La cruz como representación y esquema del árbol sagrado.
© Eliseo Ferrer (Desde una antropología materialista).
LA CRUZ COMO REPRESENTACIÓN Y ESQUEMA DEL ÁRBOL SAGRADO.
Tampoco podemos olvidar que la cruz fue identificada en las culturas antiguas con el Árbol Sagrado, el Árbol del Mundo, el Árbol Cósmico o Árbol de la Vida, cuya representación más conocida, además de la simbología bíblica, fue la del árbol Yggdrasil: la «Pértiga Sagrada» del tormento de Odín, sobre la que aparecía posada un águila; de igual manera que el quetzal aparecía encima de la cruz de Palenque o la paloma sobre la cruz de Cristo. En sintonía con el arcaico mito neolítico derivado de la contemplación de la naturaleza, Yggdrasil, siempre muriendo y volviendo a la vida, fue un símbolo de la muerte y la resurrección. «Era el pivote del universo —aseguraba Joseph Campbell—, del que irradiaban las cuatro direcciones, que giraban como los radios de una rueda. Así también la cruz de Cristo fue representada simbólicamente como el centro de un mandala; de la misma forma que en la imagen del Antiguo Testamento el Edén era descrito como “el árbol de la vida en medio del jardín y el árbol del conocimiento del bien y del mal”; con un río, además, que dividía y se transformaba en cuatro ríos, corriendo en cuatro direcciones diferentes».
El árbol Yggdrasil, situado en el «centro», simbolizaba y al mismo tiempo constituía el universo: «Su cima tocaba al cielo y sus ramas abarcaban el mundo. Una de sus raíces se hundía en el país de los muertos, la otra llegaba al país de los gigantes y la tercera al mundo de los hombres». Los familiarizados con el mito y el folclore germánicos no ignoran, por otra parte, que el Padre de Todo, Odín, para adquirir la Sabiduría de las Runas, se colgó durante nueve días de este árbol sagrado:
He aquí que me colgué del árbol ventoso / Colgué de él nueve noches enteras / Con la espada fui herido y ofrendado / Fui a Odín, yo mismo a mí mismo, / En el árbol del que nadie sabrá nunca / Qué raíz lo sostiene.
Gran parte del simbolismo de la cruz fue compartido con el del árbol, ya que a menudo uno ocupaba el lugar del otro, intercambiándose en las narraciones mitológicas. Y ambos fueron símbolos universales que representaron el eje del mundo (axis mundi). «El dios mortal era crucificado en un árbol, representado por una cruz o un árbol en crecimiento [resurrección primaveral]. […] Pero el árbol no era solo el eje del mundo, sino una imagen también del mundo, que personificaba la totalidad de lo manifestado. Sus raíces llegaban a las profundidades de la tierra y estaba en contacto con el mundo subterráneo y el mundo de las aguas; por eso podía nutrirse con las fuerzas de ambos mundos. El tronco crecía hacia la luz y registraba el paso del tiempo, agregando un anillo a su estructura por cada año de crecimiento». La tradición de la India, desde sus textos más antiguos, representó el cosmos bajo la forma de un árbol gigante; e incluso, «en el Bhagavadgītā, el árbol cósmico llegaba a expresar no solo el universo, sino también la condición del hombre en el mundo. […] En las Upanishads se precisaba dialécticamente esta concepción: [pero] el universo era un “árbol invertido” que hundía sus raíces en el cielo y extendía sus ramas sobre la tierra entera».
La literatura mítica, por lo demás, convirtió al árbol sagrado (árbol cósmico) en instrumento de expiación, redención o tortura, ofreciendo tantos ejemplos a través de las diferentes culturas que sería ocioso enumerarlos en su totalidad. Además del ya citado árbol Yggdrasil donde fue colgado el dios nórdico Odín, a Dumuzi, hijo-amante de la diosa sumeria Inanna, se le denominó «hijo del abismo y señor del árbol de la vida». En Egipto, el dios Sol nacía de la vaca celeste, Hathor, del cuerpo femenino de Nut o bien de las ramas más altas del árbol de Isis. Osiris, hermano y esposo de Isis, el señor del inframundo, resucitaba en una de las versiones del mito de un árbol; pues, según la leyenda, su sarcófago, arrojado a Nilo y transportado al mar, había terminado en las costas del Líbano incrustado dentro del tronco de un tamarisco, del que volvió a renacer en el palacio de Malcandro. En Grecia, Adonis era engendrado en el árbol de la mirra. Krishna fue atado a un árbol antes de ser asaeteado por un cazador. La muerte de Atis se hizo inseparable de la representación del pino. Dioniso, entre otras muchas asociaciones, fue considerado «el dios de los árboles» y conocido en Beocia como «Dioniso en el árbol». La reina Maya se apoyó en el tronco de un árbol mientras daba a luz al Buda, quien, convertido en adulto, alcanzaría la iluminación bajo el árbol Bodhi, etc., etc.
Como reconocía Eliade, la idea de salvación por la cruz (resurrección), no vendría sino a «retomar y completar las nociones de renovación perpetua y de regeneración cósmica, de fecundidad universal y de sacralidad, de realidad absoluta y, en resumidas cuentas, de inmortalidad; nociones todas que coexistían en el simbolismo del árbol del mundo». Pero sin olvidar en ningún momento que la Iglesia del siglo segundo actuó bajo unos parámetros ideológicos que nada tuvieron que ver con la concepción circular del tiempo mítico, sino con la concepción lineal de la historia heredada de la cultura persa, que el judaísmo había inaugurado a través del mito de la salida de Egipto y el sacrificio del cordero como sustituto de la muerte de los primogénitos. Por lo que fue en este contexto cultural judío, netamente «historicista», en el que, a la cruz de la madera del Árbol Sagrado, a la vez idéntica o sustitutoria del Árbol Cósmico, había que buscarle un punto y una posición determinada en la línea del tiempo de la espera escatológica.
Digamos que la cruz terminó convirtiéndose para los cristianos en el símbolo compensatorio del Árbol de la Caída en el jardín del Edén. «Porque igual que por un hombre llegó la muerte —escribía Pablo— también por un hombre había llegado la resurrección de los muertos. Porque, así como en Adán todos morimos, así también en Cristo todos vivimos». Pero ocurrió que, lejos de los presupuestos espirituales y místicos que hasta cierto punto habían movido al «apóstol de la resurrección», la iglesia de mediados del siglo segundo, fruto sin duda de la lectura y la interpretación literal que hizo de los textos, se vio invadida por tal afán «historicista» que terminó situando en la línea del tiempo histórico la significación mítica del Árbol Sagrado. Algo que se deduce con bastante claridad leyendo la obra de Ireneo de Lyon; en particular, y entre otros, el pasaje donde definía al dios judío del episcopado eclesiástico frente al dios desconocido e inefable del gnosticismo cristiano; a partir de lo cual instituía el perdón de los pecados sobre la base de la redención de la caída de Adán, según Pablo de Tarso y según los Salmos: «Este Verbo —señalaba Ireneo—, que estaba oculto para los hombres, se manifestó, como dijimos, según la economía del árbol. Porque, así como por el árbol lo perdimos, así por el árbol a todos se nos reveló de nuevo, mostrando en sí mismo la altura, anchura y profundidad; pues, como dijo uno de nuestros mayores, extendiendo las manos congregó los dos pueblos en el único Dios».
Ya hemos hablado suficientemente en los primeros capítulos sobre la iconografía arborescente que ciertos ámbitos del cristianismo ofrecieron a lo largo de los siglos a la Cruz de Cristo: cruces cristianas en forma de árbol que encontramos en el Reino Unido, en Alemania, España, Italia y en la América española del barroco. En Inglaterra, en el salterio de Evesham, de 1250, Jesucristo aparecía crucificado no en dos maderos cruzados, sino en las dos ramas de un árbol. En Alemania, los crucifijos de Coestfeld, Bocholt y Colonia, conocidos como Gabelkreuz, carecían de travesaño, que venía sustituido, a imitación de la forma del árbol, por dos palos oblicuos en forma de “Y” griega. Los Gabelkreuz alemanes crearon una tradición muy importante dentro del arte gótico, que pasaría a Italia y llegaría a España a través del Camino de Santiago. En Italia encontramos varias piezas de este mismo modelo, dentro de las cuales destaca la de la basílica de Santa María Novella, en Florencia. Y en España otro «crucifijo doloroso» con esta misma forma de árbol lo encontramos en Puente la Reina (Navarra); una supuesta donación, según parece, de algún peregrino alemán del medioevo, por encontrarse en la confluencia de la ruta jacobea navarra y aragonesa.
En España, además, el arte sacro del barroco dejó una importante huella, tanto en la metrópoli como en las provincias americanas. Dentro de las muchas representaciones arborescentes, los dos casos más conocidos de esta época fueron al Cristo de Limache, brotado del interior del tronco de un árbol e inspirado en una leyenda originada en Chile, y el Cristo de la Encina, que, según la tradición, apareció en el campo de Alcántara y a lo largo del siglo dieciocho sirvió de modelo a un buen número de crucifijos en iglesias americanas y extremeñas. Una tradición marginal y oculta, hasta cierto punto, dentro del cristianismo de la Iglesia, que terminó inspirando a artistas de nuestro tiempo, como pone de relieve el cristo del patio exterior de la catedral ortodoxa de la Resurrección de Cristo, en Podgorica, Montenegro.
Recordemos, por lo demás, que la mayor parte de los símbolos evocados por la naciente Iglesia (bautismo, árbol de la vida, la cruz como representación del árbol, el cuerpo y la sangre de Cristo como motivos centrales de la magia sacramental, etc.) dieron continuidad y desarrollaron símbolos presentes en el judaísmo, en los apócrifos intertestamentarios o en las religiones mistéricas de la época. Signos en su mayoría envueltos en la opacidad histórica, cuyo origen legendario y remoto, como nos recuerda Eliade, les otorgaba carácter transcendente y sagrado: «Se trataba (por ejemplo, en el caso del árbol cósmico o árbol de la vida) de símbolos arcaicos que habían aparecido ya en el Neolítico y que fueron claramente valorados en el Próximo Oriente a partir de la cultura sumeria. En otros casos nos hallamos ante prácticas religiosas de origen pagano, adoptadas por los judíos en la época grecorromana. Finalmente, un gran número de imágenes, de figuras y de temas mitológicos utilizados por los autores cristianos, que pasarían a ser tema preferido en los libros populares y en el folclore religioso europeo, derivaban de los apócrifos judíos. En resumen, la imaginación mitológica cristiana tomó y desarrolló motivos y argumentos específicos de la religiosidad cósmica [pagana], pero que ya habían pasado por un proceso de reinterpretación en el contexto bíblico». Y la cruz, en este sentido, fue un buen ejemplo de ello.
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© Fragmento del libro «Sacrificio y drama del Rey Sagrado». Páginas 633-636.