El árbol cósmico como árbol sagrado y árbol del mundo.

Las culturas prehistóricas concibieron un cosmos interpretado a través del mito generador de «realidad», que hacía posible, con sus ritos, la renovación periódica del mundo.

© Eliseo Ferrer (Desde una antropología materialista).

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Está claro que las primeras culturas agrícolas desarrollaron una visión cósmica del mundo, dentro de la cual el significado del mito, expresado en el ritual, se habría convertido en la base de las elucubraciones «espirituales» y «religiosas» posteriores. Se trataba del misterio central que explicaba la renovación periódica del mundo a través del poder oculto de la diosa como totalidad viviente y de su facultad visible manifestada por la muerte y la resurrección del hijo, hermano o amante de la divinidad. Un contexto en el que la Diosa Madre regulaba el flujo de los jugos de la tierra, que, por medio del árbol, extraía de las profundidades junto a las fuerzas fertilizadoras para conducirlas a la superficie y, de esta forma, nutrir el crecimiento de los frutos y asegurar la supervivencia de las bestias y los hombres. Al igual como se suponía que ocurría con la vida de estos últimos, como ya hemos visto, los ritmos cósmicos se expresaban en términos tomados de la naturaleza vegetal y de la agricultura, cuyos símbolos habían sido inspirados mucho tiempo atrás por las fases cambiantes de la luna. Todo lo cual terminó conformando una ideología dentro del ámbito de los primeros cultivadores en la que «el misterio de la sacralidad cósmica se representaba a través del árbol del mundo; pues el universo se concebía como un organismo [un árbol] que debía ser renovado periódicamente o, mejor dicho, regenerado todos los años».

Eliseo Ferrer

Digamos que el árbol cósmico, como imagen fenoménica, moría en invierno y renacía en primavera, o permanecía permanentemente inalterable; si bien, como representación simbólica, encarnaba el paradigma de la muerte y la resurrección (y el de la inmortalidad) como ejes constitutivos del «aparente» movimiento del cosmos, que llevaba implícitos todos los demás fenómenos perceptibles. Pero hemos de tener en cuenta que los términos «imagen fenoménica» y «representación simbólica» son acuñaciones de nuestra cultura moderna y contemporánea, de gran utilidad operativa para entendernos en nuestro mundo, pero que nada tienen que ver con el contexto de las culturas de las primeras poblaciones sedentarias asentadas junto a los ríos y pantanos (Tigris y Éufrates, Nilo e Indo). Para la mentalidad y el pensamiento arcaicos, que comenzaba a descubrir las primeras dicotomías lógicas, la naturaleza y el símbolo, al igual que el sujeto y el objeto, eran una única y misma cosa que no podría disociarse.

A pesar de lo cual, no debemos caer en el error del considerar al árbol, por sí mismo, como un elemento de adoración, como el destinatario y el objeto de una ciega idolatría. La experiencia de las culturas primitivas concibió, como estamos viendo, un cosmos interpretado por el mito generador de «realidad» que hacía posible, con sus ritos, la renovación periódica del mundo. Y dentro de cuyo contexto el árbol cósmico se presentaba como uno de los principales signos y manifestaciones de la diosa, al tiempo que como inequívoca representación del drama experimentado por el hijo. Es decir, el árbol se hacía «sagrado» en virtud del poder oculto que le otorgaba el mito, al considerarle el paradigma visible del misterio de la muerte y la resurrección anual de la naturaleza, continuamente repetida; o dicho de otro modo: porque manifestaba la intuición de una «realidad» que estaba más allá y escapaba al «yo-tú» en el que se desenvolvía la cotidianeidad de la acción humana. «Por su simple presencia («el poder») y por su propia ley de evolución («la regeneración»), el árbol repetía lo que, para la experiencia arcaica, era el cosmos en su totalidad». Por eso, «un árbol se convertía en sagrado, sin dejar de ser árbol, en virtud del poder que manifestaba, y si se convertía en árbol cósmico era porque lo que manifestaba repetía punto por punto lo que sugería la totalidad del cosmos».

La presencia de una divinidad en un árbol o rodeada de vegetación fue un motivo recurrente en el arte plástico paleo-oriental, y puede observarse también en los restos de las culturas del valle del Indo, Mesopotamia, Egipto y Creta. Generalmente, y de manera invariable, el árbol representaba la presencia permanente y el poder de la diosa, así como su «encarnación» mundana o manifestación visible y evidente. De manera genérica, y desde un punto de vista meramente formal, podemos decir que los árboles daban a luz (parían) a los hijos de la diosa o dioses redentores, al tiempo que eran testigos de su propia muerte y posterior resurrección (Odín y el árbol Yggdrasil, por el que el dios cabalgaba uniendo la tierra, el cielo y el infierno; Osiris y el tamarisco, del que renacía en Biblos; Atis y el pino, bajo el que moría desangrado; Cristo y el árbol de la cruz o árbol del conocimiento, que permitía el acceso a la salvación proporcionada por árbol de la vida, etc. etc.). Por lo que se representó a estas deidades salvadoras como encarnaciones de la sabia vivificante y de las fases dinámicas y siempre renovadas de su desarrollo estacional. No en vano, las raíces del árbol sagrado se hundían en la tierra y el tronco crecía hacia la luz celeste, a la vez que registraba el paso del tiempo agregando un anillo a su estructura por cada ciclo anual de crecimiento.

Una de las primeras noticias de su indudable sacralidad nos la proporcionaba, dentro de la cultura sumeria y acadia, el Árbol de Eridu, plantado al parecer en el paseo de Ea de esa «opulenta» ciudad vecina al Éufrates. «En un largo sortilegio acádico de tipo médico se recogía una alusión a un mítico árbol de propiedades excepcionales, crecido en Eridu, y que ha sido considerado por algunos especialistas como el prototipo originario del Árbol de la Vida». Un modelo que se repitió sin duda en todas las culturas semíticas occidentales, hasta llegar a la Biblia hebrea, donde no sólo se hablaba de los dos famosos árboles situados en el Jardín del Edén, sino también del árbol ritual de Astarté que, según 2 Reyes, estuvo albergado en el interior la casa de Yahvé: «[Josías] asesinó a los sacerdotes idólatras que los reyes de Judá habían puesto para que quemasen incienso en los lugares altos […]. También sacó de la casa de Yahvé el árbol ritual de Astarté […]. Y destruyó las habitaciones de los varones consagrados a la prostitución ritual».

Y muy sobresaliente resultaba también, en este sentido, el detalle del encuentro de Osiris por Isis dentro del tronco del tamarisco; después de haber sido transportado por las aguas hasta Biblos, donde, al parecer, terminó fundiéndose con el árbol sagrado. O el del nacimiento de Adonis, amante de la diosa Afrodita, dentro de la corteza del árbol de la mirra. En cuanto a este último, contaba la leyenda que la bella princesa Mirra, su madre, había tenido amores con su padre, el rey de Chipre, y fue castigada por ello y convertida en árbol; y bajo esa forma dio a luz a su hijo Adonis, un joven tan hermoso que hasta la misma diosa del amor quedó impresionada ante su presencia.

Sobre la transformación de la princesa en el árbol de la mirra, que lloraba lágrimas de sabia, comentaba el poeta Ovidio:

La sangre se convierte en savia, los brazos en grandes ramas, los dedos en pequeñas hojas, y la piel se le endurece en calidad de corteza. Y ya el árbol que la va invadiendo le había apretado el grávido vientre y sepultado el pecho, y estaba a punto de taparle el cuello: no soportó ella la espera, y, saliendo al encuentro de la madera que se le acercaba, se hundió en ella y sumergió en la corteza el rostro.

Adonis fue una deidad mortal de la vegetación, cuya muerte y resurrección se celebraba, como símbolo de regeneración, todas las primaveras. Concepción de fondo que lo emparentaba, como vemos, con Osiris, incrustado su cuerpo dentro del tronco de un tamarisco, del que volvió a renacer de nuevo; un árbol que, dada su enormidad y magnificencia, terminó convirtiéndose en el pilar que serviría de fundamento al palacio de Malcandro. Digamos que Osiris, hermano y esposo de Isis, moría a manos de su hermano Seth (encarnación de la sequía y de la tierra roja), y comenzaba su renacimiento a través del árbol, cuando su sarcófago, a la deriva en el mar, tras ser transportado desde el río Nilo, llegada a las costas del Líbano y la vegetación crecía a su alrededor hasta cubrirlo y fundirlo dentro de su naturaleza. Y también Atis aparecía vinculado al espíritu de árbol, muerto y desangrado, en la versión más extendida, bajo un pino o un abeto, y cuya semana de pasión, en Roma, giraba en torno al tronco que, transportado desde los bosques cercanos, servía de patíbulo al dios hijo-amante de la diosa Cibeles. Al sumerio Dumuzi, amante de la diosa Inanna, se le llamó también «señor del árbol de la vida». Y no hemos de olvidar que, aunque caracterizado por la vid y el racimo de uvas, una de las advocaciones de Dioniso era asimismo la de «dios de los árboles». Pues no en vano en Beocia era conocido como «Dioniso en el árbol», y su imagen representada frecuentemente por un leño erguido en forma de poste y cubierto por un manto. Igualmente, la reina Maya se apoyaba en el tronco de un árbol mientras daba a luz al Buda, quien, convertido en adulto, alcanzaría la iluminación bajo el árbol boddhi. Por su parte, el dios Odín (Wotan o Woden) de la mitología nórdica era colgado del árbol sagrado en beneficio de la salvación de los hombres. Y Mitra, el dios asociado al sol, nacía, según la leyenda, en una cueva, aunque en algunas variantes narrativas la deidad de origen persa emergía de una roca o de un árbol como Sol Invictus durante el solsticio de invierno. «Un título [sol invencible] que recayó naturalmente en Jesús, quien nacía al mismo tiempo. La vida de Jesús aparecía también repleta de árboles imaginarios. Su padre terrenal era un carpintero, artesano del árbol caído. Y en el Rigveda, el arquitecto del universo, Tvastri, era imaginado como un carpintero que fabricaba el mundo, haciéndolo existir».

Por encima de cualquier consideración, el árbol reproducía ante todo el drama cósmico de la muerte y la resurrección del hijo, amante o esposo de la diosa, por cuanto desaparecía y volvía nuevamente a la vida en primavera, augurando el mismo porvenir al resto de los mortales. Digamos que el proceso obedecía al principio de morir para volver a vivir de nuevo, mientras el árbol de hoja perenne terminaría simbolizando la inmortalidad y la vida eterna en una etapa mucho más avanzada de la cultura y la civilización. Si bien, el árbol no era solo la imagen del cosmos que representaba el drama protagonizado por el hijo; era también el eje del mundo o axis mundi: un símbolo ubicuo presente en casi todas las culturas, cuya idea expresaba el punto de conexión y la continuidad entre el cielo, la superficie de la tierra y el inframundo habitado por los muertos. Hemos de reconocer que ésta fue una idea generalizada en las distintas culturas de los primeros cultivadores, que proyectó su ideología y sus valores a todo el mundo antiguo. Claro ejemplo de ello fue el hecho de que Hesíodo situara el Tártaro (el lugar subterráneo donde recibían castigo los dioses que desobedecían los mandatos de Zeus), en lo más profundo del Hades, incluso «por debajo de las raíces de la tierra».

De manera muy general, podemos decir que el «Árbol» estaba ubicado imaginariamente en el centro del mundo, en el omphalos griego, y se presentaba como el pilar central y sostén que sujetaba el universo: la columna Djed de los egipcios que se erguía como símbolo de renovación propiciado por la inundación de las aguas del Nilo. Se solía representar a través de su imagen universal y arquetípica, hundiendo sus raíces en la tierra y proyectando sus ramas verdes hacía el cielo; pero en ocasiones, como en el caso de la India antigua, aparecía como un árbol invertido, representando la creación en un sentido descendente. En este caso, sus semillas y raíces espirituales se encontraban en el cielo, y su tronco y sus ramas se proyectaban sobre el mundo, de la misma forma que los rayos del sol se desparraman sobre la superficie de la tierra.

Como vemos, el árbol cósmico, de carácter ubicuo, adquiría diferentes variantes y manifestaciones; y quizá por ello los eruditos e investigadores le han ofrecido múltiples denominaciones, que, en ocasiones, y a pensar de una voluntad clarificadora, no hacen sino oscurecer su verdadero significado. Pero, en el fondo, nos encontramos con una misma realidad que tan solo presenta formas y matices diferentes. Por eso, obligados a clarificar sus significados, en este trabajo optamos por la perspectiva diacrónica que nos presenta el árbol cósmico de carácter primitivo, por una parte, y las dos variantes bíblicas, por otra, más evolucionadas, del árbol de la vida (inmortalidad) y el árbol del conocimiento (sabiduría). Se trató, sin duda, de tres niveles de significación que se alternaron y fusionaron frecuentemente bajo la denominación genérica y universal de «árbol sagrado», cuyas más agudas y perfiladas manifestaciones las encontramos en Escandinavia, Mesopotamia, Egipto y la India antigua.

En este sentido, uno de los casos que con más claridad ejemplificó el eje del mundo fue el del fresno Yggdrasil, que crecía en los bosques sagrados de las mitologías germánica y escandinava: el axis mundi que atravesaba y comunicaba los tres ámbitos de la realidad cósmica: el inframundo o infierno, la tierra y el cielo. «El árbol Yggdrasil, situado en el centro, simbolizaba y al mismo tiempo constituía el universo. Su cima tocaba al cielo y sus ramas abarcaban el mundo. Una de sus raíces se hundía en el país de los muertos (Hel), la otra llegaba al país de los gigantes y la tercera al mundo de los hombres. Desde que brotó, es decir, desde que el mundo fue ordenado por los dioses, Yggdrasil estuvo amenazado de ruina, pues un águila comenzó a devorar su follaje, su tronco empezó a pudrirse y la serpiente Niddhog se puso a roerle las raíces. Un día no muy lejano Yggdrasil caerá, y entonces sobrevendrá el fin del mundo (ragnarók)».

En la mitología escandinava Yggdrasil presentaba una amplia simbología: era el poderoso fresno de hoja caduca en el que Odín se sacrificó por el bien de los hombres; se le consideraba también fuente de vida e inmortalidad, a cuya sombra se reunían los dioses en concilio para deliberar. Y como árbol cósmico, además, servía de unión entre los tres mundos, pues sus ramas se elevaban hasta el Walhalla, y de sus raíces fluía un manantial de agua pura, origen de los ríos y símbolo del transcurso del tiempo terrenal. Por otra parte, la presencia y la lucha del águila y la serpiente que devoraban sus hojas y raíces fue interpretada siempre como un símbolo cosmológico de la dualidad y de la lucha entre la luz y las tinieblas; de oposición de los dos principios, el solar y el subterráneo, que aparecía en todas las mitologías y muy especialmente en el hinduismo, donde se nos presentaba la lucha del pájaro mítico Garuda, enemigo de las serpientes, contra todo tipo de reptiles.

De la misma manera, la tradición de la antigua India, desde sus primitivos textos, representaba al cosmos bajo la forma de un árbol gigante recreado de manera invertida (Aśvattha, o higuera sagrada). «En las Upanishads se precisaba dialécticamente esta concepción: el universo era un “árbol invertido” que hundía sus raíces en el cielo y extendía sus ramas sobre la tierra entera». En la Katha Upanishad se describía como el árbol eterno cuyas raíces estaban arriba y cuyas ramas aparecían abajo, representando la pureza inmaculada: «Era el brahman, lo que se llama la no muerte. Todos los mundos descansaban en él». Por su parte, en la Bhagavadgītā, el árbol cósmico invertido llegaba a expresar no solo el universo, sino también la condición del hombre en el mundo: «Se decía que hay un Aśvattha imperecedero, con las raíces arriba y las ramas abajo, cuyas hojas son los himnos del Veda; pues quien lo conoce, conoce el Veda».

En el antiguo Egipto, Hathor, la diosa egipcia del amor, se representaba también, como otras deidades, con figura arborescente. Pero el árbol sagrado era allí el sicómoro, quien aparecía a menudo con las ramas cargadas de regalos, al tiempo que el agua fluía a su alrededor. De acuerdo al Libro de los Muertos, había dos sicomoros gemelos en la entrada de la puerta este del cielo, desde donde Ra emergía cada día. «Identificado por los egipcios como Nehet, el sicomoro era una higuera de la especie Ficus Sycomorus de madera incorruptible, pero de calidad tosca, por lo que no hay que divagar demasiado para entender cuáles fueron las razones para relacionarlo con los conceptos de nacimiento, regeneración o infinitud». Aparecen documentados varios cultos consagrados al sicomoro, de entre los cuales el más destacado fue el de la diosa Hathor como “Señora del Sicómoro del Sur” en Menfis, donde se consideró a este árbol como «El Cuerpo Viviente de Hathor en la Tierra», de cuyo centro asomaba para ofrecer alimentos y agua; y nutría bajo su forma a los difuntos.

En opinión de algunos autores, el sicomoro tuvo también relación con Osiris hasta comienzos de la época romana. Pero en el antiguo Egipto el sauce fue también símbolo de esta divinidad, posiblemente porque en una de las versiones de su leyenda (la otra habla del tamarisco) fue el árbol que protegió su cuerpo cuando, después de ser asesinado, quedó varado en la costa de Biblos. «Otra narración comentaba que sobre sus ramas se posaba un ave, que era el “alma” de Osiris, bajo la forma de pájaro Bennu, cuyo cuerpo se encontraba bajo éste. Por todo ello, todos los centros religiosos en los que se veneraba el culto al dios del inframundo se jactaban de poseer la hipotética tumba de Osiris y se adornaban con este árbol, símbolo del dios.
En Egipto existía, además, una fiesta anual denominada la “erección del sauce” y en el templo de Hathor de Heliópolis existía una capilla llamada “capilla para alzar el sauce”. El simbolismo de ambas guardaba sin duda estrecha relación con el campo, el crecimiento de los árboles y con la ceremonia de la erección del pilar o la columna Djed».

La primera referencia que tenemos de Osiris aparece datada en el año 3000 antes de nuestra era, coincidiendo con la primera dinastía egipcia, dentro de la cual el faraón se denominaba a sí mismo como «el hijo de Isis». Y ya en los Textos de las Pirámides y más tarde en El Libro de los Muertos se hablaba del árbol de la vida. No hemos de olvidar que Osiris fue el arquetipo egipcio del dios muerto y resucitado, y quizá la deidad neolítica más antigua documentada en el marco de la historia antigua junto al sumerio Dumuzi, amante de la diosa Inanna. Al parecer, y como luego veremos, la representación del drama de la muerte y la resurrección de Osiris se celebraba en Abidos en el mes de Khoiak (noviembre) a lo largo de ocho días. En el momento más importante de la celebración, el día de la resurrección, «se elevaba un tronco de árbol descomunal al resonante grito de “Osiris ha resucitado”. Esta columna, conocida como Djed, sostenía las cuatro ramas cruzadas que representaban los cuatro cuartos del universo (demarcados por la cruz solar) y las cuatro fases de la luna. Y tras ser erguida se convertía en el árbol de la vida, pues para los antiguos egipcios Osiris era el símbolo más eminente de la resurrección». En los Textos de las Pirámides leemos que «las golondrinas ofrecían al difundo el árbol de la vida, del cual los dioses vivían, para que el difunto viviese junto a ellos». Y en El Libro de los Muertos, se representaba a los difuntos vestidos de lino blanco y con sus necesidades de subsistencia satisfechas; pues éstos aparecían sentados en la campiña de Osiris, cerca de un lago, y comían del árbol de la vida, cuyos frutos, según el Apocalipsis, deberían alimentar muchos siglos después a los habitantes de la Jerusalén celestial, con sus moradores también ataviados con vestiduras blancas. Se trata de testimonios antiquísimos quizá solo sobrepasados en edad por determinados poemas sumerio-acadios en los que, entre los muchos nombres adjudicados al consorte, hijo o amante de la Diosa Madre, se encontraba el del «señor del árbol de la verdad». Uno de estos poemas expresaba el sentido de la relación hijo-amante con su madre-esposa y hablaba de un gran árbol cuyas raíces se extendían hasta las profundidades de la tierra.

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© Eliseo Ferrer

Mito, ritual y significado del «Sacrificio del Rey Sagrado».

Los orígenes antropológicos del mito cristiano, según Eliseo Ferrer.

© Eliseo Ferrer (Desde una antropología materialista).

La muerte sacrificial y violenta del Rey Sagrado (el hijo de la reina o de la diosa neolítica), fue la parte sobresaliente de un ritual arcaico que, de forma periódica, perseguía la influencia propiciatoria de las fuerzas y energías invisibles de la Diosa-Tierra sobre la renovación del cosmos y la expiación de las impurezas y las culpas de la tribu. Se trató de uno de los acontecimientos «religiosos» más característicos de las culturas primitivas y de la protohistoria del mundo, que marcó el devenir posterior de las relaciones del hombre con el ámbito de lo «sagrado».

Eliseo Ferrer

Este ancestral y complejo fenómeno fue tipificado por James G. Frazer en «La rama dorada. Magia y religión» (1890-1922), [1] como el «Sacrificio del Rey Sagrado»; y aludía al dramático destino de un «monarca» joven que, primero bajo la tutela y dominio de la reina heredera, luego como rey soberano y, finalmente, como sustituto del rey, debía ensangrentar la tierra y morir al cabo de un año, al cabo de ocho, de doce años o del periodo cíclico prescrito en el ritual. Se trataba de insuflar las energías y el poder de su juventud tanto a un cosmos en decadencia y en riesgo de desaparecer, como a la propia institución de la realeza; para, de esta forma, sobrevivir (el mundo y la soberanía real) otro nuevo ciclo y reeditar, una vez más, las funciones preestablecidas en el mito cosmogónico: muerte y resurrección del cosmos y las instituciones humanas a través del ritual del asesinato regio que se repetía cíclicamente. Porque la muerte del rey, según el mito, implicaba también su resurrección (una «nueva creación» en el lenguaje de Mircea Eliade) [2] que era solidaria y se manifestaba en las distintas imágenes de las fases de la luna, en el renacimiento de la naturaleza vegetal y en la prosperidad de los campos cultivados y las cosechas generadas con las primeras lluvias caídas tras el invierno y la llegada de la primavera.

Todo lo cual experimentó importantes transformaciones en el tiempo, al ser ejecutado el sacrificio ya en época histórica sobre lo que Frazer calificó como «reyes temporeros»: [3] figuras que accedían a los privilegios de la realeza con la única finalidad de convertirse en objeto del sacrificio y de la muerte ritual. Se trataba de «regicidios periódicos a plazo fijo», [4] según otra de las fórmulas de este autor, dependiendo el plazo de celebración del ritual de lo avanzado de la civilización o de factores tales como la dependencia del ciclo solar, de los ciclos sinódicos de Venus [5] o de otras consideraciones mítico-temporales.

Sea como fuere, lo cierto es que el rey, o su sustituto (su hijo primogénito, un voluntario o un convicto elegido para la ocasión), era sacrificado dentro de un ritual de regeneración cósmica y/o expiación de enfermedades, culpas, impurezas y pecados, para resucitar en primavera. De tal manera que la vida (resurrección) del Rey Sagrado asesinado ese año era representada en el rito y en la liturgia a través de la elección previa de una víctima alternativa, que debía ser sacrificada al final del año o al final del ciclo siguiente.

Las evocadoras imágenes de Robert Graves.

Aunque surgido sin duda en la época del matriarcado neolítico (y quizás antes), en mi libro «Sacrificio y drama del Rey Sagrado», situé el momento esplendoroso del ritual del Rey Sagrado poco antes de las invasiones de las tribus matriarcales por las hordas de pastores y guerreros: «Fue en el contexto de revalorización del papel del macho como generador de vida a través de la unión carnal, junto a las primeras manifestaciones agrícolas y su dependencia de los ciclos anuales del sol, donde hay que situar la figura del Rey Sagrado y su sacrificio mágico-ritual de manera perfectamente perfilada y definida. El Rey Sagrado era un agente de la fertilidad identificado con el sol, garante de la abundancia material y, en definitiva, de la supervivencia y de la regeneración cósmica anual». [6] De tal forma que, «así en la tierra como en el cielo», su figura ofrecía de manera indudable (antes del sacrificio y tras la resurrección) «un hieros gamos o matrimonio sagrado entre el Rey (hijo de la Diosa Madre, primero, y, luego, hijo y encarnación de Urano) y la reina o sacerdotisa de la Diosa; una unión sagrada que se presentaba como la trasposición terrestre del hieros gamos cósmico de la Diosa Tierra y el dios celeste Urano, quien «ahora» irrigaba a la diosa con los flujos seminales de la lluvia fertilizadora». [7]

Comenta Robert Graves, en este sentido, que «la reina tribal elegía un amante anual entre su entorno de jóvenes varones, un rey que debía ser sacrificado al acabar el año, haciendo de él un símbolo de fertilidad más que un objeto de placer erótico. Su sangre, una vez muerto, era esparcida por el campo para que fructificasen los árboles, las cosechas y los rebaños. Su carne se partía (tras haber dispersado también una parte por los campos) y era comida cruda por las ninfas compañeras de la reina, sacerdotisas con máscaras animales». [8] El sacrificio constituía (tal y como expliqué ampliamente en mi libro) un auténtico ritual de fertilidad que generalmente concluía en una eucaristía caníbal, tras haber dispersado una parte del cuerpo del sacrificado para que la tierra, irrigada con su sangre y regenerada con su juvenil vigor, produjera cosechas en abundancia y los animales domésticos se multiplicaran.

De manera similar fue descuartizado Osiris y desparramados sus fragmentos por el Valle del Nilo; de forma parecida también fue despedazado Dioniso por los Titanes, y con idénticos ritos comulgaron las bacantes. Como consecuencia de ello, y a modo de signo de la resurrección del hijo o amante de la diosa, «brotaban las plantas y germinaban los frutos comestibles; de la sangre de Atis brotaban violetas; de la sangre de Adonis, las rosas y las anémonas, y del cuerpo de Osiris el trigo, la planta maat y toda clase de hierbas medicinales y beneficiosas para los hombres». [9]

El Rey Sagrado y el mito cristiano.

Según he explicado detenidamente en mi obra («Sacrificio y drama del Rey Sagrado»), que parte de las tesis iniciales de Frazer en torno al Sacrificio del Rey Sagrado y aborda sus implicaciones en el mito cristiano (a través de una sucesión diacrónica que abarca los cultos de la vegetación, los cultos mistéricos, la mitología indoirania del salvador, el mito gnóstico y el mito del cristianismo de la Iglesia), «el ritual del sacrificio neolítico y protohistórico  regeneraba periódicamente las fuerzas cósmicas a través de una nueva creación y hacía posible la resurrección de las cosechas y la proliferación de los ganados. De igual manera que la semilla y la planta del cereal, el Rey Sagrado debía morir para luego resucitar: exactamente igual que la semilla del grano moría bajo la tierra en invierno para resucitar en primavera bajo el aliento del agua y de la luz del sol. Se trataba de dos fenómenos solidarios que aparecían inextricablemente implicados y en permanente simbiosis funcional; pues si el destino del cereal inspiraba el destino cíclico de la muerte y la resurrección del Rey Sagrado, la muerte de éste en sacrificio ritual alentaba y hacía posible la germinación del cereal y de todo el cosmos en general». [10]

Tal es así que podemos asegurar que, en aquellas sociedades del Neolítico y de la Edad del Bronce, no había renacimiento y resurrección de la naturaleza vegetal y esperanza para la continuidad del cosmos (incluido el destino cíclico, tras la muerte, de los hombres y los animales) sin la muerte sacrificial del Rey Sagrado. Es lo mismo si ésta venía encarnada por el niño-dios (el hijo-amante de la diosa), por el Rey Sagrado (esposo-hijo de la reina o la sacerdotisa o hijo de Urano), por el hijo primogénito del soberano o por los «reyes temporeros» (sustitutos del monarca destinados al sacrificio anual). Por supuesto, no se trataba de un rito de adoración de la naturaleza, ni de una mera contribución al poder de la tierra, sino de un rito sacrificial de magia creadora (fruto de un pensamiento analógico) que cabía considerar como un signo propiciatorio con el que activar y regenerar, por medio de la sangre de la víctima, las fuerzas y las energías cósmicas agotadas que provenían del universo inmanifestado de la tierra (inicialmente, de la Diosa Madre).

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  • [1] James G. Frazer. «La rama dorada. Magia y religión». Madrid-Ciudad de México, 2014.
  • [2] Mircea Eliade. «Tratado de historia de las religiones. Morfología y dialéctica de lo sagrado». Barcelona, 1990. p. 387.
  • [3] J. G. Frazer. Op. Cit. 196.
  • [4] Op. Cit. 190.
  • [5] El planeta Venus necesita ocho años para volver al mismo lugar del zodíaco cuando tiene su brillantez máxima.
  • [6] Eliseo Ferrer. «Sacrificio y drama del Rey Sagrado (Genealogía, antropología e historia del mito de Cristo)». Madrid, 2021. pp. 43-80.
  • [7] Op. Cit. 55.
  • [8] Robert Graves. «Los mitos griegos». Barcelona, 2009. p. 23.
  • [9] M. Eliade. «Tratado». 363.
  • [10] E. Ferrer. «Sacrificio…». 52.

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Los árboles sagrados del judaísmo y el cristianismo.

El prototipo bíblico del árbol se encontraba en el Edén (el Dilmun mesopotámico y el jardín o paraíso persa: «pairi-daeza» o «paerdís»), asociado también al agua y a la tierra.

Eliseo Ferrer

© Eliseo Ferrer (Desde una antropología materialista).

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Por supuesto, la cultura del antiguo Israel tampoco escapó a los insoslayables orígenes neolíticos protagonizados por la diosa de la vegetación y por el árbol en el entorno de las primeras culturas agrícolas. El prototipo bíblico del árbol se encontraba en el Edén (el Dilmun mesopotámico y el jardín o paraíso persa: «pairi-daeza» o «paerdís»), asociado también al agua, al igual que ocurría en todo el entorno medio-oriental: «Jehovah Dios hizo brotar de la tierra toda clase de árboles atractivos a la vista y buenos para comer; también en medio del jardín, el árbol de la vida y el árbol del conocimiento del bien y del mal. Un río salía de Edén para regar el jardín, y de allí se dividía en cuatro brazos». Es decir, en medio del paraíso la divinidad había colocado el árbol de la inmortalidad y el árbol de la sabiduría, y Dios prohibió a Adán que comiera los frutos de este último, «porque el día en que comas de él, ciertamente morirás».

La conclusión del relato es de todos conocida: Eva, tentada por la serpiente dio de comer a Adán el fruto del árbol del conocimiento y ambos fueron expulsados de aquel mundo idílico. No nos interesa profundizar aquí en el sentido y la coherencia de una prohibición que ha llevado durante siglos a exégetas y a eruditos a preguntarse si el hombre se hacía semejante a Dios solamente por comer del árbol del bien y del mal, o porque, al adquirir la sabiduría que proporcionaban sus frutos, podía descubrir el árbol de la vida, y lograr, de esta forma, la inmortalidad, como insinúa el propio texto. Mucho más interesante para nuestro propósito es indagar el significado oculto de un mito cuyo contenido nos sugiere, a primera vista, el itinerario contrario al trazado por el mito de Gilgamesh, pero que presentó finalmente una misma conclusión: la de la presencia de la muerte como el inevitable punto final de la existencia humana, a la que hay que buscarle remedios y paliativos de cara a la perdurabilidad. Si el semidiós mesopotámico y rey de la ciudad de Uruk buscaba infructuosamente la inmortalidad en el tercer mileno antes de nuestra era, Adán y Eva eran arrojados al mundo desde la unidad edénica del paraíso; aunque lo que en ambos mitos subyacía era la conciencia más o menos desarrollada de la presencia de la muerte como punto de referencia ineludible y desenlace de la existencia.

Se ha supuesto tradicionalmente que tanto el árbol de la vida como el árbol del conocimiento, que, según el mito, crecían en el centro del Edén bordeados por los cuatro ríos que formaban una cruz, señalaban el punto de inflexión que determinaba el abandono de la perfección originaria y el posible o imposible retorno a ella. Sin duda alguna, el árbol de la vida representaba la unidad primordial con la divinidad, mientras el árbol del conocimiento del bien y del mal ponía de relieve el desdoblamiento de la unidad primigenia en una naturaleza dualista; ya que quien comía de sus frutos conocía el bien y el mal y, en general, cabe suponer que todos los opuestos que transmitía la primitiva e incipiente estructura binaria de la conciencia. Hemos de anticipar, en este sentido, que no hubo ninguna exclusividad en la mitología del antiguo Israel, como tampoco la hubo en su historia: en varias tradiciones orientales encontró cabida el mito que relacionaba el árbol del conocimiento y «la caída» del hombre primordial, quien perdía su inocencia originaria y entraba a formar parte del mundo dualista y múltiple de los fenómenos; de la misma forma que el fruto del árbol de la vida confería la inmortalidad y podía permitir el retorno del hombre al paraíso perdido y a la unidad de origen. Este punto de inflexión que transmitía el mito del árbol del conocimiento, como ciencia y sabiduría, que permitía descubrir el tránsito entre la unidad, por una parte, y la dualidad y la multiplicidad, por otra, aparecía de forma indudablemente clara en el zoroastrismo, en el platonismo, en cierto judaísmo helenístico y en el gnosticismo cristiano; doctrinas todas ellas donde la salvación y la inmortalidad se lograban por medio del conocimiento y la sabiduría.

Tal y como puso de relieve toda la tradición hermenéutica (alegórica) de las Escrituras iniciada por Filón de Alejandría, la inocencia y la unidad primordial con la naturaleza se perdieron cuando el hombre comió el fruto prohibido del árbol del conocimiento. Justo en ese momento, el cielo y la tierra se separaron, el hombre fue expulsado del paraíso y se hizo imposible la comunicación entre los dioses, los animales y los hombres. Por eso decía Hesíodo, como hemos visto anteriormente, que los sacrificios comenzaron cuando se separaron los dioses y los hombres; es decir, cuando, en el lenguaje del judaísmo y el cristianismo, se produjo «la caída del hombre»; o si se prefiere: cuando la acción cultural desgarró a los humanos de la unidad originaria que les mantenía indiferenciados de las otras especies animales y de la naturaleza en general. Un mito el de «la caída» que representó «la fragmentación del espíritu [de lo Uno], el ir de la unidad primordial a la dualidad y a la multiplicidad del mundo de los fenómenos; el alejarse del centro de paz y perfección hacia la circunferencia giratoria del cambio, la dispersión, la multiplicidad y la entrada en el tiempo».

De acuerdo con la interpretación del platonismo, de cierto judaísmo helenizado y del gnosticismo, la caída de Adán y Eva y su expulsión del paraíso no fue otra cosa que la alegoría de «la caída del alma o del espíritu en la materia». Los dos árboles del Génesis (el de la vida y el del conocimiento, el de la unidad y el de la dualidad), que facilitaron el despertar de la conciencia de Adán y Eva tuvieron, en este contexto, un significado similar al que se dejaba intuir en el árbol de Osiris en el antiguo Egipto: el árbol que lo recogió del mar y lo cobijó hasta llegar a la ciudad de Biblos. Significado similar al representado por el árbol de Adonis; por el pino en el que era empalado Atis todos los años en su semana de pasión, o por el árbol sagrado en que Odín había sido colgado para salvar a los hombres. No hay que olvidar que «el dios mortal era crucificado en un árbol, representado por una cruz o un árbol en crecimiento. Y que la cruz tau (en forma de T) era llamada árbol de la vida o árbol del paraíso». Imágenes todas ellas contenidas en la carta del tarot según la cual se representa el sacrificio en un árbol, y en la que el colgado simboliza al espíritu prisionero en la materia. Exactamente el mismo significado, en definitiva, que el árbol de la cruz de Cristo, quien, según el desarrollo de la teología cristiana, vino desde el cielo a ofrecer un carácter complementario y concluyente a la caída de Adán, pues si el primer árbol había traído el pecado y la muerte, el árbol de la cruz debía traer la salvación al mundo por medio de la muerte del hijo divino.

De hecho, la iconografía confirma estos presupuestos a través de las cruces arborescentes desarrolladas a lo largo de los siglos por la tradición del cristianismo en toda la Europa occidental y en la América española. En Inglaterra, por ejemplo, fue muy conocida la cruz del salterio de Evesham, de 1250, donde Jesucristo aparecía crucificado no en dos maderos cruzados, sino en dos ramas en forma de cruz que imitaban al árbol. A su lado aparecían la Virgen y San Juan, y sobre la imagen había dos ángeles que sostenían dos discos con las caras del sol y de la luna. En Alemania encontramos los «crucifijos dolorosos» de Coestfeld y Bocholt, también conocidos como Gabelkreuz, cuya particularidad consiste en que carecen de travesaño horizontal, habiendo sido sustituido éste por dos palos oblicuos en forma de “Y” griega. Al parecer, este tipo de representaciones fueron propios de la escultura gótica alemana de finales del siglo trece, y algunas de las más antiguas se encuentran en Colonia y en Coestfeld, Renania del Norte-Westfalia. Desde siempre se ha atribuido la forma singular de estos crucifijos (en “Y” griega) a la voluntad de reproducir el aspecto del tronco y las ramas de un árbol, para identificar la cruz con el árbol de la redención y el árbol por medio del cual se cometió el primer pecado del mundo. En Italia encontramos varias piezas de este mismo modelo, como el de la basílica de Santa María Novella, en Florencia. Y otro «crucifijo doloroso» con esta misma forma de árbol lo encontramos en las estribaciones de los Pirineos españoles, en Puente la Reina (Navarra): una supuesta donación de algún peregrino alemán del siglo catorce por encontrarse localizada su ubicación en la confluencia de la ruta jacobea navarra y la aragonesa.

Esta tradición cristiana de representar cruces que imitan la forma de los árboles, o que son explícitamente árboles, no puede entenderse si no partimos de la base de que el crucifijo (de signo patético y sufriente) no apreció en las abadías y las iglesias de la Europa occidental hasta bien entrado el siglo once, cuando muchas de las comunidades orientales se hallaban ya bajo el yugo del Islam; y que una antigua tradición, si no esotérica, sí hasta cierto punto discreta y poco difundida, habría convertido desde el siglo quinto el árbol de Jesé, del que hablaba Isaías, en una pieza clave de la doctrina de la Iglesia por ser el árbol del que «brotaba» Cristo. «Un retoño nacerá del tronco de Isaí [Jesé], y un vástago de sus raíces dará fruto. Sobre él reposará el espíritu de Jehovah: espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de conocimiento y de temor». Por su parte, el Apocalipsis se reafirmaba en esta misma idea cuando señalaba: «Y uno de los ancianos me dijo: No llores. He aquí el león de la tribu de Judá, la raíz [del árbol] de David, que ha vencido para abrir el libro y sus siete sellos».

Jesé, según la Biblia, había sido el padre de David, de cuya estirpe debía nacer el mesías de Israel, y su nombre no era otra cosa que la traducción griega de los nombres Ishai o Isaí, utilizados por Isaías. «La importancia teológica del tema del árbol de Jesé […], llevó a su representación prácticamente en todo tipo de soportes y técnicas artísticas. Las primeras representaciones del tema y en las que aparecía una mayor diversidad fueron las miniaturas de manuscritos como evangeliarios, biblias, leccionarios, salterios o antifonarios. Posiblemente, de la miniatura el tema saltó a los muros, para cobrar pronto su versión monumental en la pintura mural románica, llegando incluso a techumbres de madera como la de San Miguel de Hildesheim y a la vidriera gótica de la que es pieza clave la famosa representación de Saint-Denis, que dio origen a numerosas versiones como la de la catedral de Chartres».

Por lo que podemos asegurar que la representación de la cruz de Cristo como el árbol de Jesé fue muy anterior al crucifijo medieval de carácter patético y sufriente que presentaba la cabeza ladeada hacía el costado derecho. En una etapa tan temprana como el siglo sexto encontramos ya figuraciones en las que el árbol de la vida brotaba indiferenciado de los brazos de una cruz. «El ejemplo más antiguo en que la cruz vegetal aparecía en la escena de la crucifixión fue en un marfil de Metz, Reims o Corbie, hacia el año 870. En el siglo once esta representación se encontraba en toda la Europa cristiana, aunque era sobre todo frecuente en Alemania. En España se cita como ejemplo del siglo once una miniatura de 1066 en el “Liber Paralipomenon” de la catedral de Vich. Del siglo doce pueden citarse como ejemplos: el descendimiento del claustro de Silos y el de un capitel de Aguilar de Campoo. Y ya en el trece: la crucifixión en piedra de la catedral de Gerona y una miniatura de un misal de la Biblioteca Nacional de Madrid».

Hemos de tener en cuenta que desde la alta Edad Media la teología y la liturgia cristianas asimilaron la cruz no sólo a la propia tradición del árbol de Jesé, sino también al árbol cósmico y al misterio de los bosques sagrados de la tradición popular europea, que sobrevivía aún en el norte de Europa. No otra fue la razón de que las primeras manifestaciones de las literaturas nacionales europeas, lo mismo que los emblemas de ciudades y grandes familias apareciesen poblados de representaciones del árbol cósmico o árbol de la vida. España no sólo no fue una excepción, sino que, en la cuna de su lengua, se convirtió al árbol en figura destacada de la primigenia literatura castellana, al tiempo que lo situaba en innumerables blasones de apellidos, villas y ciudades. Nos referimos al árbol de la primera visión de Santa Oria, donde aparecía como inequívoco símbolo de centralidad por el que se ascendía hasta el cielo. Esta visión ocupaba una parte importante del Poema de Santa Oria, escrito por Gonzalo de Berceo en la segunda mitad del siglo trece; aunque, según los eruditos, la fuente del poema habría sido un relato en prosa latina del siglo once, hoy perdido, escrito por el confesor de la santa, el hagiógrafo Munio, del Monasterio de San Millán de la Cogolla; es decir, un monje culto, al que se calificó de scriba politor. Pero lo que nos interesa destacar no es la erudición requerida en la presentación de estos datos, sino la visión onírica de la santa y los elementos simbólicos por los que se produjo su ascenso místico al cielo: la columna, las escaleras y el árbol con abundante y verde follaje, situados en la centralidad del entorno de un prado frondoso que representaba el paraíso. Digamos tan solo que la subida al árbol se llevaba a cabo a través de una columna, que aparecía provista de una escalera, y desde el árbol (la cruz), situado en el centro del paraíso, es desde donde ascendían al cielo el alma de Oria y las almas de las mártires que la acompañaban.

En España, además, la imaginería del barroco dejó una considerable impronta tanto en la península como en las provincias americanas. Los dos casos más conocidos de imágenes de cristos arborescentes de esta época respondieron, sin duda, a leyendas que fueron plasmadas en pinturas e ilustraciones, y donde lo que importaba, más allá del origen legendario y fantástico de estos relatos, era el contenido de los documentos y el significado al que nos conducen: el de Cristo naciendo del interior de un árbol o formando parte de él. Una de estas imágenes fue la del Cristo de Limache, cuya leyenda, originada en Chile, aparece ampliamente documentada en la obra del jesuita Ovalle, ilustrada posteriormente en París sobre los bocetos del jesuita y cuyo grabado se encuentra en el Museo Británico; la otra fue la del Cristo de la Encina, que, según relata la tradición, apareció en el campo de Alcántara y que a lo largo del siglo dieciocho sirvió de inspiración a un buen número de crucifijos arborescentes en iglesias americanas y extremeñas.

De esta forma, si hacemos caso al jesuita Alonso de Ovalle, la imagen de «cristo» habría aparecido fundida al tronco de un árbol, en forma de cruz, en una de las misiones chilenas alrededor del año 1636. Se trataría de la Cruz de Limache, hallada, al parecer, en la región de Valparaíso, en Chile, e ilustrada por el mismo jesuita en su relación de Indias. Según relataba este misionero, un indio habría encontrado la imagen de Cristo brotando del tronco de un árbol cuando se disponía a cortar madera en el bosque para utilizarla en edificaciones próximas. Efectivamente, tras el sorprendente «hallazgo» y una vez informadas las autoridades de la Iglesia, la imagen fue transportada a una hacienda de las inmediaciones, donde terminó siendo venerada por las gentes, financiada la edificación de una iglesia en el lugar por «una señora muy noble y devota de la Santa Cruz» y reconocida la imagen por el propio obispo de Santiago. Que fuese una recreación escultórica de aquel tiempo situada a propósito en el bosque o que, verdaderamente, fuese hallada al azar entre los árboles por un campesino indígena es algo que no debe preocuparnos demasiado. Lo que nos importa es la imagen que Ovalle reproducía, los grabados realizados posteriormente y el valor que le otorgaba el autor en su Histórica relación del Reyno de Chile y de las missiones y ministerios que exercita la Compañía de Jesus: un prodigioso árbol en forma de cruz, en definitiva, con la imagen fundida en el tronco del crucificado.

Según Pizarro Gómez, el paso del Cristo de Limache al Cristo de la Encina se habría producido en el siglo dieciocho en el continente americano, en forma de leyenda milagrosa relacionada con la conversión de los indígenas, a partir de la cual se habrían desarrollado diferentes versiones iconográficas, tanto en América como en Extremadura. Así fue como el motivo escultórico y religioso del Cristo arborescente de cuño barroco «arraigó en el arte extremeño como una de las expresiones más peculiares de la iconografía americanista; localizándose la mayoría de las manifestaciones en tierras alcantarinas». Pues al igual que ocurre con el Cristo del Museo Monseñor Sinforiano Bogarín, de Asunción (Paraguay), en al menos media docena de iglesias extremeñas se exhiben los inconfundibles rasgos icónicos del Cristo (arborescente) de la Encina: el árbol en forma de cruz con el crucificado, varios pájaros sobre sus ramas, un indio tupí en su base y un asno acompañante. Se trata de los inconfundibles ejemplos proporcionados por la imagen del santuario de Nuestra Señora del Encinar de la localidad cacereña de Ceclavín; el Cristo de la Encina de la iglesia parroquial de San Vicente Mártir, en San Vicente de Alcántara (Badajoz); el Cristo de la Encina de la iglesia de Nuestra Señora de Rocamador, en Valencia de Alcántara (Cáceres), o el lienzo de la ermita de Nuestra Señora de la Hermosa, de Fuente de Cantos, en la provincia de Badajoz. Sin olvidar la pintura que se encuentra en la iglesia de San Mateo de Cáceres: un óleo realizado alrededor de 1753 que representa la conversión de un indígena mexicano bajo un crucifijo en forma de árbol, en cuyas ramas se posaban los pájaros y bajo cuya madera colgaba el crucificado.

En cierta medida, podemos decir que el Cristo de la Encina, surgido de la tradición española en América (y que revirtió su influencia en Extremadura), sirvió de nexo de unión a dos modelos culturales que se fusionaron a través de un mestizaje icónico e ideológico que amalgamó la tradición del «árbol sagrado» de la civilización indigenista y el «árbol de la vida» (la cruz) de la civilización cristiana europea. Pues no hay que olvidar que los indios americanos colonizados por los misioneros españoles terminaron aplicando a la cruz cristiana su propio simbolismo del árbol cósmico y de las cruces autóctonas de las culturas precolombinas. El ejemplo más antiguo de esta fusión lo encontramos, ya en el siglo dieciséis, en las pinturas del convento de los Santos Reyes de Metztitlán, en Hidalgo (México), donde, por una parte, fue representado Cristo como el árbol de la vida, y, por otra, un fraile agustino fue recreado en actitud de postración ante un nopal en forma de cruz.

Según M. Alberto Morales Damián, las fuentes coloniales tempranas testimoniaron que para los mayas la llegada de la cruz había sido profetizada de antemano. «En el Chilam Balam de Chumayel se lee que “en señal del único dios de lo alto llegará el árbol sagrado (Uaom Ché, madero enhiesto), manifestándose a todos, para que sea iluminado el mundo.” La cruz fue reconocida como un árbol erecto, equivalente al árbol cósmico de los mayas prehispánicos. Sobre tal árbol podrá, dicen, distinguirse el mut, el ave profética: “vendrán y ya veréis el faisán que sobresale por encima del árbol de vida (Uaom che, madero enhiesto).” Sin embargo, quedó claro para ellos que este árbol [nuevo] sustituía al suyo, pues el profeta del Chumayel concluía diciendo: “Cuando levanten su señal en alto, cuando la levanten en el árbol de vida, todo cambiará de un golpe. Y aparecerá el sucesor del primer árbol de la tierra, y será manifiesto el cambio para todos”». Sobra decir que textos como éste coadyuvaron en gran medida a la concordia entre los indios americanos y los frailes españoles, pues nadie pudo dudar de que la profecía había sido cumplida.

No obstante, y en otro orden espacio-temporal, una de las más modernas manifestaciones de la cruz arborescente es la que encontramos en la iglesia catedral ortodoxa de la Resurrección de Cristo, en Podgorica, Montenegro, restaurada tras la década de los noventa del siglo pasado, cuando finalizaron las guerras de la antigua Yugoslavia. Se trata de una composición escultórica en la que el artista huyó del esquematismo que encontramos en algunas de las cruces del gótico, para presentar a Cristo crucificado en un árbol de carácter enteramente realista, que se encuentra fuera del recinto en una zona ajardinada, y que, en consecuencia, puede visitarse en todo momento.

Digamos, en resumen, que en las mitologías del judaísmo místico y del protognosticismo cristiano el árbol del conocimiento había provocado la caída, pero la cruz del árbol de la vida generaba la restitución, la resurrección y la salvación. En ellas, los diferentes planos representados por uno y otra, el árbol y la cruz, se confundían y se superponían mutuamente, intercambiando roles y funciones salvíficas. Dentro del misticismo de estas corrientes, había que alcanzar el contacto directo con el árbol sagrado (es decir, con la cruz), quien como axis mundi permitía la ascensión al ámbito espiritual de las regiones celestes del espíritu. De la misma forma, «en las leyendas orientales, la cruz era el puente o la escalera por la que las almas de los hombres subían hacia Dios; situada en el “centro del mundo”, era la encrucijada entre el cielo, la tierra y el infierno». De tal manera que el árbol había sido en las culturas neolíticas la línea de inflexión y la frontera que separaba el cosmos manifestado del cosmos no manifestado o invisible, lo que unía la tierra con el cielo. Unas ideas que, con diferencias formales, se mantenían en los primeros años de nuestra era, en los que la cruz del árbol de ciertas sectas del misticismo judío (hóros) seguía siendo un vehículo de comunicación, conocimiento y, a la vez, demarcación y frontera que separaba la dualidad del espíritu y la materia.

Por eso, desde el punto de vista del gnosticismo cristiano, el árbol y la cruz fueron una misma alegoría del «límite» que separaba la dualidad irreconciliable, pero que permitía el ascenso del espíritu, liberado del cuerpo, hasta su origen divino. De hecho, para esta corriente del cristianismo primitivo, la cruz era la puerta o frontera que comunicaba y separaba el ámbito del espíritu transcendente y el mundo corruptible de la materia.

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© Fragmento del libro «Sacrificio y drama del Rey Sagrado». Páginas 74-80.

Lo que enseñan los mitos. Su significado y su papel en el mundo antiguo.

El mito como paradigma de «realidad» de los grupos humanos primitivos.

© Eliseo Ferrer. (Desde una antropología materialista).

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Las filosofías racionalistas y la teología de la Iglesia ocultaron a lo largo de dos mil años el verdadero significado de los mitos y la mitología antigua, para reducir su significado a aquello que, presentado como verdad aparente en un discurso, resultaba ser falso en realidad. En este sentido, un mito vendría determinado por la narración a través de la cual se ofrecería realidad a algo o a alguien que carecería de ella. En este orden, el mito implicaba falsedad.

Eliseo Ferrer

Pero los mitos y las mitologías de la prehistoria y el mundo antiguo fueron otra cosa muy diferente. Conformaron un fenómeno importantísimo como «paradigma cultural» (sin el cual hoy no podríamos comprender el origen de los distintos grupos humanos) de unos tiempos en los que la explicación del mundo, así como el significado y el sentido de los fenómenos circundantes, se construían a través de narraciones fabulosas acaecidas fuera de la temporalidad de los ciclos cósmicos: en un tiempo primordial en el que se ocultaba la verdadera «realidad»… Es decir, el mito, en las culturas antiguas, presuponía un principio de «racionalidad» y «realidad» que explicaba, entre otras cosas, los fenómenos percibidos en la naturaleza (el rayo, el trueno, la lluvia, el sol, el cambio de las estaciones) o ideas relativas a la creación de los dioses (teogonía), de los hombres (antropogonía) o del mundo en general (cosmogonía). Todo lo cual se llevaba a cabo a través de sencillas narraciones heroicas surgidas en el ámbito exclusivo del «principio antrópico» del lenguaje. Y ello, hay que subrayarlo, no a consecuencia directa (y no mediada) de la acción abstracta y sin referente del logos, la palabra o la mera verbalidad, sino surgidas esas narraciones del impulso discursivo y de la construcción de significados que fueron generados a través de la interrelación de los humanos con su entorno material de subsistencia y supervivencia: la caza, la recolección, la agricultura, el uso de herramientas, la guerra y las armas de combate, etc., etc.

Todo esto es algo que, desde mi punto de vista, no debemos perder de vista y tener muy en cuenta, si queremos preservarnos y sobrevivir a los enormes peligros de los dogmas de la religión científica y a las cada vez más potentes estructuras de dominación ideológica y tecnológica.

Los hombres de las culturas primitivas, que convivieron supeditados al medio y en igualdad de condiciones con los animales del entorno, experimentaron inicialmente, si no la superioridad sobre las distintas entidades circundantes (que quizá llegaría más tarde), sí la necesidad de explicar el mundo a través del sentido que, poco a poco, proporcionarían los mitos: complejos ideológicos ajenos por completo a las nociones de «sujeto» y «objeto» que acuñaría mucho tiempo después la modernidad europea. Un mundo en el que únicamente funcionaba el «yo» y el «tú», referida esta relación a todo tipo de entidades, animadas o inanimadas, que desbordaban el estatus corpóreo del hablante; y donde no había lugar para el «él», el «ello» o «lo otro» como algo diferente y alejado del observador: aquella distancia que permitiría la base constitutiva de lo que la tradición filosófica y la epistemología darían en denominar «el objeto» y «el sujeto», siempre en relación de interdependencia entre uno y otro. Hablamos de un mundo primitivo con un espacio vital compartido en igualdad de condiciones con otras especies animales y con otros elementos de la naturaleza circundante, que homologaba todos los elementos y hacía imposible toda clasificación y toda noción de rango y diferencia.

Más tarde, evidentemente, los hombres prehistóricos «experimentaron» una superioridad de estatus ontológico sobre el resto de los animales de la creación, que dio lugar dentro de este proceso (o como consecuencia de él) a narraciones basadas en confusos razonamientos sobre los orígenes, que venían expresados a través del lenguaje mítico: relatos que generalmente hablaban de la «nostalgia» de una unidad perdida y del fabuloso comienzo de los tiempos, que explicaban y ofrecían sentido al mundo de la experiencia cotidiana. De esta forma fue como, a lo largo de la prehistoria, la protohistoria y los primeros siglos del mundo antiguo, pudo hablarse de «fragmentación y muerte de la divinidad», de «resurrección», de «descenso del hijo de dios» a la tierra, de «encarnación humana de dios», de la «chispa de luz divina» dispersa por el mundo tras la fragmentación de la «unidad originaria», etc., etc., etc.

Y en todo ese proceso que separó la animalidad salvaje y prácticamente indiferenciada con las bestias de los primeros homínidos, y las hordas del Homo sapiens, primero, y las culturas de la protohistoria, después, resultó fundamental el nacimiento, el desarrollo y el papel operatorio del mito: la guía de referencia, el código de conducta, el sistema de enseñanza, el manual de aprendizaje, el «catecismo» y el mapa del mundo del hombre primitivo; algo que, en buena medida, ha sobrevivido hasta nuestros días con nuevas formas y nuevas narrativas acomodadas a los tiempos modernos y a las diferentes circunstancias. Decía Mircea Eliade que el mito era una realidad cultural extremadamente compleja, que podía abordarse e interpretarse en perspectivas múltiples y complementarias. Y partía de una formalización de carácter muy general que puede servirnos por su carácter introductorio: «Personalmente, la definición que me parece menos imperfecta, por ser la más amplia —señalaba—, es aquélla que cuenta que el mito es una historia sagrada, y relata un acontecimiento que tuvo lugar en el tiempo primordial, el tiempo fabuloso de los comienzos. O, dicho de otro modo: el mito cuenta cómo, gracias a las hazañas de seres sobrenaturales, una realidad vino a la existencia, sea ésta la realidad total, cósmica, o solamente fragmentaria: una isla, una especie vegetal, un comportamiento humano, una institución. Se trata, pues, siempre del relato de una creación».

Precisemos, sin embargo, que el Diccionario de la Real Academia de Lengua Española ofrece varias acepciones diferentes de la palabra «mito». Por una parte, y en línea con la definición general que acabamos de proponer de Eliade, la Academia lo define como: «Una narración maravillosa situada fuera del tiempo histórico y protagonizada por personajes de carácter divino o heroico». Ciertamente, una definición muy poco satisfactoria desde el punto de vista de nuestro interés, que la RAE complementa con otras tres acepciones algo confusas y no del todo bien explicadas; dentro de las cuales vamos a rescatar tan solo aquélla que se refiere a una «historia ficticia», o a «un personaje o cosa a la que se le atribuyen cualidades o excelencias que no tiene». Porque, por lo general, y desde el mundo griego hasta nuestros días, el racionalismo y la teología han interpretado generalmente el mito en la línea de esta última acepción peyorativa de la Academia de la Lengua. Digamos que, por indudable influencia de la filosofía griega y más tarde de la Iglesia, se ha visto siempre al mito y a la mitología como algo que implicaba «falsedad», a pesar de su apariencia verdadera. Aquello que, en contra de lo que enunciaba, no existía o no podía existir en realidad, simulando verdad ontológica dentro de un determinado contexto narrativo en el que operaba tan solo la mera ficción discursiva o la leyenda fabulosa.

Jenófanes (565-470), antes de Platón y Aristóteles, fue el primero en criticar y rechazar las mitologías de Homero y Hesíodo; de tal manera que «los griegos fueron vaciando progresivamente al mythos de todo valor religioso o metafísico. Opuesto tanto al logos como más tarde a la historia, mythos terminó por significar todo “lo que no puede existir en la realidad”».

Si bien, como puede comprobarse a lo largo de mi obra SACRIFICIO Y DRAMA DEL REY SAGRADO, a partir del siglo diecinueve y de las primeras décadas del veinte, llegó a interpretarse el mito con otros significados y de manera muy diferente: casi en sentido inverso a la acepción peyorativa que le habían adjudicado la tradición del racionalismo y la teología. Digamos que se descubrió en el mito algo así como un discurso constitutivo y fundador de determinadas instituciones primitivas: una narración aparentemente fabulosa, si la tomábamos en su sentido literal, pero (en sentido contrario al modelo anterior) con enseñanzas y significados ocultos que pretendían un «discurso verdadero» bajo su aparente sencillez expositiva. No en vano, ya el Sócrates platónico había declarado que sería irrazonable creer que las cosas eran como ellos (los mitos) decían que eran, aunque no negaba que las cosas que transcendían el entendimiento fuesen aproximadamente de esa índole.

Por supuesto, de los dos planos de significación del mito propuestos, yo me refiero a esta segunda modalidad, que es lo que de verdad ofreció sustento a mi libro «Sacrificio y drama»; dejando el otro plano, el de la «falsedad» oculta bajo la apariencia de verdad, el que se refiere a «lo que no existe» o «no puede existir en la realidad», para mejor momento y ocasión; pues entiendo que una vez desarrollado el plano esencial y realmente complejo del Mito de Cristo (que era el objeto de mi trabajo), los demás posibles planos de significación mítica del cristianismo primitivo podrán darse por añadidura y derivarse con facilidad.

Así, en el sentido que nos ocupa, y de manera muy diferente al mero texto narrativo, a la crónica de los hechos del pasado o a la literatura oral, didáctica o de entretenimiento, diremos que el mito es una composición de lenguaje y significados que, por medio de símbolos y a través de un relato de fácil comprensión y lectura, apunta a una racionalidad (a través de personajes heroicos, divinos o semidivinos) que interpreta y explica determinados aspectos de la realidad sociocultural de un grupo primitivo determinado. En mi obra SACRIFICIO Y DRAMA DEL REY SAGRADO, aquello que sustenta y da razón del eje conformado por las ideas fundamentales y arcaicas de «descenso del hijo de dios», «encarnación», «salvación» y «muerte-resurrección», reelaboradas y reinterpretadas, una vez más, en el contexto del judaísmo del siglo primero.

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© Eliseo Ferrer

The «Sacrifice of the Sacred King». Myth, ritual and meaning.

The Christian myth archaic origins, according to Eliseo Ferrer.

© Sacrificiodelreysagrado.com (Star Publishers).

The sacrificial and violent death of the Sacred King (the queen´s son or Neolithic goddess’s son) was the foremost part of an archaic ritual that, periodically pursued the propitiatory influence of Earth Goddess ‘s invisible forces and energies on cosmos renewal and the tribe’s impurities and sins expiation. It was one of the primitive cultures and world’s protohistory’s most characteristic «religious» events which marked the thereafter man’s relationships with the «sacred» realm.

Eliseo Ferrer

This ancient and complex ritual phenomenon was typified by James G. Frazer in «The Golden Bough: A study in Magic and Religion» (1890-1922), [1] as the «Sacrifice of the Sacred King»; which alluded to the dramatic fate of a young «monarch» who, first under the tutelage and rule of the crown queen, then as sovereign king, and finally as king’s surrogate, was meant to cover the earth with his blood and die after a year, after eight years, twelve years or the cyclical period prescribed in the ritual. The purpose was about injecting the energies and power of his youth both into a cosmos in decline and at risk of disappearing, as well as the very institution of royalty, so as to survive (the world and royal sovereignty) another new cycle and reissue, once again, the pre-established functions in the cosmogonic myth: death and resurrection of the cosmos and human institutions through the royal murder ritual that was repeated cyclically. Because the death of the king, according to the myth, also implied his resurrection (a «new creation» in the language of Mircea Eliade) [2] that was solidary and manifested itself in the different images of the phases of the moon, in the rebirth of plant nature and in the prosperity of the cultivated fields and the crops generated with the first rains that fall after winter and the arrival of spring.

All of which underwent important transformations over time, as the sacrifice was already being executed in historical times on what Frazer described as «temporary kings»: [3] figures who accessed the royalty privileges with the sole purpose of becoming a sacrifice and ritual death object. These were «periodic fixed-term regicides», [4] according to another of this author’s formulas, depending on the ritual period of celebration or how advanced the civilization was or factors such as the dependence on the solar cycle, Venus synodic cycles [5] or other mythical-temporary considerations.

Be that as it may, the truth is that the king, or his substitute (his first-born son, a volunteer or a convict chosen for the occasion), was sacrificed within a ritual of cosmic regeneration and/or expiation of illnesses, impurities and sins, to resurrect in spring. In such a way that the return to life (resurrection) of the Sacred King assassinated that year was represented in the rite and in the liturgy through the prior choice of an alternative victim, who had to be sacrificed at the end of the year or at the end of the following cycle.

Robert Graves’s evocative images.

Although emerged without a doubt at the Neolithic matriarchy time (and perhaps before), in my book «Sacrifice and drama of the Sacred King», I placed the Sacred King ritual’s magnificent moment shortly before the matriarchal tribes invasions by the shepherds and warriors hordes: «It was in the male’s revaluing role context as life generator through carnal union, along with the first agricultural manifestations and their annual sun cycles dependence, where the Sacred King’s figure and his magical-ritual sacrifice must be placed in a perfectly outlined and defined way. The Sacred King was a fertility agent identified with the sun, guarantor of material abundance and, ultimately, of cosmic annual survival and regeneration». [6] In such a way that «on earth as it is in heaven», his figure undoubtedly offered (before the sacrifice and after the resurrection) «a hieros gamos or sacred marriage between the King (the Mother Goddess’s son , first, and, later, Uranus’s son and incarnation) and the queen or priestess of the Goddess; a sacred union that was presented as the terrestrial transposition of the cosmic hieros gamos of Earth Goddess and the celestial god Uranus, who «now» irrigated the goddess with the fertilizing rain seminal flows». [7]

Robert Graves comments, in this sense that «the tribal queen annually chose a lover among her entourage of young men, a king who had to be sacrificed at the end of the year, making of him a fertility symbol rather than an erotic pleasure object. His blood, once dead, was spread over the field so the trees, crops and flocks would bear fruit. His flesh was torn (after some had also been scattered over the fields) and eaten raw by the queen’s fellow-nymphs, priestesses wearing animal masks». [8] The sacrifice constituted (as I fully explained in my book) an authentic fertility ritual that generally ended in a cannibalistic Eucharist, after having scattered a part of the sacrificed body so that the earth, irrigated with his blood and regenerated with his youthful vigor, produced bountiful crops and domesticated animals multiplied.

In a similar way, Osiris was quartered and his body fragments were scattered through the Valley of the Nile; similarly, Dionysus was also torn to pieces by the Titans, and with identical rites the bacchantes took communion. As consequence, and as a goddess son or lover’s resurrection sign, «plants sprouted and edible fruits germinated; Violets sprouted from Attis’s blood; from the blood of Adonis, the roses and the anemones, and from Osiris’s body the wheat, the maat plant and all kinds of medicinal and beneficial herbs for men». [9]

The Sacred King and the Christian myth.

As I have explained in detail in my work («Sacrifice and drama of the Sacred King»), which starts from Frazer’s initial theses about the Sacrifice of the Sacred King and addresses its implications in the  Christian myth (through a diachronic succession that encompasses vegetation cults, mystery cults, Indo-Iranian savior mythology, Gnostic myth, and Church myth of Christianity), «the neolithic and protohistoric sacrificial ritual periodically regenerated cosmic forces through new creation and made possible the resurrection of crops and the proliferation of  cattle. Alike the seed and the cereal plant, the Sacred King had to die in order to be resurrected: just like the seed of the grain died under the ground in winter to be resurrected in spring under the breath of water and sunlight. It was about two solidary phenomena that appeared inextricably involved and in permanent functional symbiosis; for if the cereal’s destiny inspired the cyclical destiny of the death and the Sacred King’s resurrection, his death in ritual sacrifice encouraged and made possible the cereal germination and that of the entire cosmos in general». [10]

So much so that we can ensure that, in those Neolithic and Bronze Age societies, there was neither plant nature rebirth nor resurrection or hope for the cosmos continuity (including the cyclical destiny, after death, of men and animals) without the Sacred King’s sacrificial death. It is the same if it came incarnated as the child-god (son-lover of the goddess), through the Sacred King (husband-son of the queen or the priestess or son of Uranus), through the sovereign first-born son or through the «seasonal kings» (the monarch’s surrogates destined for the annual sacrifice). Of course, it was neither a rite for nature worship, nor a mere contribution to the power of the earth, but a sacrificial rite of creative magic (the fruit of analogical thinking) that could be considered as a propitiatory sign with which to activate and regenerate, by means of the victim’s blood, the exhausted cosmic forces and energies that came from the unmanifested universe of the earth (initially, from the Mother Goddess).

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•    [1] James G. Frazer. «The golden bough. Magic and religion». Madrid-Ciudad de México, 2014.

•    [2] Mircea Eliade. «Tratado de historia de las religiones. Morfología y dialéctica de lo sagrado». Barcelona, 1990. p. 387.

•    [3] J. G. Frazer. Op. Cit. 196.

•    [4] Op. Cit. 190.

•    [5] The planet Venus needs eight years to return to the same place in the zodiac when it is at its maximum brightness.

•    [6] Eliseo Ferrer. «Sacrificio y drama del Rey Sagrado (Genealogía, antropología e historia del mito de Cristo)». Madrid, 2021. pp. 43-80.

•    [7] Op. Cit. 55.

•    [8] Robert Graves. «The greek myths». Barcelona, 2009. p. 23.

•    [9] M. Eliade. «Tratado…». 363.

•    [10] E. Ferrer. «Sacrificio…». 52.

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Eliseo Ferrer

Discurso a Diogneto. Un cristianismo sin fabulaciones ni leyendas.

Sobre el «Discurso a Diogneto» y la literatura cristiana primitiva. Mística y gnosticismo alejandrino.

Estimados amigos y colegas en general:

Os facilito acceso a un subcapítulo del libro que preparo y que aparecerá a finales de verano de 2024 bajo el título: MITOLOGIA DEL CRISTIANISMO PRIMITIVO, SEGÚN LOS TEXTOS.

Descargar texto completo.

Se trata de la parte dedicada al DISCURSO A DIOGNETO, dentro de la sección correspondiente a los mal llamados «PADRES APOSTOLICOS».

He abierto un debate sobre el mismo en Academia.edu y estáis todos invitados a participar. Os dejo link:

En este trabajo, se lleva a cabo un concienzudo estudio del «Discurso a Diogneto» o «Epistola a Diogneto» (como queramos llamar a este texto). Y en él, destaco como rasgos fundamentales:

—El carácter muy temprano de este texto, que intentó armonizar la Iglesia, a finales del siglo segundo, con el añadido final de dos capítulos.

—Su carácter incatalogable, dentro de las corrientes cristianas que generalmente se manejan hasta la mitad del siglo segundo.

—Un evidente protognosticismo, en el que el Padre y el Hijo Unigénito (el Logos) no dejan cabida a ninguna de las otras representaciones del cristianismo de la Iglesia: ni Jesús, ni Cristo, ni sacrificio redentor del Hijo… Es decir, un texto en el que no hubo muerte ni resurrección de Jesucristo.

—…Y en el que la salvación se lograba por el descubrimiento de la luz del hijo en los corazones, quien facilitaba el conocimiento de Padre (puro gnosticismo) y rescataba a los hombres del pecado por su descenso de los cielos y su entrega al mundo de los vivos.

Descargar texto completo.

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