El Siervo Sufriente de Isaías, el Dios Tammuz y el Rey Sagrado del arcaico ritual
© Eliseo Ferrer (Desde una antropología materialista).
Una figura individual con los rasgos de la realeza oriental.
El siervo de Isaías (Ebed Yahvé) ha representado, en la cultura del judaísmo y el cristianismo, una singularizada concreción con forma humana de la figura del chivo. Por lo demás, el Siervo o Justo Sufriente fue una figura arquetípica en todas las culturas del mundo antiguo, bastante poco precisa para nosotros y cuyo significado resulta oscuro y problemático, si lo separamos de la figura arquetípica y las funciones del Chivo Expiatorio. Los Salmos nos ofrecieron una pormenorizada descripción de los sufrimientos de esta figura; si bien el bíblico libro de Job presentaba al más rico y piadoso ciudadano de la tierra de Uz puesto a prueba por la divinidad. De tal manera que, por una suerte de apuesta o extraño «juego» entre Yahvé y Satanás, Job se veía finalmente privado de todos sus bienes materiales y sometido a todo tipo de agravios, humillaciones y desgracias. Y lo más sorprendente del caso era que, cuanto más sumido se veía en el infortunio y la desgracia, más aumentaba su fe y su confianza en Dios, no logrando identificar la naturaleza de los crímenes y las culpas causantes de su desgracia. «¿Cuántas son mis faltas y mis pecados? Hazme entender mi rebelión y mi culpa. ¿Por qué escondes tu rostro, y me consideras tu enemigo?». Job perseveró e insistió ininterrumpidamente en la piedad y en la pureza divinas, dentro de su infinita indigencia, sin hallar respuesta a lo que ocurría a su alrededor, hasta que llegó el momento en que Yahvé, quizá cansado de tanta paciencia y perseverancia, le preguntó iracundo: «¿Desistirá el que contiende con el Todopoderoso? El que argumenta con Dios, que responda a esto». Entonces Job replicó a Yahvé con humildad y le dijo: «He aquí que yo soy insignificante. ¿Qué te he de responder? Pongo mi mano sobre mi boca». Tras lo cual Job se arrepintió de su obstinación echando sobre su cabeza polvo y ceniza, y le fue devuelta la prosperidad y la fortuna.
No es asunto de profundizar aquí en la moraleja ni en el contenido ideológico de un texto bíblico que presentaba una figura a la que no se le permitía ni interrogarse sobre los motivos de la desgracia, y que aparecía con mucha frecuencia en los textos antiguos. Un tema, en definitiva, cuyos orígenes podemos encontrar en un poema sumerio que los expertos titularon El hombre y su dios, cuyo sujeto era también un justo sufriente, víctima de un hado cruel y de un infortunio inmerecidos. «El hado me agarró con su mano y se llevó mi aliento vital», se lamentaba el infortunado; quien finalmente terminaba viendo las puertas de la misericordia abiertas, «ahora que tú, mi dios, me has mostrado mis pecados». Así era como la confesión y el arrepentimiento, de forma parecida a la de Job, hacían que su dios apartase «al demonio del hado» y el suplicante pudiese vivir una vida larga y llena de felicidad. Y algo parecido ocurría en una antigua versión acadia del justo sufriente, de unos cien versos; también anónima y redactada en los años finales del tercer milenio precristiano.
Por otra parte, y «con la excepción de algunas epopeyas y varios mitos mesopotámicos, la narración titulada Ludlul Bel nemeqi («Quiero alabar al Señor de la sabiduría») constituye, hoy por hoy, el poema de carácter sapiencial más largo en lengua babilónica […]. El Ludlul Bel nemeqi intentaba transmitir a los espíritus cultivados la idea de que la felicidad y la desgracia que experimentaban los individuos tenían su origen en los planes divinos, que la pobreza intelectual de los humanos era incapaz de comprender. De ahí que a las desgracias físicas, morales y materiales se les sumase el tormento suplementario de saber que los planes divinos se hallaban tan lejos de los hombres como lo estaba el fondo de los cielos». Un texto más tardío, de época casita, y fechado entre los siglos dieciocho y doce antes de nuestra era, pero con muy claros antecedentes sumerio-acadios también, «recogía un monólogo en el que un justo sufriente hablaba de la humillación y del desprecio que experimenta». Y «mucho más importante que estos últimos era el denominado Poema acróstico (conocido también como Teodicea babilónica o Diálogo de un sufriente con su amigo), texto de casi trescientos versos, que habría que fechar hacia el año mil antes de nuestra era, y en el que conversaban en tono filosófico un hombre afligido y su amigo sobre el problema del mal. Curiosamente, el hombre afligido acabaría aceptando su situación y el amigo atribuirá las injusticias a los dioses».
Por lo que no debe sorprendernos, tras estos antecedentes mesopotámicos, encontrar esta figura del justo caído en desgracia, junto a reflexiones que generalmente giraban en torno a los infortunios de la virtud y a la prosperidad del pecado, en la literatura del antiguo Egipto, en la obra de Platón o en las Escrituras judías. Incluso, Sócrates fue encuadrado dentro del arquetipo del justo sufriente por algunos autores antiguos, entre ellos los primeros padres de la Iglesia. Ésa fue, al menos, la opinión de Justino Mártir cuando afirmaba que «Sócrates, con razonamiento verdadero […], había intentado apartar a los hombres de los demonios; pero éstos habían logrado por medio de hombres perversos que se gozan en la maldad, que fuera también ejecutado como ateo e impío, alegando contra él que introducía nuevos demonios. Y lo mismo intentan contra nosotros». Incluso, para algunos autores modernos, como Werner Jaeger, la muerte de Sócrates habría sido la de un mártir condenado por una noción más pura de la divinidad: «Se trataba del prototipo del Justo Sufriente, un verdadero typos, como algunas figuras del Antiguo Testamento que parecían señalar la venida de Cristo».
A través de la muerte de Sócrates nos encontramos ya con la ejecución y la muerte del justo (el siervo), que, sin embargo, no podemos equiparar con el agente expiatorio de los males de la comunidad, cuya ejecución devolvía el orden y la paz social; algo parecido a lo que ocurría con el justo sufriente que Platón nos presentaba en la República. Pues «ellos dirán que el justo, tal y como hemos presentado, será azotado y torturado, encarcelado, se le quemarán los ojos, y tras padecer toda clase de castigos, será empalado [crucificado]». En otro orden, sin embargo, la función cúltica del Chivo Expiatorio nos conduce, invariablemente, a la descripción del Siervo Sufriente del Deuteroisaías, presente en cuatro cánticos redactados por influencia babilónica, donde el justo sufría, resultaba humillado y moría en beneficio de los pecados, las transgresiones y las culpas la comunidad. Es decir, nos encontramos ya ante una categoría diferente a la representada por los arquetipos del justo infortunado, reflexivo, moralizante e interrogador; puesto que aquí aparecían ya unidos los rasgos de la figura representada por Job con las características del Chivo Expiatorio de una extensa tradición que hemos concretado en Babilonia y en el Mediterráneo oriental. Digamos que la figura del justo, o Siervo o Justo Sufriente, adquiría una dimensión mucho más elaborada y clara cuando su significado aparecía unido a la muerte del Chivo Expiatorio, tal y como exponía el texto de Isaías:
Ciertamente él llevó nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores. Nosotros le tuvimos por azotado, como herido por Dios, y afligido. Pero él fue herido por nuestras transgresiones, molido por nuestros pecados. El castigo que nos trajo paz fue sobre él, y por sus heridas fuimos nosotros sanados. Todos nosotros nos descarriamos como ovejas; cada cual se apartó por su camino. Pero Jehovah cargó en él el pecado de todos nosotros. Él fue oprimido y afligido, pero no abrió la boca. Como un cordero, fue llevado al matadero; y como una oveja que enmudece delante de sus esquiladores, tampoco él abrió su boca. Por medio de la opresión y del juicio fue quitado [asesinado].
Jeremías, por su parte, el profeta anunciador de una nueva alianza entre la casa de Israel y la casa de Judá, recuperaba y ofrecía un marco de referencia claro a la figura del Cordero:
Pero yo era como un cordero manso que llevan a degollar, pues no entendía que contra mí maquinaban planes diciendo: “Eliminemos el árbol en su vigor. Cortémoslo de la tierra de los vivientes, y nunca más sea recordado su nombre.”
No hay duda de que, a simple vista y en una primera lectura, lo que el texto de Isaías evocaba eran las funciones expiatorias del chivo. Si bien, en contra de las interpretaciones tradicionales e ideologizadas, y muy particularmente de la visión de la Iglesia, Widengren fue mucho más lejos al entender que el término «Siervo de Yahvé» había sido un título propio de la antigua realeza israelita. «De aquí que el siervo no fuese sino el Rey Sagrado —reconocía el investigador sueco—. La descripción de los sufrimientos del siervo concordaba en cierta medida con el ritual babilónico de la fiesta del año nuevo y con la humillación cúltica del rey. Por otra parte, se daban bastantes concordancias entre los padecimientos del siervo y los de Tammuz en el mundo inferior». Widengren asoció, como vemos, al Siervo Sufriente conducido al matadero con el dios mesopotámico Tammuz, en tanto que también éste había sido el cordero en poder del mundo inferior. «El siervo venía descrito como el rey, que representaba en su persona al pueblo entero y que, como víctima por la culpa, padecía por las transgresiones de toda la comunidad. Fenomenológicamente, se trataba del mismo nivel que el tipo de dioses que padecían y morían como víctimas expiatorias por los pecados y transgresiones de los demás». Como expresaba este mismo autor en otra de sus obras con admirable lucidez, «el rey davídico era el Siervo de Yahvé, que durante las fiestas de año nuevo era presentado como el siervo doliente. Era el mesías de Yahvé, pero en esta ocasión era el mesías humillado. Y lo cierto es que nos hallamos aquí ante una humillación ritual del rey davídico, que en principio no era distinta de la que sufría el rey babilónico en las análogas fiestas de comienzos del año».
Un «individuo» que, además, sufría por los pecados de la nación.
Desde los trabajos de Gressmann y de Cheyne, entre otros, se viene insinuando que la figura del Siervo de Dios fue antiguamente un dios salvador asesinado, cuya naturaleza divina y rasgos característicos desaparecieron con las alteraciones posteriores de los profetas. «Se trataba de una figura que emparentada con el dios Tammuz de los babilonios, y lo más probable es que fuese el mismo Hadad-rimón. […] Pero no olvidemos que el servidor de Dios era, por encima de todo, un personaje mesiánico, del que se decía que fue elevado delante de Yahvé “como débil retoño, como raíz que surgía de la tierra seca”».
Por lo que no hay que confundir al Siervo de Isaías con el pueblo de Israel, como frecuentemente se ha hecho y se hace desde ciertos ámbitos académicos completamente ideologizados. Resulta de todo punto evidente que, a lo largo del pasaje de Isaías, el Siervo Sufriente era descrito como una figura individual relacionada con el pueblo; una entidad interpretada habitualmente a través de tres referentes independientes y aparentemente inconexos: el pueblo de Israel, por una parte, entre la mayoría de los investigadores y exégetas; un símbolo inconcreto, por otra, entre algunos pocos; y, finalmente, la figura de un Rey davídico, de acuerdo a una reducidísima minoría de estudiosos. Pero lo cierto es que la figura sufriente de Isaías podría responder perfectamente a estos tres órdenes de interpretación, siempre y cuando se estableciese un riguroso orden hermenéutico. Primeramente y ante todo el siervo era un símbolo, un signo que hacía referencia al sufrimiento y a la muerte del Rey, que, a la vez, representaba y salvaba con su sufrimiento a todo el pueblo de Israel.
No hay indicio alguno de alegoría colectiva ni ninguna clave que nos permita descubrir en el texto de Isaías referencias al pueblo elegido sin más. Widengren se preguntaba «¿cómo podría una colectividad, Israel, cumplir la tarea de soportar un sufrimiento vicario por Israel? ¿Quiénes serían entonces los “nosotros” de quienes se dice que eran beneficiarios de los dolores del Siervo? Se ha dicho que hay en ello una perspectiva universalista, pero esto resulta muy difícil de probar. Parece, por consiguiente, más probable que el siervo fuese un individuo, descrito con rasgos regios, que sufría en el culto por los pecados de su pueblo. Ésta podría ser la interpretación personal del mismo profeta».
Ciertamente, la herencia cultural de la ideología real mesopotámica explicaba los sufrimientos y la muerte del Siervo, pero no estaba tan claro el carácter vicario que su humillación adquiría en relación a los pecados del pueblo y de la nación; por lo que hemos de suponer que el profeta enlazó y fundió los rasgos de los ritos del Sacrificio del Rey Sagrado primigenio con el lenguaje y la ideología de los sacrificios expiatorios posteriores, lo que no era nuevo en el Medio Oriente. La muerte de la deidad humana (el Rey) de los cultos de la fertilidad y de los ritos de regeneración cosmogónica y cosmológica se fusionó, sin duda, dentro de algunas líneas de evolución cultural, con la víctima expiatoria que acumulaba en su muerte todo el mal de la tribu o de la nación; inmundicia moral y pecado que, en última instancia, solo podía eliminarse con el asesinato y la destrucción del portador de los males de la comunidad.
Comparando el ritual del Día de la Expiación (Yom Kipur) con la función atribuida al siervo de Isaías encontramos una diferencia muy significativa. En Levítico 16, la víctima expiatoria por el pecado del pueblo no era el rey mismo, sino una víctima sustitutoria representada por dos individuos de la misma especie animal: el macho cabrío sacrificado por el pecado y el chivo que transportaba las culpas al desierto de Azazel. «En cambio, en Isaías era la propia persona del siervo (una variante del Rey Sagrado) quien se presentaba como víctima por la culpa, gracias a la cual resultaba expiado el pecado del pueblo». Exactamente lo mismo que ocurría en el relato evangélico con el destino de Jesucristo (Rey Sagrado y Chivo Expiatorio sacrificado y muerto frente a Barrabás: dos transposiciones literarias, Cristo y Barrabás, de la doble figura del chivo), anunciado con toda claridad por el sumo sacerdote Caifás cuando proclamaba su famosa sentencia: «Vosotros no sabéis nada; ni consideráis que os conviene que un solo hombre muera por el pueblo, y que no perezca toda la nación». «Pero esto no lo dijo de sí mismo [como sacerdote supremo y Rey Sagrado de Judea]; sino que, como era el sumo sacerdote de aquel año, profetizó que Jesús debía morir por la nación». Todo esto reviste tal importancia en lo relativo a la fundamentación de la trama evangélica que el texto de Juan reiteraba en una segunda ocasión, siete capítulos más adelante: «Caifás era el que había dado consejo a los judíos de que convenía que un hombre muriese por el pueblo».
Pero hay que tener mucho cuidado para no confundir, de manera anacrónica, los planos del Antiguo y del Nuevo Testamento en lo que se refiere a la vitalidad y transcendencia de sus figuras. En el Nuevo Testamento, a pesar de sus contradicciones, todo parecía estar planificado y estudiado; digamos que no había cabos sueltos, como ocurría en las Escrituras hebreas… Hay que ser meticulosos, por tanto, y no desvirtuar los elementos en los que se movía el judaísmo del Segundo Templo; las influencias helenísticas de los últimos tiempos del periodo y los elementos judeo-paganos (y marginales) que conformaban el primer «cristianismo» apocalíptico. El sumo sacerdote que apelaba al sacrificio vicario de Cristo lo hacía, en las páginas del Nuevo Testamento, inspirado por la pluma del evangelista en figuras muy dispares del Antiguo, pero literariamente integradas en el Nuevo, como ocurría con el Mesías, el Siervo Sufriente, el Cordero Pascual o el Hijo del Hombre de Daniel; pero cuya pasión, muerte expiatoria y resurrección rezumaba, a pesar de su judaísmo, sangre mistérica por todas y cada una de sus llagas: «Yo soy la resurrección y la vida, y el que cree en mí, aunque muera, vivirá». Asunto éste de la resurrección individual que no encontramos ni en las Escrituras, ni en el judaísmo normativo, ni en el judaísmo helenizado de la diáspora, ni en los textos de Qumrán, ni en ninguna de las sectas marginales, donde no hubo expiación posible fuera de los textos antiguos (el siervo de Isaías y las oscuras evocaciones de Zacarías a Hadad-rimón) y de los cauces «legales» establecidos en el Levítico; y donde no hubo tampoco jamás ninguna referencia a la resurrección de un hombre o una divinidad. De la misma forma, los distintos judaísmos del Segundo Templo carecieron de la noción de muerte vicaria en su literatura, si exceptuamos un pequeño y fragmentario texto de Qumrán y los lejanos ecos del Siervo Sufriente de Isaías.
Tanto en su contexto histórico herodiano, como en sus orígenes mitológicos, la noción de muerte vicaria (lo mismo que la idea de resurrección individual, fuera del contexto apocalíptico y escatológico del fin del mundo) fue un fenómeno de considerable influencia grecorromana, que apareció por primera vez con Pablo de Tarso: una componente esencial del misticismo heredado, entre otros orígenes, del primitivo espíritu mesopotámico (Tammuz), y filtrado, en parte (y no de forma expresa), en la ideología del siervo de Yahvé, si hacemos caso a la interpretación que Widengren hizo de esta figura sufriente de Isaías.
Así, dentro de la relativa claridad que aportan al respecto las páginas de las Escrituras judías, podemos afirmar que la práctica totalidad de los sacrificios realizados en Jerusalén tras la revolución macabea estuvieron destinados, de manera exclusiva, a la purificación del templo. Los sacrificios expiatorios estaban prescritos sólo para las faltas inadvertidas, más o menos graves; pero no para los las culpas plenamente advertidas, para las que no había posibilidad de redención a través del sacrificio. Éstas solo podían ser perdonados por el arrepentimiento interior y por su envío simbólico al desierto a través del chivo expiatorio, que cargaba con la inmundicia del pueblo el gran Día de la Expiación. De tal manera que «cuando haya acabado de hacer expiación por el santuario, por el tabernáculo de reunión y por el altar, hará acercar el macho cabrío vivo. Aarón [el sumo sacerdote] pondrá sus dos manos sobre la cabeza del macho cabrío vivo y confesará sobre él todas las iniquidades, las rebeliones y los pecados de los hijos de Israel, poniéndolos así sobre su cabeza. Luego lo enviará al desierto por medio de un hombre designado para ello. Y aquel macho cabrío llevará sobre sí, a una tierra inhabitada, todas las iniquidades».
En el ritual de la expiación judía de época tardía se producía un llamativo reparto de papeles entre Yahvé y Azazel, a quienes correspondía por ley su respectivo macho cabrío, que se ofrecían a suertes. Como ya hemos dicho, el de Yahvé terminaba siendo sacrificado y el de Azazel, en cambio, después de haberle sido transferidos por el sumo sacerdote todos los pecados, era enviado vivo al desierto y abandonado allí a su suerte o despeñado. «¿A quién queréis que os suelte? ¿A Barrabás o a Jesús, llamado el Cristo?», pregunta Pilatos en el evangelio de Mateo. De esta forma, mientras la doble figura del chivo expiatorio del Levítico, filtrada en el relato evangélico, ponía de relieve un grado de evolución y refinamiento muy importantes en las prácticas del pueblo judío, el cordero pascual del cristianismo (identificado por la Iglesia con el Siervo Sufriente) nos transportaba a la lejana prehistoria de una «Pascua» cósmica y salvaje (el Año Nuevo), cuyos sacrificios humanos habían sido proscritos y denunciados enérgicamente por los profetas muchos siglos antes.
«La idea era que [el Siervo Sufriente] “Ebed Yahweh”, el “rey mesiánico”, que en su persona representaba a todo Israel, era sacrificado como víctima expiatoria. Y, a poco que avancemos, damos un salto en el tiempo y llegamos a la concepción cristiana del sacrificio expiatorio», que culminaba y redondeaba el retorno al arcaico mito en el texto de Hebreos.
Cristo, el sumo sacerdote […] entró de una vez para siempre en el lugar santísimo, logrando así eterna redención, ya no mediante sangre de machos cabríos ni de becerros, sino mediante su propia sangre.
El Siervo de Yahvé (el Rey que se sacrificaba por la nación) era ya en la época helenística un anacronismo incomprensible desde el punto de vista de las prácticas del judaísmo normativo. Pero la muerte de Cristo fue considerada, sin embargo, por la Iglesia como un sacrificio de purificación y expiación inspirado en la figura de Isaías. Un sacrificio por la culpa y el pecado que mantenían presos en «las transgresiones del primer pacto» a quienes no habían sido llamados por el camino de la nueva alianza, y que tiempo después quedaría todo ello ampliado y definido a través del pecado original. «La carta a los Hebreos concebía a Cristo al mismo tiempo como sacrificador y como víctima: el sumo sacerdote [como Melquisedec], que se ofrecía a sí mismo en sacrificio. […] Y el hecho de que Jesús fuese a la vez el sacrificador y la víctima, nos remitía al Rey Sagrado». Rasgos todos ellos que se perfilaron en una construcción ideológica tardía, del siglo segundo, en torno a las imágenes del Cordero degollado y de la muerte expiatoria del Siervo de Yahvé, como alegorías de la redención de la humanidad por la sangre y el sacrificio del Hijo. Pues, como señaló Rudolf Bultmann, la interpretación mesiánica de Isaías 53 fue descubierta en la Iglesia cristiana y no de manera inmediata: «Solo a partir de Hechos 8.32ss, de 1 Pedro 2.22-25 y de Hebreos 9.12,28 aparecía el Siervo de Dios doliente de Isaías con seguridad y claridad en la interpretación cristiana».
Efectivamente, como reconocía Bultmann, la asimilación de la figura del Siervo Sufriente dentro de la doctrina redentorista de la Iglesia fue muy tardía, como demostraron los textos en los que quedó plasmada en el Nuevo Testamento. Y, al parecer, tampoco fue una idea original de los obispos y de los teólogos romanos, ya que el judaísmo de finales del siglo segundo y de principios del siglo tercero, tras las sucesivas derrotas en las guerras con los romanos, comenzó a identificar la figura del Mesías con la del Siervo de Isaías que cargaba con los pecados y las culpas de la nación (del mesías hijo de José que moría en la batalla escatológica). Aunque ciertamente, esta concepción judía de un mesías sufriente (asociado a la figura de Isaías) no fue tan antigua como ha pretendido, entre otros, Daniel Boyarin, pues, salvo pequeños fragmentos en los textos de Qumrán, no hay documentos que atestigüen en la tradición anterior judía un mesías atribulado por el sufrimiento expiatorio y el dolor. Pero sí puede probarse claramente en la literatura rabínica del siglo tercero en obras como el Talmud de Jerusalén y el Talmud de Babilonia, o en ciertos comentarios previos del rabino José el Galileo. De lo que no hablaron jamás los distintos judaísmos, si exceptuamos a Pablo de Tarso, fue de la resurrección del Mesías de Israel…
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© Fragmento del libro «Sacrificio y drama del Rey Sagrado». Páginas 191-198.