta nueva obra tuya sigue manteniendo vivas tus antiguas preocupaciones en torno a esa onto-historiología (que yo denomino «jesusología») sobre la figura de «Jesús de Nazaret» (existir o no existir, ser o no ser): los eternos interrogantes sobre la consistencia o inconsistencia histórica del héroe evangélico: el elemento central de la narración del mito del descenso a la tierra y la encarnación del Espíritu-Sabiduría en forma de Hijo de Dios.

Pero, comoquiera que hubiera podido felicitarte en línea privada, aprovecho que has abierto un foro de discusión para transmitirte también algunas reflexiones sobre esos enigmas (¿existió Jesús?) que, a lo largo de los años, no dejan de preocuparte, y que a mí me sorprenden enormemente. Pues solo dentro de los límites de una cultura y una civilización ateo-cristiana, cristiana, europeo-americana y etnocéntrica, que vive prisionera de los textos del Nuevo Testamento y de la interpretación que hizo de los evangelios la Iglesia de finales del siglo segundo, puede causar preocupación y convertirse en tema recurrente un fenómeno hermenéutico nunca planteado en ninguna de las otras culturas y religiones del resto del mundo: la historización del mito de Jesús o, si lo prefieres, la lectura literal de unos textos que hablan del mito de la carnalización del Espíritu divino.

Tres asuntos clave

…Porque la resolución del enigma y la clave de toda esta discusión (sobre si «Jesús» existió o no); de esta «jesusología» que lleva ya dos siglos y medio en marcha con infructuosos resultados, está ahí: en el mito de la encarnación (platónica) del Espíritu-Sabiduría en forma de Hijo de Dios. En el conocimiento científico, antropológico e histórico (y no en lo que dijera Ireneo de Lyon o Tertuliano, o lo que enseñan en las facultades de teología), de lo que fue en la antigüedad el mito de la encarnación de un dios o un hijo de dios.

Todo el problema, inevitablemente, viene de la interpretación que los obispos de la Iglesia hicieron de esta narración mítica en el siglo segundo, con su particular y simplista lectura de los evangelios (literatura midrásica y no biografía ni crónica herodiana); pues estos buenos señores nunca supieron qué hacer o dónde meter la complejísima y refinada teología del gnosticismo cristiano. Todo el problema viene, en definitiva, de que estos obispos «judaizantes» (con Ireneo de Lyon a la cabeza) tuvieron que combatir en el siglo segundo al obispo Marción, a los docetistas en general, y a los gnósticos en particular, y no encontraron mejores argumentos que los que les ofrecía la transformación de la narración mítica (la leyenda aparentemente fabulosa) en una realidad indiscutible que respaldaron posteriormente los dogmas de los sucesivos concilios. ¡Dios y hombre verdadero!

Por supuesto, los textos de los evangelios (que lo que narran es ese mito de la encarnación de un ser divino, que viene al mundo con una finalidad salvífica), antes de ser editados definitivamente a finales del siglo segundo, tuvieron un contexto: el del judaísmo marginal y helenizado de finales del Segundo Templo. Un contexto reflejado en la literatura sapiencial, el profetismo, la apocalíptica, el protognosticismo y el gnosticismo cristiano anterior a la constitución (histórica y no legendaria) de la Iglesia. Todos estos movimientos están perfectamente documentados en lo que se conoce como «literatura intertestamentaria judía» o «apócrifos judíos».

Desde mi punto de vista, estos tres asuntos (conocimiento cabal del mito de la encarnación, conciencia de lo que fueron en origen los evangelios y estudio del contexto literario de los apócrifos judíos del periodo del Segundo Templo) son claves para entender el nacimiento del cristianismo como prolongación, tras la destrucción del Templo de Jerusalén (año 70), de un judaísmo mesiánico de carácter marginal, místico y espiritual. Un judaísmo que utilizaba la lengua griega (y no el arameo), y que se manifestó como la continuidad de ideologías judeo-helenísticas anteriores.

Modestamente, y si me lo permites, voy a hacer algunas observaciones introductorias a estos tres asuntos, que yo considero muy importantes y pueden interesar a algunos de los lectores de este foro.

El mito de la encarnación de la divinidad

Hay que empezar reconociendo que no fue Cristo quien se encarnó en Jesús de Nazaret, como afirman muchos piadosos catequistas y desinformados profesores universitarios. Tampoco cargaron sobre las doloridas espaldas de «un Galileo rebelde» (Jesús) la pesada carga de la teología, como opinan muchos historiadores de tercera o cuarta categoría. En un sentido emic, lo que relatan los textos evangélicos es la encarnación del Espíritu-Sabiduría-Hijo de Dios en la doble figura judaica de Jesús-Josué / Mesías-Christós; a través de cuya narración mítica el Hijo de Dios se hacía hombre.

Si bien, en un sentido etic, hemos de descubrir el carácter alegórico y simbólico de esa narración; la cual, más allá de la lectura literal (el Hijo de Dios se hace Hombre) y en una lectura más profunda, nos transporta a la idea gnóstica del componente divino (la chispa de luz) en el interior de los hombres.

Como bien decía Campbell, a quien recomiendo leer, «en realidad, Dios no se hacía Hombre, ni divinizaba y adoptaba a un ser humano; sino que el hombre, el propio mundo, se sabía divino; de cuya experiencia antropológica se derivaba un campo de inagotable profundidad espiritual». He aquí el secreto y la base del mito de la encarnación de la divinidad.

Y lo mismo opinaba el teólogo Rudolf Bultmann, quien entendía que el mito de la encarnación aludía y explicaba, a través de una narración fabulosa, el componente divino de hombres, que se sentían muy superiores a lo animales y al resto de la creación.

¿Qué son los evangelios?

Los evangelios no son biografías, ni crónicas de la historia herodiana, por más que les pese a muchos sedicentes historiadores. Como he dicho más arriba, «el texto de los evangelios es el relato de la encarnación del Espíritu-Sabiduría-Hijo de Dios en la doble figura judaica de Jesús-Josué / Mesías-Christós; a través de cuya narración mítica el Hijo de Dios se hacía hombre».

Uno de los errores más importantes de la investigación deriva de la incapacidad (y la ignorancia) para entender que los evangelios (en un sentido amplio, que incluye a canónicos y gnósticos) fueron. en origen, literatura midrásica (Midrash-Pésher): textos alegóricos y simbólicos inspirados en motivos escriturarios, que implicaban varios niveles diferentes de lectura e intentaban explicar el mundo en el que vivían sus redactores. Una literatura desarrollada, en origen, sobre el trasfondo de los arquetipos de la ideología apocalíptica (revelación, reino de Dios, juez celestial, juicio final, resurrección, etc.) en transición a un protognosticismo de base pre-paulina o paulina (revelador, descenso del Espíritu-Hijo de Dios, salvación, regreso a los cielos, etc.).

En este sentido, recomiendo a todos un libro de 2008, pero que ha llegado muy recientemente a mis manos. Se trata de «Textos fuente y contextuales de la narrativa evangélica. Metodología aplicada a una selección del evangelio de Marcos», de Miguel Pérez Fernández.

Además, remito a los lectores a las páginas de mi libro «Sacrificio y drama del Rey Sagrado» (549-594), donde expongo los particulares métodos de interpretación y estudio de las Escrituras y la construcción de nuevos textos en el judaísmo de la época.

La literatura intertestamentaria

Resulta sorprendente la ignorancia muy generalizada entre los cristianos de lo que se conoce como «apócrifos judíos intertestamentarios» (en este apartado, recomiendo la monumental obra de Alejandro Díez Macho en cinco volúmenes), quienes, junto a la obra de Filón de Alejandría y algunos textos de Qumrán, constituyen la base de las teologías del gnosticismo cristiano y del cristianismo católico de la Iglesia. Se trata de construcciones textuales que, basadas en las metodologías Midrash-Pésher, rescatan, invariablemente, figuras y temas escriturarios del Antiguo Testamento para injertarlos en la problemática (apocalíptica, sapiencial o protognóstica) y ofrecer respuesta a los interrogantes y preocupaciones del momento histórico de sus redactores. Así, encontramos las «Odas de Salomón»; la «Sabiduría de Salomón»; los «Salmos de Salomón»; el «Apocalipsis Siriaco de Baruc (II Baruc)»; «IV Esdras»; el «Libro de las Parábolas de Henoc (1 Henoc)»; los «Oráculos Sibilinos»; la «Asunción de Moisés»; los «Testamentos de los Doce Patriarcas»; el «Libro de los jubileos»; el «Apocalipsis de Moisés»; la «Vida de Adán y Eva»; «José y Asenet»; «Oración de Manasés»; «2 Henoc»; «3 Henoc»; «Ascensión de Isaías»; «Testamento de Adán»; «Testamento de Job»; «Testamento de Moisés»; «Testamento de Abraham»; «Testamentos de Isaac y de Jacob»; «Testamento de Salomón»; «Apocalipsis de Adán»; «Apocalipsis de Abraham»; «Apocalipsis de Elías»; «Apocalipsis de Sofonías»; «11QMelquisedec»; etc., etc., etc.

Es decir, en la literatura apócrifa judía inmediatamente anterior y posterior a las guerras macabeas encontramos a Adán, Eva, Henoc, Abraham, Isaac, Jacob, José, los doce patriarcas, Melquisedec, Moisés, Sofonías, Isaías, Elías, Baruc, Esdras, etc., etc., etc. Y tras esta retahíla interminable de títulos que llevan consigo un sinnúmero de figuras veterotestamentarias, a mí me resulta enormemente sospechoso que no aparezca la importantísima figura del salvador Josué-Jesús, hijo de Nun (el pez), quien nada más llegar a la Tierra Prometida atravesó el Jordán (a modo de rito de iniciación) y eligió a doce discípulos que amontonaron doce piedras en señal de conmemoración.

Y yo me pregunto finalmente, ¿no tendremos el midrash de Josué-Jesús, hijo de Nun, ante nuestras narices, en la narración del Jesús-Josué de los evangelios, sin quererlo ver? ¿No será que los arboles de la lectura literal de estos textos y la dogmática de la Iglesia no nos dejan ver la evidencia de la frondosa selva de los orígenes?

He aquí una propuesta sobre la que yo no me he pronunciado todavía. pero que presento a tu consideración: una hipótesis abierta a la inteligencia de investigadores con ganas de aprender por sí mismos (no loros acatarrados), valientes, comprometidos e irreductibles.

Un cordial saludo. / Eliseo Ferrer

Eliseo Ferrer

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