Mi adiós a la jesusología.

Eliseo Ferrer

© Eliseo Ferrer (Desde una antropología materialista).

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Aclaraciones sobre mi postura en relación a un asunto que tanto preocupa en las redes sociales en español: ¿Existió Jesús de Nazaret?

No creo que mi postura sobre la existencia o no existencia del Jesús de la historia tenga demasiado interés por sí misma para mucha gente; sí la tiene, sin embargo, creo yo, en relación a mi libro «Sacrificio y drama del Rey Sagrado»; una obra que está experimentando un fuerte impulso comercial en los últimos meses (según me transmiten de la editorial), y que debido a su carácter voluminoso (800 páginas) hace que mucha gente llegue a conclusiones apresuradas (y hasta equivocadas) sin haber leído a fondo todos sus contenidos.

Por ello, voy a intentar dejar clara mi postura al respecto… Y lo primero que quiero decir es que yo no he afirmado jamás, ni en este libro, ni verbalmente ni por escrito en comentarios o artículos, que «Jesús de Nazaret nunca haya existido». Evidentemente, yo debería estar loco de atar o ser un burro de categoría mayúscula para hacer semejantes afirmaciones dogmáticas de carácter metafísico. Lo que yo he hecho en determinados comentarios (y siempre fuera de mi libro «Sacrificio y drama») ha sido rechazar los inconsistentes argumentos que se manejan para demostrar su historicidad; es decir, oponerme, en líneas generales, a una «jesusología» poco responsable con los criterios veritativos, desgajada y aislada de la fe cristiana (de la teología), y disfrazada muchas veces de ropajes académicos.

Por lo que, consecuentemente, tampoco he afirmado jamás que «Jesús de Nazaret haya existido» y paseado sus sandalias polvorientas por la historia de Galilea y Judea. Ni he dicho jamás lo uno, ni he dicho jamás lo otro; ni en el libro «Sacrificio y drama» ni en ninguno de mis artículos y comentarios, ni en las redes sociales en las que habitualmente participo. Como se sabe, siempre lo he considerado un asunto de escaso interés cultural (si situamos la figura de Jesús fuera de la fe cristiana) y de menor cuantía intelectual (frente al gran desafío que presentan los orígenes del cristianismo): un punto tan solo dentro del dodecálogo que publiqué recientemente (en torno a las fraudulentas y estériles investigaciones sobre los orígenes cristianos), y uno de entre el millón de problemas epistemológicos y gnoseológicos que presenta una investigación rigurosa y seria sobre estas materias. En realidad (y repito), en «Sacrificio y drama del Rey Sagrado» (en cuya introducción manifiesto mi «ateísmo esencial», o filosófico) no dedico una sola línea a este asunto de la historicidad o no de la figura de Jesús de Nazaret, cuando, por el contrario, dedico 800 páginas a la genealogía, la antropología, la textualidad y la historia del mito de Cristo.

Lo que yo sí he dicho y reiterado (incluso, denunciado) en artículos, entrevistas y en ésta y otras redes de Internet (jamás en el libro citado), es que el «Jesús histórico» o el «Jesús de la historia» que nos venden ciertos divulgadores y escritores de best-sellers (considerado aisladamente y desgajado de la tradición religiosa cristiana) es una auténtica broma (por no decir una tomadura de pelo) que pone de manifiesto el talante intelectual y moral de quienes escriben este tipo de novelas de historia fraudulenta. Una broma (la de la película de «el Jesús sedicioso» o la de «el Galileo armado») que, sin embargo, mucha gente acepta, compra y consume con agrado y delectación. Por lo que, aunque solo sea por respeto hacia todas esas personas que, haciendo uso de su libertad, consumen con inocencia y candor este tipo de productos editoriales, prometo no volver a hablar de estos asuntos en muchos años, pues a fin de cuentas no es asunto que me interese ni distraiga mi atención. Quienes escriben estos libros son libres de hacerlo (siempre que queden árboles para fabricar papel), y quienes los compran, mucho más libres aún, porque además pagan por ellos.

Quede claro, y resumo, que yo no he dicho jamás en ninguna parte que «Jesús de Nazaret nunca haya existido»; pues si no encuentro pruebas y argumentos convincentes para afirmar su existencia, mucho menos aún para negarla desde unas posiciones repugnantemente metafísicas que siempre me han sido ajenas. Mis críticas, precisamente por esa falta de pruebas, se han dirigido invariablemente a una supuesta «ciencia» de «el Jesús histórico» que no es más que una construcción subcultural e ideologizada de profesores y escritores eternamente maniatados a la ideología y al folclore de la Iglesia, y que yo llamo «jesusología». Por eso, en éste, como en otros muchos asuntos (la exoantropología, p. e.), me declaro agnóstico (con alfa privativa: he aquí un provechoso sintagma creado por Thomas H. Huxley e inspirado en el gnosticismo cristiano) porque ni soy un iluminado vidente que pueda vislumbrar el pasado, ni sé, ni conozco, ni encuentro pruebas, ni me convencen los argumentos de los sacerdotes-profesores de esa fe laica que hace furor en Internet y en las redes sociales en español.

Pero que no se me diga, como muchas veces vengo oyendo por ahí que de los evangelios sinópticos y de una cita interpolada de Flavio Josefo se puede hacer «ciencia histórica» (hay tanta fatuidad que la «historia» no les parece suficiente y le añaden el vocablo «ciencia» para disimular su inconsistencia). Que no se me diga tampoco que «Jesús nunca existió» porque esto supone una desafortunada y lamentable afirmación metafísica que lo dice todo del ínfimo nivel intelectual del que la profiere. Que los creyentes hablen libremente, eso sí, y todo lo que les venga en gana sobre el «Jesús hombre» (¡faltaría más!), pues están en su derecho… Y quien decida seguir los pasos de mi agnosticismo, ya sabe… ¡En cuestiones de «jesusología», silencio!

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© Eliseo Ferrer

Ateísmo y Materialismo Metodológico.

Eliseo Ferrer

CONTRA EL MAGISTERIO UNIVERSITARIO CONFESIONAL MILITANTE.

© Eliseo Ferrer (Desde una antropología materialista).

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Advierto a los especialistas que esta «Carta a una católica…» es un escrito bastante liviano con el que anuncié el año pasado un texto más elaborado, todavía pendiente, al objeto de explicar la metodología materialista que utilizo en mi teoría del cristianismo y en la búsqueda de las bases para una teoría de la construcción de lo sagrado. Ocurrió, no obstante que, por un error de la persona encargada de la mecanografía, y dada la simplificación, se terminó diciendo lo contrario de lo que yo quería decir en la parte más importante del texto. Con esta reedición, corrijo ese gran error, ofrezco este nuevo texto y mantengo la promesa de un escrito más riguroso y detallado en este mismo sentido.

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En torno a las fraudulentas investigaciones sobre los orígenes del cristianismo.

Eliseo Ferrer

LO QUE. NO TE ENSEÑA LA UNIVERSIDAD NI RE CUENTA EN LA IGLESIA

© Eliseo Ferrer. (Desde una antropología materialista).

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Hace un tiempo abrí un foro de discusión y debate en Academia.edu en torno a la influencia que sigue ejerciendo la teología (y sus dogmas e ideas preconcebidas) en la investigación histórica sobre los orígenes del cristianismo. Es decir, propuse valorar los errores descomunales que gran parte de los investigadores de esta especialidad han mantenido en las últimas décadas del siglo pasado y siguen manteniendo en pleno el siglo XXI, debido a su encadenamiento a ideologías derivadas de posiciones eclesiásticas (católicas o luteranas). Por supuesto, no me refería solamente a las posiciones de historiadores católicos o protestantes, mediatizados por sus creencias (que no todos lo están, hay que reconocerlo. Cf. Rudolf Bultmann, Jean Daniélou, Antonio Orbe, etc.), sino a muchísimos historiadores también que se dicen agnósticos o ateos, pero cuyas investigaciones siguen dominadas y atadas (sin ellos saberlo) a la teología y a las ideologías derivadas de las posiciones de la Iglesia.

Al abrir este foro de discusión no pretendí otra cosa que una aproximación y un mero tanteo del estado de la cuestión entre expertos y profesores de todo el mundo: un mero acercamiento a las posiciones de un asunto que considero muy importante y de gran interés. El texto que propuse como base del debate fue: «Mito, ritual y significado del Sacrificio del Rey Sagrado. Los arcaicos orígenes del mito cristiano», que se encuentra entre los artículos que he publicado en Linkedin; y que no fue, en un principio, más que una remota referencia al verdadero «meollo de la cuestión», como señaló con razón un especialista argentino.

Pero el debate se transformó radicalmente y llegamos a ese «meollo e la cuestión» cuando publiqué (como respuesta a las objeciones vertidas en el foro) el texto que publico bajo estas líneas: «Dodecálogo de errores y despropósitos. En torno a las fraudulentas y estériles investigaciones sobre los orígenes del cristianismo».

Como el texto base de la discusión lo publiqué en español e inglés, he de reconocer que el foro constituyó un éxito que superó con creces mis modestas expectativas iniciales. Hubo más de cuatrocientos lectores y más de cincuenta participantes activos. De tal manera que, tras esta experiencia, quiero reabrir este foro en Academia.edu el 15 de septiembre, pero no con el texto base inicial (que he de reconocer quedaba un poco alejado de la problemática planteada), sino con el texto que propongo a los amigos de Linkedin bajo estas líneas.

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Dodecálogo de errores y despropósitos.

EN TORNO A LAS FRAUDULENTAS Y ESTÉRILES INVESTIGACIONES SOBRE LOS ORÍGENES DEL CRISTIANISMO

Considero que la influencia secular de la teología y de la dogmática de la Iglesia (heredada ésta, en gran medida, por los reformadores luteranos), así como la ideología generada a lo largo de dieciocho siglos sobre el sustrato del Nuevo testamento, han llevado y siguen llevando en pleno siglo XXI a grandes errores de estudio e interpretación de los orígenes del cristianismo. Presento un dodecálogo de los errores que considero más importantes, y que a mí más me sorprenden y me la llaman la atención.

1) Interpretar las cartas atribuidas a la figura de Pablo de Tarso desde la teología y desde unos textos editados y manipulados por la Iglesia (con sus correcciones, interpolaciones y enmiendas) a finales del siglo segundo; y no desde una visión más amplia que empiece por la base y el principio. Es decir, encuadrando este epistolario dentro de una visión histórica que debe comenzar (diacrónicamente hablando) con el cristianismo de Marción y con el cristianismo de los maestros gnósticos (Valentín, Basílides, Carpócrates, Ptolomeo, etc.), para quienes Pablo de Tarso fue, ni más ni menos, que «el Apóstol de la Resurrección». Pues la muerte y la resurrección del Mesías-Cristo, en Pablo, no fueron otra cosa que el relato alegórico del anonadamiento y la muerte del Espíritu, ejecutada por los arcontes de este mundo (señores de la materia cósmica), y el despertar a la Sabiduría y a la identidad con Cristo, a la fe en la resurrección del Espíritu de Dios (misteriosofía y protognosticismo).

Todo el mundo debe saber que, escritas en griego, las cartas fueron anteriores a los evangelios (también escritos en griego), y, tal y como hoy las conocemos, llegaron tarde: varias décadas después de haber sido exhibidas e interpretadas por el heresiarca Marción y por los maestros gnósticos. Primeramente, aconteció la mística judía y el protognosticismo; luego, llegaron las interpretaciones y los dogmas de eclesiásticos… Pues la Iglesia no nació en el evangelio de Mateo (como cuenta la leyenda piadosa), sino tras una lucha despiadada de ciertos obispos «judaizantes» con el alegorismo textual, con el cristianismo de Marción y con el cristianismo de los maestros gnósticos. Y quien no entienda los fundamentos del cristianismo como un proceso constructivista de textos e ideología con base en la tradición sapiencial y apocalíptica, e inspirado en el Libro de Daniel, (como algo completamente ajeno a las leyendas piadosas de «Hechos de los Apóstoles») no entenderá absolutamente nada de todos estos asuntos.

2) Considerar los tres evangelios sinópticos como biografías de Jesucristo (o de Jesús, como se dice en estos tiempos) es otro de los errores descomunales de la sedicente investigación contemporánea; algo que afirman muchos investigadores sin fundamento alguno. En líneas generales, estos puntos de vista se encuadran en la consideración de estos tres textos como una crónica histórica de la Judea del siglo primero: un relato, más o menos afortunado, de la historia herodiana de Judea y Galilea.

3) Otro de los errores más importantes deriva de la incapacidad (y la ignorancia) para entender que los evangelios (en un sentido amplio, que incluye a canónicos y gnósticos) son literatura midrásica (Midrash-Pésher): textos alegóricos y simbólicos inspirados en motivos escriturarios que implican, al menos, dos niveles diferentes de lectura. Una literatura desarrollada, en origen, sobre el trasfondo de los arquetipos de la ideología apocalíptica (revelación, reino de Dios, juez celestial, juicio final, resurrección de los muertos, etc.) en transición, tras la destrucción del Templo de Jerusalén, el año 70, a un protognosticismo de base pre-paulina y paulina (revelador, descenso del Espíritu-Hijo de Dios, salvación, regreso a los cielos, etc.). Un protognósticismo que, imbuido de platonismo, condujo desde la literatura apocalíptica al gnosticismo cristiano de finales del siglo primero y de los siglos segundo y tercero.

4) …No entender que los evangelios sinópticos (en un sentido emic) no fueron otra cosa que el relato del mito del descenso a la tierra y la encarnación del Espíritu, en el más amplio sentido del protognosticismo y del gnosticismo cristiano. Es decir, el tardío relato platónico del descenso del alma al mundo sensible, que moría o se anonadaba, prisionera y clavada con clavos a la materia (madera), bajo la expectativa salvífica de la resurrección y el ascenso final a los cielos. En un sentido mítico, podemos hablar del descenso del Vástago del Bien (platónico) o del Hijo de Dios-Sabiduría, como quiera que queramos denominarlo.

5) …No entender, como reconocía el gran Raimundo Panikkar (a quien siempre he admirado, a pesar de las grandes diferencias (materialismo frente a misticismo)… No entender, decía, que, en el cristianismo, «primero fue el Verbo (el Logos) y posteriormente vino la carne». Esto es algo evidente en las cartas paulinas, en el gnosticismo cristiano y en el cuarto evangelio. Y aparece de forma manifiesta también, aunque no de manera evidente, en los tres evangelios sinópticos. Lo primordial en estos tres textos (sinópticos) es, ante todo, el descenso del Espíritu (el Hijo de Dios), quien desciende, a modo de revelador (como los salvadores zoroastrianos y la figura central del mito gnóstico), para salvar a los hombres dormidos (muertos) y prisioneros de la materia; de tal manera que la resurrección (el despertar) será la recompensa de los «elegidos» y los privilegiados por la «gracia» divina. En el evangelio de Marcos, el Espíritu desciende en el Jordán en sus primeras líneas. Y los evangelios de Mateo y Lucas presentan como base el mito de la encarnación del Espíritu, y no otra cosa.

6) …No entender ni saber absolutamente nada, más allá de los dogmas de teología, del mito de la encarnación del Espíritu-Sabiduría-Hijo de Dios. Es decir, desconocer el componente platónico del fenómeno y no saber qué es el mito de la encarnación del Espíritu desde un punto de vista antropológico (e histórico), materialista, naturalista o positivista.

Por ello, he de dejar claro que no fue Cristo quien se encarnó en Jesús de Nazaret, como afirman muchos piadosos catequistas y desinformados profesores. Tampoco cargaron sobre las doloridas espaldas de «un galileo rebelde» (Jesús) la pesada carga de la teología, como opinan muchos historiadores de tercera y cuarta categoría. En un sentido emic, lo que relatan los textos evangélicos es la encarnación del Espíritu-Sabiduría-Hijo de Dios en la doble figura judaica de Jesús-Josué/Mesías-Christós; a través de cuya narración mítica el Hijo de Dios se hacía hombre. Si bien, en un sentido etic, y como he repetido en innumerables ocasiones, hemos de reconocer el carácter alegórico y simbólico de los textos; quienes, más allá de la lectura literal (el Hijo de Dios se hace Hombre) y en una lectura más profunda, nos transportan a la idea gnóstica del componente divino (la chispa de luz) en el interior de la carnalidad humana. Como bien decía Campbell, «Dios no se hacía Hombre, ni divinizaba y adoptaba a un ser humano; sino que el hombre, el propio mundo, se sabía divino; de cuya experiencia antropológica se derivaba un campo de inagotable profundidad espiritual». He aquí el secreto y la base del mito de la encarnación de la divinidad.

7) …No comprender, o no querer entender, que la ideología redentorista del perdón de los pecados por la monstruosidad de la sangre derramada, el sufrimiento y la humillación del Siervo Sufriente, o el Cordero de Dios, fue algo realmente tardío, de finales del siglo segundo y el siglo tercero (me ciño a la obra de Rudolf Bultmann, a quien la moda y las ideologías de poder eclesiástico y académico han condenado al cuarto de las ratas). El perdón de los pecados y la redención por la sangre fue algo muy posterior a la misteriosofía y el protognosticismo de Pablo de Tarso, y también posterior al primitivo gnosticismo cristiano, donde la muerte y la resurrección significaban cosas muy distintas de las interpretadas por los obispos de la Iglesia. Está de más afirmar que la noción de «Satisfacción Vicaria» fue planteada, por primera vez, por Ireneo de Lyon, a finales del siglo segundo; y no fue desarrollada hasta San Anselmo, en el siglo XI, fecha en la que, según los especialistas en iconografía religiosa, aparecieron los primeros crucifijos con el Cristo sufriente y la cabeza ladeada hacia un costado.

8) En consecuencia, ignorando todos los aspectos anteriores, algunos sedicentes historiadores se empeñan, una y otra vez, en el error metodológico garrafal que supone separar «el cristo de la fe» y «el Jesús histórico». Una separación arbitraria y caprichosa que, a todas luces, conlleva una petición de principio (petitio principii); pues sabemos a ciencia cierta lo que es o lo que fue «el Cristo de la Fe» (el Espíritu de Dios, el Hijo del Altísimo, etc.), pero nadie sabe, más allá de los dogmas de la Iglesia, lo que fue «el Jesús histórico» o el componente humano de la divinidad. Entiendo que solamente desde la influencia de la teología o desde la ideología que ha destilado la Iglesia a lo largo de dieciocho siglos, se puede proponer semejante barbaridad metodológica.

Lo he repetido en innumerables ocasiones… La primera referencia a la humanización del mito la tenemos muy tardíamente, en torno al año ciento cuarenta, en Hechos de los Apóstoles, una obra de propaganda eclesiástica de muy dudosa historicidad. Y, luego, en Justino Mártir, justo a la mitad del siglo segundo, quien habló en su Diálogo con Trifón de un «maestro crucificado». Posteriormente, la teología conciliar concibió a Jesucristo como “dios y hombre verdadero”, pero éste es asunto que no le compete a la investigación científica.

9) Otro error es no ver, o no querer ver, que los cuatro evangelios canónicos no aparecen documentados en los textos hasta la segunda mitad del siglo segundo. Prueba de ello fue que, a pesar de las oscuras referencias de Papías de Hierápolis, Justino Mártir, a mediados del siglo segundo, desconocía los evangelios como tales.

Los evangelios canónicos (editados y ultimados literariamente por los obispos en la segunda mitad del siglo segundo) plantean problemas del siglo segundo sobre la base de textos apocalípticos de finales del siglo primero y muy próximos a la tradición qumranita. De ahí que en sus páginas se combinen asuntos tan heterogéneos y disparatados como la ideología apocalíptica y el protagnosticismo, (hasta cierto punto asimilables dentro de una línea de evolución cultural en el tiempo), y el fariseísmo rabínico de las bienaventuranzas (completamente inasimilable y refractario a las corrientes anteriores).

10) No entender o no querer entender que «Jesús» y «Josué» son el mismo nombre, expresado a través de dos significantes diferentes. Los cristianos en general, la mayoría de los teólogos y muchos funcionarios académicos olvidan con facilidad que lo primero que hizo Josué-Jesús (el hijo de Nun) antes de entrar en la Tierra Prometida fue atravesar el Jordán (a modo de rito o bautismo iniciático), elegir a doce discípulos (uno de cada tribu de Israel) y amontonar doce piedras en señal de conmemoración.

Los traductores latinos y occidentales, de manera muy especial, han jugado despiadadamente con la terminología griega de origen. Y un buen ejemplo lo constituye la manipulación del nombre del héroe evangélico; aunque hay muchísimos más ejemplos cuya enumeración desbordaría el propósito de este texto.

11) Por lo demás, resulta imperdonable la ignorancia y la negación por los cristianos, los teólogos y muchos funcionarios académicos de un judeocristianismo protognóstico anterior a Pablo de Tarso, y que, en consecuencia, no puede ser considerado como paulino. Se trata de un cristianismo en el que no hubo muerte ni resurrección de Jesucristo; tan solo descenso del revelador o salvador a la tierra y regreso a los cielos tras haber cumplido su misión salvífica. Ejemplos patentes de este «cristianismo» judío primitivo y no paulino son el Evangelio Gnóstico de Tomás (me baso en el criterio de temporalidad establecido por Koester, Crossan, Pagels y otros) y las Odas de Salomón (Jack T. Sanders).

Está claro que el Evangelio de Tomás no es una hipótesis construida desde la teología y la filología, como la «Fuente Q»: es un evangelio gnóstico real que narra los dichos de un Cristo-Revelador que no muere ni resucita. Las Odas de Salomón, apócrifo judío de carácter gnóstico, hablaban (antes de Pablo de Tarso y de Marcos) de la encarnación del Hijo de Dios, y allí la Virgen concebía también por obra del Espíritu, que se presentaba en forma de paloma. La cruz era el árbol sagrado sobre el que Cristo-Salvador extendía sus brazos (tal y como los Oráculos Sibilinos presentaban a Josué, el hijo de Nun (el pez)), al tiempo que el Mesías-Cristo se paseaba también sobre las aguas: «Sus huellas se mantenían firmes sobre el agua, sin ningún problema, pues eran tan firmes como el árbol que está verdaderamente levantado». Las Odas de Salomón hablaban, en definitiva, de un Cristo-Mesías judío de carácter gnóstico (o protognóstico) que se sobreponía a la muerte a la que le llevaban sus perseguidores, ascendía finalmente a la gloría y descendía también a los infiernos.

12) Finalmente, la ignorancia expresada en el punto anterior la hago extensiva a la ignorancia, muy generalizada, de lo que se conoce como «Apócrifos Judíos Intertestamentarios», quienes, junto a la obra de Filón de Alejandría y ciertos textos de Qumrán, constituyen la base de las teologías-mitologías del gnosticismo cristiano y del cristianismo católico de la Iglesia. Se trata de construcciones textuales basadas en las metodologías Midrash-Pésher que rescatan, invariablemente, figuras y temas escriturarios para injertarlos en la problemática (apocalíptica, sapiencial o protognóstica) y ofrecer respuesta a los interrogantes y preocupaciones de su momento histórico. Así, encontramos las «Odas de Salomón»; la «Sabiduría de Salomón»; los «Salmos de Salomón»; el «Apocalipsis Siriaco de Baruc (II Baruc)»; «IV Esdras»; el «Libro de las Parábolas de Henoc (1 Henoc)»; los «Oráculos Sibilinos»; la «Asunción de Moisés»; los «Testamentos de los Doce Patriarcas»; el «Apocalipsis de Moisés»; la «Vida de Adán y Eva»; «José y Asenet»; «Oración de Manasés»; «2 Henoc»; «3 Henoc»; «Ascensión de Isaías»; «Testamento de Adán»; «Testamento de Job»; «Testamento de Moisés»; «Testamento de Abraham»; «Testamentos de Isaac y de Jacob»; «Testamento de Salomón»; «Apocalipsis de Adán»; «Apocalipsis de Abraham»; «Apocalipsis de Elías»; «Apocalipsis de Sofonías»; «11QMelquisedec»; etc., etc., etc.

Concluyo afirmando tajantemente que no conocerá los verdaderos orígenes del cristianismo quien no conozca a fondo todos estos textos apócrifos judíos.

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© Eliseo Ferrer

La Estrella de Oriente. Influencias persas en el cristianismo originario.

Eliseo Ferrer

© Eliseo Ferrer (Desde una antropología materialista).

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Como desde que tengo uso de razón vengo escuchando los más extravagantes argumentos sobre todo aquello que se refiere a la literatura de los orígenes cristianos, voy a empezar comentando lo que no fue (bajo ningún concepto) la Estrella de Oriente, la Estrella de Belén o la Estrella de los Magos, como quiera que llamemos a este singular fenómeno relatado en la literatura del evangelio de Mateo. Es decir, voy a descartar aquello a lo que no se refiere el simbolismo de esta luminaria navideña, y que errónea e ignorantemente se asocia con los astros, para pasar a explicar finalmente el verdadero significado del simbolismo cultural e histórico de su luz. Pues, como veremos, la Estrella de Oriente es justamente todo lo contrario de lo que generalmente se le atribuye; y lo que expresa no es otra cosa que la negación de la armonía y el poder determinante de los astros y los planetas, dominados por los arcontes y los demonios.

He oído decir por ahí, igual que lo habrán oído la mayoría de los lectores, que la Estrella de Belén pudo haber sido una Nova o una Supernova; que pudo haber sido un cometa y no una estrella (¿el cometa Halley?), o que pudo haber sido incluso algún asteroide caído del cielo. Conozco incluso quienes, dentro de ese gremio de charlatanes que asocian la palabra «ciencia» a cualquier barrunto u ocurrencia, descartan las hipótesis anteriores y vienen a hablarnos del planeta Urano: de la especial configuración que éste adoptó con Saturno el año noveno de la era anterior y de la que se supone pudieron quedar registros fehacientes. Es decir, nos encontramos con un racionalismo pedestre, ridículo, berroqueño y montaraz que, completamente ignorante de los senderos por los que transitan los mitos y la mitología, buscan el «like» de Youtube con anacrónicas y erróneas interpretaciones derivadas siempre de una lectura estrictamente literal de los textos antiguos.

Finalmente, encontramos a las más excelsas figuras de ese gremio de charlatanes racionalistas que, invariablemente, le ponen anteojos, corbata y calcetines al hombre de las cavernas. Todos ellos constituyen la avanzadilla de la escolástica laica de los (no tan) misteriosos orígenes del cristianismo y, curiosamente, lo saben todo de Jesús de Nazaret y nada de Cristo ni de Sofía; ni del Verbum carnalizado; ni del Logos mediador; ni del Logoi spermatikoi. Todos ellos dominan doctoralmente la historia judía del Segundo Templo, a la que denominan «ciencia», y lo hacen con la misma perspicacia y habilidad con la que los magos manejan la chistera, el conejo y el bastón. Y todos ellos también, completamente ignorantes de lo que en realidad fueron los fenómenos de Sofía-Sabiduría, Jesucristo, el Hijo del Hombre, el Logos de Filón y el cristianismo primitivo, terminan convirtiendo en familia numerosa a la prole de María y José y poniéndole anteojos, calcetines blancos y sandalias a Jesús de Nazaret.

Lo cierto, y sin irnos por las ramas de la sátira burlesca, es que muchos de estos fraudulentos «investigadores» e impenitentes charlatanes descubrieron hace ya algunos años que, puesto que su medio natural era la «ciencia histórica» y no la fe ni la teología, la explicación de la literalidad textual de la Estrella de Belén en el evangelio de Mateo debía descansar en un principio de racionalidad y nunca en las oscuras y patéticas fabulaciones del alegorismo mitológico. Porque algo importante, desde un punto de vista científico, había debido ocurrir en aquel tiempo del nacimiento de Jesús de Nazaret. Algo conocido en su momento, de lo que pudo haber quedado constancia en olvidados registros escritos, y que el mismo Johannes Kepler redescubrió y comunicó al mundo en los primeros tiempos del desarrollo científico, entrado ya el siglo XVII. Me refiero a la triple conjunción de Júpiter y Saturno, ocurrida el año siete antes de nuestra era, según la cual Júpiter se habría desplazado a través de la constelación de Piscis para aproximarse hasta el planeta Saturno. Un fenómeno astronómico no importante, no destacable… sino determinante y grandioso (crucial, desde mi punto de vista, pero en otro orden de cosas diferentes del estelar) a la hora de interpretar y entender la cultura judeo-cristiana que ha movido el mapa mental y las inquietudes, las filias y las fobias, de todo Occidente durante dieciocho siglos. Tan importante, desde mi punto de vista, que invalida cualquier reduccionismo del tipo del que estamos refiriendo en estas páginas: la reducción, en definitiva, como hacen estos ignaros racionalistas, de la triple conjunción planetaria del año siete antes de nuestra era a la Estrella de Oriente, a la Estrella de Belén o a la Estrella de los Magos, como queramos denominarla. Digamos, para entendernos con claridad, que estos indigentes metodológicos y mentales han oído campanadas, pero ni saben de dónde vienen ni saben tampoco si las campanas anuncian fuego, defunción o festejo.

Ocurre que, desde mi punto de vista (y desde el punto de vista de Carl G. Jung), lejos de ser un fenómeno fragmentario, aislado o colateral dentro del amplio repertorio de asuntos y misterios del primitivo cristianismo, la triple conjunción de Júpiter y Saturno del año siete antes de nuestra era constituye el basamento oculto, la cimentación ideológica, el leit motiv y la ultima ratio de toda la posterior construcción neotestamentaria. Pues  existió, según Jung, la tradición y la creencia en algunos sectores del judaísmo de que la llegada del Mesías se produciría en aquel tiempo en que los planetas de Júpiter y Saturno entrasen en confluencia. No obstante, y como no quiero desviarme de mi hilo conductor, voy a remitir a todos aquellos lectores interesados en este apasionante asunto a la lectura del capítulo  «Astrología y cosmología en el primer cristianismo. En torno a los astros, el calendario celeste, el tiempo del mesías y el mundo patrocinado por los obispos de la Iglesia», de mi libro «Sacrificio y drama del rey Sagrado»; en particular al epígrafe titulado  «El tiempo del Mesías. El pez, la profecía de Daniel y la triple conjunción de Júpiter y Saturno». En estas páginas pongo en relación, a través de un encaje casi perfecto, las teorías de Carl G. Jung y de cierto gnosticismo cristiano sobre el papel de la triple conjunción astral del año siete antes de nuestra era en el nacimiento del judeo-cristianismo,  los pronósticos relativos al tiempo de la llegada del Mesías establecidos en el libro de Daniel y los trabajos del papa Juan I y Dionisio el Exiguo, a principios del siglo sexto, para determinar los nuevos criterios de temporalidad establecidos en el anno domini. Todos ellos, como puede observarse, constituyen asuntos completamente alejados de la literalidad de los evangelios, ajenos al discurso narrativo de Jesús de Nazaret y completamente extraños a la textualidad de los pastores, del portal, de la Estrella de Belén y de la visita de los magos. Pero se trata de importantísimos asuntos que aparecen todos ellos incrustados y fundidos en hormigón y acero dentro de las profundidades de los cimientos que generaron los motivos, los estímulos y el midrash-pésher de la narración evangélica.

He de añadir, para que no se dude de mi cordura a través de la ruptura que sugiero en este breve y escandaloso resumen, que se da la curiosa circunstancia, además, de que los cabalistas judíos, para quienes la figura de Jesucristo carecía de todo interés y significado, por ignorado, continuaron anunciando la llegada del Mesías de Israel a lo largo de toda la Edad Media, justo coincidiendo con una nueva conjunción de los planetas Júpiter y Saturno. El caso más evidente y conocido fue el del judío portugués Isaac Abravanel, quien, desatento al cristianismo de la Iglesia, seguía explicando en el siglo quince que el Mesías vendría cuando los planetas Júpiter y Saturno se presentasen en conjunción en el signo Piscis. «Abravanel —según Jung— esperaba la venida del mesías bajo el signo de Piscis; es decir, en la conjunción de Júpiter y Saturno en ese signo. Y no fue el primero que expresó tal esperanza. Encontramos datos concordantes ya con cuatro siglos de anterioridad a través del rabí Abraham ben Jiyyá (muerto en 1136) y de Samuel ben Gabirol (1020-1070)». Para Jung, la conjunción de Júpiter y Saturno significaba la unión de los opuestos extremos: «En el año siete antes de nuestra era —remataba— sucedió esta célebre conjunción no menos de tres veces en el signo Piscis. La máxima aproximación se produjo el 29 de mayo de ese año, con una distancia de solo 0,21 grados; o sea, menos de la mitad del ancho de la luna llena».

Es decir, que, por lo que estamos viendo, y si no constituyese una auténtica burla de Satanás y todo un sarcasmo hermenéutico, habría que darles la razón a aquellos gaznápiros charlatanes que, revestidos o no de ropajes científicos, vienen a decirnos que Jesús nació (o debió nacer; o más probablemente «lo nacieron») el año siete antes de nuestra era, cuando aún vivía el rey devorador de criaturas y asesino de su propia familia; y que además nació (o debió nacer) en primavera (en mayo, «según Jung»), puesto que los pastores dormían al raso en sus majadas, acariciados por la brisa fresca de la noche y bajo las lucecitas tintineantes de las estrellas. Pero, lamentablemente, nada de todo lo relatadlo tiene que ver con la Estrella de Belén…

Pues he aquí que aquella noche en que la Virgen María estaba de parto una estrella mucho más grande y luminosa llegó procedente de Oriente, absorbió dentro de su luz toda posible luminaria celeste y se posó sobre los tejados de Belén: la ciudad que el profeta Miqueas había elegido para el nacimiento del Mesías de Israel: «Porque tú, oh Belén Efrata, aunque eres pequeña entre las familias de Judá, de ti saldrá el que será el gobernante de Israel, cuyo origen es antiguo, desde los días de la eternidad».

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Fragmento del libro: «Sacrificio y drama del Rey Sagrado». / LA ESTRELLA DE ORIENTE Y LA MONTAÑA SAGRADA DE LA TRADICIÓN PERSA.

No debe sorprendernos que el nacimiento del mesías prometido se anunciase en la literatura del evangelio de Mateo a través de los magos-astrólogos y de la Estrella de Oriente que marcaba el camino de Belén: una Estrella completamente ajena a la conjunción astral de Júpiter y Saturno y completamente ajena también a cualquier consideración astral de índole físico, matemático o material. Se trataba, en realidad, de un simbolismo astral con el que, contrariamente a la interpretación racionalista, se expresaba la negación del poder arcóntico de las estrellas y los planetas, al tiempo que anunciaba un poder superior descendido del cielo (la encarnación del Verbo o Logos de Dios). Es decir, se trataba de un simbolismo astral (solo formalmente «astral») con el que se pretendía legitimar y ofrecer carta de naturaleza al descenso y a la llegada al mundo del verdadero Salvador; lo que indicaba, a primera vista, que la mayoría de los destinatarios del mensaje, sobrecogidos probablemente bajo el poder de los signos celestes, debían aceptar el mensaje, debían estar familiarizados con este lenguaje y debían interpretar correctamente la fuerza expresiva de su simbología.

En todas las culturas de la época, y muy particularmente en la tradición irania, la manifestación de la natividad del cosmocrátor-redentor aparecía dominada por las imágenes de la estrella, de la luz y de la gruta; influencias que se dejaron notar también en el seno de ciertas sectas del judaísmo. Según las tradiciones persas, por ejemplo, el xvarna que brillaba por encima de la montaña sagrada era el signo anunciador de la venida de Saoshyant, el redentor milagrosamente nacido de la simiente de Zaroastro y de una virgen. «Los persas consideraban las epifanías de la luz, y, en primer lugar, la aparición de una estrella sobrenatural, como el signo anunciador por excelencia del nacimiento del cosmocrátor y del salvador. Y como el nacimiento del futuro rey redentor del mundo debía tener lugar en una gruta —manifestaba Eliade—, la estrella o la columna de luz debía brillar por encima de la gruta. Por lo que fue muy probable que los cristianos tomasen de los partos la imaginería de la natividad del cosmocrátor-redentor y la aplicasen al nacimiento de Cristo». En este sentido «se pronunciaron también Monneret de Villard y Widengren, para quienes este motivo fue, sin duda, de origen iranio. El Protoevangelio hablaba de una luz cegadora que inundaba la gruta de Belén; y cuando ésta comenzaba a retirarse, aparecía el Niño. Lo que venía a indicar que la luz era consustancial a Jesús, o bien se trataba de una de sus epifanías». Si bien, según Eliade, fue el autor anónimo del Opus imperfectum in Matthaeum (Patr. Gr. LVII. 637-638) quien introdujo elementos nuevos de esta simbología persa en la leyenda cristiana. «Según él, los doce Reyes Magos vivían en los alrededores del monte de las Victorias. Conocían la revelación secreta de Set concerniente a la venida del Mesías y cada año escalaban la montaña, donde se encontraba una gruta entre fuentes y árboles. Allí, adoraban a Dios en voz baja durante tres días, esperando la aparición de la estrella. Y ésta aparecía finalmente bajo la forma de un niño, que les dijo que marchasen a Judea. Guiados por la estrella, los Reyes Magos viajaron durante dos años. Y, de regreso, contaron el prodigio del cual habían sido testigos».

Y similares planteamientos mantuvo Anders Hultgård, para quien había que descartar que la estrella de Oriente hubiese sido resultado de un fenómeno astronómico ocurrido al principio nuestra era, como habitualmente se cree. Para este autor, una interpretación basada en las tradiciones persas sobre los magos sería más acorde y encajaría mejor con el relato evangélico. «El texto griego de Mateo no hablaba de astrólogos en general, sino de magos (gr. magoí) del Oriente, es decir de sacerdotes mazdeos de la época. Estos personajes —señalaba Hultgård— habían observado el surgimiento de una estrella que predecía el nacimiento del rey de los judíos. Y esto era resultado de la adaptación de una leyenda irania relacionada con el nacimiento del rey salvador que representaba al dios Mitra. Tal leyenda fue conservada a través de una forma ligeramente reelaborada en algunos textos cristianos primitivos, en especial en el Opus imperfectum in Matthaeum y en la Crónica del Pseudo Dioniso». Para Hultgård, al igual que para Eliade y Widengren, ambos textos relacionaban claramente a los magos con la mitología persa, y describían la reunión anual de los sacerdotes mazdeos en la cumbre de una montaña donde había una cueva, árboles y una fuente: la montaña sagrada… Allí, esperaban la aparición de una estrella y el descenso de la figura del salvador celeste, que debía bajar por la columna de luz formada por la propia estrella.

No hace falta que recordemos que la sabiduría y la santidad fueron representadas en la tradición persa, al igual que en la tradición de la India antigua, por la luminosidad cegadora que surgía del fuego sagrado. Por lo que no hay duda de que, en términos de discurso narrativo, el elemento luminoso de la Estrella de Mateo pudo encuadrase, más allá de las referencias escriturarias, dentro de la tradición cultural indoirania. La estrella de Belén informaba del nacimiento prodigioso de un rey salvador a los magos caldeos, quienes, desde lejanas tierras, emprendían un largo peregrinaje para glorificar al niño recién nacido. La transformación de estos magos caldeos en reyes de Oriente formaría parte, según algunas interpretaciones, de la fabulación popular desarrollada con posterioridad por influencia de la fantasía greco-egipcia.

Casualmente, la fiesta de los Reyes Magos, que se celebra en toda la cristiandad el seis de enero, y que en Oriente fue la fecha del nacimiento de Cristo, era también la fecha en que en Alejandría se celebraba el festival del nacimiento del nuevo eón (una personificación sincrética de Osiris y el Sol) en el templo de Core, «la Doncella»; que allí se identificaba con Isis, de quien la aparición de la estrella Sirio (Sothis) había sido durante milenios el signo más esperado. «La elevación de la estrella anunciaba la subida de las aguas del Nilo, a través de las cuales la gracia renovadora del mundo, del muerto y resucitado señor Osiris, iba a derramarse sobre la tierra».

Por lo demás, desde tiempos remotos, la esperanza mesiánica de Israel había estado ligada a la aparición de una estrella. Incluso, desde la más lejana antigüedad, no solo en el judaísmo y en la tradición indoirania, sino también en todo el Oriente mediterráneo se había identificado el nacimiento del rey cosmocrátor, de la diosa o del salvador, con la aparición de una estrella en el cielo. Lo que no dejaba de estar presente en las Escrituras judías, como probaba la profecía de Balaam cuando afirmaba: «Lo veré, pero no ahora; lo contemplaré, pero no de cerca: Una estrella saldrá de Jacob, se levantará un cetro de Israel. Aplastará las sienes de Moab y los cráneos de todos los hijos de Set». Según Justino Mártir, «otro profeta, Isaías, anunciaba lo mismo con otros términos. Una estrella debía elevarse de Jacob y una flor debía crecer sobre la vara de Jesé. Y esta estrella luminosa que se levantaba, esta flor que crecía en la vara de Jesé, era el Cristo Salvador». Otra referencia de Justino nos proporciona también nuevos elementos de juicio: «Y que Él había de levantarse como una estrella por el linaje de Abraham, lo manifestó Moisés cuando dijo: “Se levantará una estrella de Jacob y un caudillo de Israel”. Y otra Escritura decía: “Mirad a un hombre. Su nombre es Oriente”. Levantándose, pues, en el cielo una estrella apenas hubo nacido Cristo, como se escribe en los recuerdos de sus Apóstoles, reconociéndole por ella los magos de Arabia, vinieron y le adoraron».

Tampoco hemos de menospreciar el hecho de que en el Apocalipsis apareciesen dos citas referentes a la «estrella de la mañana» cargadas de significación y enjundia. La primera de ellas venía precedida por un texto de los Salmos: «Yo le daré poder sobre las naciones y él las regirá con cetro de hierro». La segunda, mucho más elocuente y expresiva, identificaba al revelador de la Sabiduría con la estrella matutina: «Yo soy la raíz y el linaje de David, la estrella resplandeciente de la mañana». Es decir, identificaba a Jesucristo ora con el sol naciente ora con el lucero del alba; es decir, el planeta Venus o la estrella de la diosa Ishtar. Por lo que parece posible, incluso, que (más allá del culto solar) la narración del Apocalipsis recogiese un signo distintivo de la narración del mito ancestral y arquetípico que, proveniente del mundo mesopotámico, referimos como «Sacrificio y drama del Rey Sagrado»: aquélla que pertenecería a la mitología de la diosa Inanna-Ishtar y su hijo-amante Dumuzi-Tammuz, decenas de siglos anterior a las leyendas de la infancia de Mateo y Lucas. Pues no resulta descabellado pensar, a tenor del texto del Apocalipsis, que la estrella que aparecía sobre Belén en la narración del evangelio de Mateo pudiera haber sido una proyección cultural del planeta luminoso que tres mil años antes se presentaba como la estrella de Ishtar, Inanna, pastora sagrada y guardiana del establo de vacas, quien daba a luz a un hijo al que se le llamaba «pastor», «señor del aprisco de ovejas», «señor de la red» y «señor de vida». Jesús fue también pastor, Poimên, como Dumuzi, Tammuz, Atis y Osiris (Poimên leukôn astrôn), y a la vez cordero: representaciones que se ajustaban perfectamente al fin de la era de Aries y a su muerte simbólica, que además coincidía con el signo zodiacal de la celebración de la Pascua.

No obstante, el asunto relativo a la asociación del nacimiento de Cristo con el simbolismo persa de la Estrella (que adquiere primacía, desde mi punto de vista, frente a las demás influencias culturales) aparece explicado con profundidad filosófica en un pasaje del cristiano gnóstico Teódoto; un pasaje recogido por Clemente de Alejandría y donde se presentaba al astro como una alegoría de la presencia del revelador de la Sabiduría en el mundo. El texto describía primero la naturaleza del destino, que resultaba del movimiento de los cuerpos celestes al más puro estilo determinista: «Así, a través de la acción de las estrellas fijas y de los planetas, los poderes invisibles, guiados por esos astros rigen las generaciones y las presiden». Pero «de esta disputa y lucha de los poderes, el Señor nos libera y procura la paz, lejos del combate de los poderes y de los ángeles». «Por eso el Señor descendió —aclaraba el gnóstico Teódoto— para traer la paz a los venidos del cielo y a los venidos de la tierra. […] Por eso se alzó en lo alto una estrella extraña y nueva, aniquilando la antigua disposición de los astros, brillando con una luz nueva no de este mundo, la cual trazó nuevos caminos de salvación, como el mismo Señor, Guía de los hombres, que descendió a la tierra para cambiar desde la fatalidad a su Providencia a los que creen en Cristo».

Por supuesto, el contrapunto, en el otro extremo de los contrarios, a esta interpretación de la Estrella de Belén (como ruptura de la necesidad y de la armonía de la materialidad cósmica de los arcontes) lo encontramos, en los evangelios, en el eclipse solar y el consiguiente oscurecimiento de la tierra, imposible en la época de la Pascua y que anunciaba la muerte de Cristo. Una manifestación del cielo que hoy sabemos desborda la dimensión meramente luctuosa de una literal lectura de los textos, para transportarnos a una profundidad teológica y simbólica que solo encuentra acomodo en el contexto del Cristo cósmico y en su acción liberadora (a la manera luminosa y gnóstica) sobre la fatalidad del determinismo de los planetas y las estrellas. «En Plinio [por ejemplo] hallamos un episodio semejante, que afirmaba haber sido observado en Roma en sus días. Nos encontramos ante la transposición de un supuesto milagro, concebido originalmente para glorificar la nueva Edad de Oro pagana que constituía el reinado del deificado Augusto; una personalidad a la que se atribuía también la abolición milagrosa del hado astral». Todo lo cual quedaba patente, en el Nuevo Testamento, en el liberador anuncio de la llegada desde el cielo del Hijo del Hombre y el nacimiento de un nuevo eón: «Pero inmediatamente después de la tribulación de aquellos días, el sol se oscurecería, y la luna no daría su resplandor. Las estrellas caerían del cielo y los poderes de los cielos serían sacudidos. Entonces se manifestaría la señal del Hijo del Hombre, y en ese tiempo harían duelo todas las tribus de la tierra, y verían al Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes del cielo con poder y gran gloria». Digamos que la liberación y la ruptura del orden arcóntico (material) de las estrellas y los planetas presuponía, dentro de la literatura del gnosticismo y de ciertas sectas místicas y apocalípticas judías, todo un desafió al orden matemático del movimiento de los cuerpos celestes, que únicamente podía venir asociado a la figura del Salvador y del revelador de la Sabiduría de Dios.

El tema del Fatum vencido por la divinidad, en última instancia, por una intervención divina que debía suprimir el poder y la fuerza del movimiento de los planetas, dueños hasta entonces del destino de los hombres, aparecía ya en el Libro de Henoc, se insinuaba en otros textos de la literatura apocalíptica, era la razón de la soteriología del gnosticismo y parte muy importante también de determinadas ideologías del mundo pagano. La destrucción del poder de los planetas y la liberación de las ataduras del destino a través de un Salvador (judío o pagano) constituía la base del mito apocalíptico que señalaba la instauración de un nuevo ciclo de relaciones entre la tierra y el cielo, liberados los justos y los piadosos de la tiranía de los arcontes. «El gnosticismo precristiano adoptaría este mismo tema, mencionado con la misma significación en el Libro Sagrado de Eugnosto. El gnosticismo cristianizado, a su vez, lo heredaría, pero solo después de transformarlo o repetirlo, a fin de relacionarlo con el extraño acontecimiento [el descenso del Hijo] que afirmaba haber tenido lugar a comienzos de nuestra era».

La estrella de Belén que anunciaba el nacimiento de Jesús; el oscurecimiento del sol que, en plena Pascua, anunciaba la muerte de Cristo; el nacimiento de madre virgen del Salvador; la adoración de los magos; el nacimiento en el pesebre; la muerte de los inocentes; la huida a Egipto, etc., etc., fueron solo algunos de los muchos elementos fabulosos que, en su contexto cultural, expresaron una «verdad» simbólica que los evangelios y parte de la literatura gnóstica compartieron con el conjunto de rasgos arquetípicos del mito de origen persa del salvador descendido. Y, dentro de los cuales, la Estrella, como símbolo de su nacimiento y como signo que desafiaba a la fatalidad cósmica de los arcontes y demonios, aparecía como elemento insustituible del relato del nacimiento del Niño Dios de muchas de las culturas antiguas.

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Fragmento de SACRIFICIO Y DRAMA DEL REY SAGRADO / Págs. 609-614 – Madrid 2021

UN CRISTIANISMO JUDEO-HELENÍSTICO SIN HISTORIA EVANGÉLICA NI PUNTO CERO.

Entrevista a Eliseo Ferrer, autor de «Sacrificio y drama del Rey Sagrado» (Español).

Eliseo Ferrer

Por Sofía G. Orlowsky

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A finales de noviembre de 2021 comenzó la difusión del libro «Sacrificio y drama del rey Sagrado», que contiene, según los especialistas y según el propio autor, una particular visión del cristianismo, de sus más inmediatos antecedentes y de sus más remotos orígenes. Una visión de Cristo y del nacimiento de la Iglesia construida con una metodología que huye tanto de las visiones teológicas y espiritualistas de los investigadores católicos y luteranos, como de los planteamientos analíticos y abstractos que comúnmente usa el mundo académico contemporáneo. De tal manera que la teoría del cristianismo que propone esta obra es la de un variado conjunto de fenómenos y de referencias culturales que, en clara y constante evolución, confluyeron en un contexto cultural determinado: el del judaísmo helenístico (y helenizado) de los siglos anteriores y posteriores al cambio de era, y anterior al judaísmo rabínico del siglo segundo. Pero nadie mejor que su autor, Eliseo Ferrer, para que nos explique los pormenores de la obra.

—¿Qué es y como definiría el libro «Sacrificio y drama del Rey Sagrado»?

—En primer lugar, he de decir que el sintagma que da título a la obra lo he tomado de Sir James G. Frazer (quien puso nombre al ritual del «Sacrificio del Rey Sagrado»), y he añadido el término «drama» porque el culto y los ritos de todas esas divinidades menores que morían y resucitaban incluían, siempre e invariablemente, una representación dramática cíclica y de carácter temporal: el ritual del mito regenerador del cosmos del que tanto habló Eliade, y que en el cristianismo, a pesar de su historia lineal, se traduce en el drama de la Pasión de Cristo. De manera muy resumida, puedo adelantar que, a lo largo de sus casi ochocientas páginas, abordo la historia y la evolución de dos mitos fundamentales, que confluyeron, desde mi punto de vista, en las cartas de Pablo de Tarso. Por una parte, abordo el mito de la muerte y la resurrección del rey divino, de dios o del hijo de dios o de la diosa, desde los cultos neolíticos hasta los cultos mistéricos y el nacimiento de la Iglesia católica en la segunda mitad del siglo segundo. Y, por otro lado, y de manera paralela, abordo la historia y la evolución del mito del salvador de la tradición indoirania, que se concretó de manera explícita y con rasgos similares a la herencia cultural posterior, en el Salvador mazdeísta de la religión de Zoroastro (Saoshyant). Este mito de la tradición indoirania no muere ni resucita; nos habla tan solo del descenso a la tierra y el ascenso a los cielos del salvador, el hijo de dios. Ambas tradiciones, la zoroastriana y la mistérica, confluyeron de manera sorprendente en las cartas de Pablo de Tarso; y digo «de manera sorprendente» porque hay textos místicos judíos del primitivo cristianismo (Evangelio Gnóstico de Tomas, por ejemplo) que estuvieron guiados por el mito del salvador zoroastriano de la literatura apocalíptica de la época, y en los que Jesús no moría ni resucitaba.

—En la solapa de su libro se anuncia «un cristianismo judío sin historia evangélica ni punto cero». ¿No se trata de algo demasiado rupturista y comprometido?

—Bueno… Esta es una simplificación, en efecto. Un eslogan que se le ocurrió al editor. Y, como toda simplificación, no dice demasiado del contenido del libro. Pero a mí no me pareció mal, ya que creo que es algo así como una especie de tarjeta de visita: una invitación a entrar en un libro que es completamente diferente a todo lo que se ha escrito sobre Cristo y el cristianismo hasta la fecha.

—¿Y por qué «judío»? Siempre se ha dicho que los judíos fueron los que indujeron al asesinato de Jesús.

—Mire, cualquier estudiante de historia o antropología de la religión sabe que no hay revelación; o, cuando menos, no la hay en el sentido apriorístico que le ofrece la teología. La «revelación», para la ciencia, es algo que se da a posteriori y que brota de la vida de los hombres. En este sentido, debo reconocer que el cristianismo no nació en el Portal de Belén ni tras la imaginaria muerte y resurrección del hijo de dios. Como todo fenómeno espiritual y religioso, el cristianismo fue fruto de un largo proceso de interacción del hombre con el medio; de un largo proceso de concatenación de diferentes contextos culturales, y, en última instancia, de la elaboración, reelaboración, corrección y enmienda de innumerables textos surgidos de una tradición oral anterior.

«EL MESÍAS-CRISTO ES UN MITO ANCESTRAL Y ARCAICO REFORMULADO POR LAS SECTAS DEL MESIANISMO APOCALÍPTICO Y MISTICO JUDIO, Y TRANSFORMADO POR EL GNOSTICISMO Y POR LA IGLESIA DEL SIGLO SEGUNDO».

—Pero en algún momento debió manifestarse… ¿Cuáles fueron esos primeros signos de Cristo y el cristianismo?

—Sí, efectivamente, si nos remitimos a los textos… Los términos «Cristo» y «cristianismo» son los equivalentes judíos de «Mesías» y «mesianismo». Y en el contexto judío prerrabínico de finales del Segundo Templo las primeras referencias a un Mesías-Cristo o a un mesianismo-cristianismo de carácter celeste y espiritual las encontramos en ciertos apócrifos judíos, en la literatura de Qumrán y en primitivos textos de carácter gnóstico. Basta citar apócrifos como el Libro de las Parábolas de Henoc, IV Esdras, el Apocalipsis Siriaco de Baruc o Los Salmos de Salomón y su «Cristo Señor»; el Libro de Melquisedec, entre los textos de Qumrán, o el texto protognóstico Las odas de salomón, en las que aparecen claras referencias a la cruz y la Virgen concibe también por obra del espíritu. Luego, el cristianismo que conocemos se reafirmó en las cartas de Pablo de Tarso, quien, a caballo entre la apocalíptica y el misticismo judío protognóstico, inspiró los textos evangélicos de Marción y de los grandes maestros del gnosticismo. Y solo muy tardíamente, a mediados del siglo segundo, llegaron las cartas paulinas y «los cuatro evangelios» a la capital del Imperio. Pero, volviendo a lo esencial de su pregunta, he de recalcar que toda esta complejidad obliga a cualquier investigador honesto a abandonar ideas preconcebidas y a aplicar métodos histórico-críticos de carácter textual, holista y dialéctico, que implican siempre diferentes niveles de referencias contextuales. Siempre he insistido en mi aversión a los métodos analíticos sin más y desprovistos de referencias históricas y contextuales… Para que me entienda todo el mundo: el contexto en el que se escribieron las cartas de Pablo de Tarso y posteriormente los evangelios fue un contexto judaico de carácter enormemente heterogéneo, complejo y multiforme, en el que convivieron, entre otras muchas tradiciones, las influencias persas de la dominación aqueménida de Judea, la literatura apocalíptica, las influencias de la literatura sapiencial judía, los antiguos hasideos, el fariseísmo, los sectarios de Qumrán y, en última instancia, el medio-platonismo pregnóstico que cultivaron algunos judíos de Alejandría. No hay fórmulas estereotipadas ni clichés para explicar el judaísmo prerrabínico y preeclesiástico en el que floreció el mito espiritual del Mesías-Cristo. Hay que estudiar a fondo los textos y sus contextos, y situar los evangelios en el furgón de cola de la investigación, y no al principio, como se hace habitualmente.

—En efecto, en esa tarjeta de presentación de su libro, que aparece en la solapa, usted rechaza también la historia evangélica. ¿Por qué la teoría del cristianismo que propone carece de historia evangélica?

—Decir que los evangelios no fueron escritos con intención de hacer crónica o historia es hoy un tópico y una evidencia que nadie puede negar. Pero, aun así, los funcionarios del mundo académico, no digo ya los teólogos, los creyentes y los profesores de las universidades católicas y protestantes, se aferran a la literalidad de estos textos con la misma energía con la que el barón de Münchhausen se agarraba y se tiraba de los pelos para no caer en la ciénaga. En esta literatura (magníficamente escrita, por cierto) no hay historia referenciada directa o indirectamente: hay simbolismo, metáfora, analogía, parábola, etc. Hay midrash y pésher: interpretación de textos judíos anteriores… Los textos que hemos recibido de los cuatro evangelios canónicos, resultado de un largo proceso de dos siglos de recomposición y manipulación de textos más antiguos, fueron, primera y fundamentalmente, textos teológico-gnósticos desde la primera a la última línea; que involucraban los significados del redentor mistérico y los del salvador de Zoroastro. Y un claro ejemplo de ello lo constituye el evangelio de Marcos, el primero en el tiempo y del que copiaron todos los demás. Desde el primer parágrafo de este evangelio, lo que se anuncia no es una historia al estilo de Tucídices ocurrida a la orilla del Jordán, sino el mito del descenso a la tierra del espíritu, la encarnación del hijo de dios y, a la postre, su muerte y resurrección. Es decir, la encarnación del espíritu divino en un hombre, Josué-Jesús, cuyo único referente lo encontraba el lector de esa época en la figura veterotestamenteria del Josué-Jesús; quien, camino de la Tierra Prometida, había atravesado el Jordán, había elegido también doce discípulos y había amontonado doce piedras como símbolo de conmemoración.

—Según la leyenda de la solapa, su teoría del cristianismo carece también de «punto cero». ¿A qué se refiere con ello?

—Ya lo he dicho. Me refiero a que no hubo revelación, ni nacimiento virginal, ni muerte en la cruz, ni resurrección, ni un Jesús identificable históricamente… Hubo infinidad de símbolos enmarcados, en líneas generales, en una antigua tradición platónica recogida por el gnosticismo judeocristiano, que hablaba en su relato de las emanaciones y del descenso de ciertas entidades divinas (Ideas) a la tierra: Sofía, Jesucristo, el Espíritu, etc. Y todo ello fue resultado de un largo proceso cultural y religioso que implicaba también contextos anteriores, como los representados por la religión de Zoroastro y por los cultos mistéricos. La literatura evangélica y su interpretación textual y al pie de la letra fue algo muy tardío que trajo la Iglesia a finales del siglo segundo porque los obispos nunca supieron qué hacer con la compleja mitología del gnosticismo.

«EL «JESÚS HISTÓRICO» ES UNA CONSTRUCCIÓN IDEOLÓGICA DEL SIGLO DIECINUEVE QUE CREARON INTELECTUALES ALEMANES Y PASTORES PROTESTANTES REBOTADOS, QUE ABJURARON DE LA TEOLOGÍA, PERO NO PUDIERON DESEMBARAZARSE DE LA AMABLE Y SUGESTIVA FIGURA DE JESÚS. Y UN BUEN EJEMPLO DE ELLO LO CONSTITUYEN LAS ERRÓNEAS INTERPRETACIONES DEL MARXISMO CLÁSICO SOBRE JESÚS Y EL CRISTIANISMO».

—¿Eso quiere decir que Jesús no existió en realidad?

—Mire, hoy en día se habla mucho del «Jesús histórico», efectivamente, pero ello dentro de una visión muy poco histórica y muy teológica o, en su defecto, heredada de la teología. Incluso, hay por ahí gente que, atrapada en su círculo hermenéutico, comete el monstruoso error metodológico de separar y enfrentar la idea de un «Jesús histórico» y un «Cristo de la fe». Esto, claro está, conlleva a todas luces una petición de principio y supone un monumental error metodológico que descalifica a quienes proponen semejante barbaridad. No hay un «Jesús histórico» y un «Cristo de la fe» por separado… Hay un Jesús, un Cristo o un Jesucristo, como lo quiera llamar, quien, en una perspectiva emic, fue el hijo de dios y el enviado para salvar al género humano: el espíritu divino que se acercaba a los hombres (se encarnaba en su interior) para hacerles partícipes de la divinidad. La primera referencia de humanización del mito de Jesucristo la tenemos muy tardíamente, en torno al año ciento cuarenta, en Hechos de los Apóstoles, una obra de propaganda de muy dudosa historicidad. Y, luego, en Justino Mártir, justo a la mitad del siglo segundo, quien habló en su Diálogo con Trifón de un «maestro crucificado». Posteriormente, la teología conciliar concibió a Jesucristo como «dios y hombre verdadero», y con ello se dio satisfacción de manera conjunta a las tesis de la escuela de Antioquía (un maestro) y a las de la escuela de Alejandría (un hijo de dios).

—Conclusión… ¿Entonces, Jesús existió o no existió? ¿Cuál es su posición?

—Jesús existió y existe en la teología como hijo de dios, quien, desde una perspectiva emic, desciende cual espíritu divino en el Jordán para salvar a los hombres. Yeoshúa (Jesús-Josué) existió como construcción mítica de la mística judía helenizada, que, tras la destrucción del Templo de Jerusalén, utilizó materiales literarios de aluvión para redactar y reelaborar los textos de los evangelios. De lo que sí puede estar segura es que el «Jesús histórico», tal y como se concibe en la actualidad (un sedicioso antirromano), es una ignorante fabulación, De la misma forma que no existió «la comunidad jesuánica»: la urgemeinde, tal y como la conciben las iglesias luteranas. Aunque sería largo y dificultoso entrar en detalles en este terreno, créame si le digo que no hay una sola prueba que avale semejante proposición de un «Jesús histórico», de una «comunidad jesuánica» o de un cristianismo primitivo en estado de pureza. El «Jesús histórico» es una construcción ideológica del siglo diecinueve que crearon intelectuales alemanes y pastores protestantes «rebotados» que abjuraron de la teología, pero no pudieron desembarazarse de la amable y sugestiva figura de Jesús. Y un buen ejemplo de ello lo constituyen las erróneas interpretaciones del marxismo clásico sobre Jesús y el cristianismo. Aun así, hoy en día, el sintagma «Jesús histórico» y su erróneo significado se ha universalizado; se ha convertido en un tópico y en un lugar común de la «jesusología». Pero se trata de una fórmula vacía y completamente ajena al verdadero significado transcendente del mito de Jesucristo. Un invento, en definitiva, que alimenta hoy toda una subcultura libresca de carácter comercial y su detritus intelectual en las redes e internet.

—¿Podría resumir, entonces, quién o qué fue Jesús, Cristo o Jesucristo?

—Jesús fue y es, ante todo, una construcción de la mística judía helenizada; un hijo póstumo del platonismo; una personalización de la idea de salvación frente a la muerte irremediable: el vástago del Bien, el hijo del Altísimo, el mediador entre la tierra y el cielo… Entiéndame, Jesús es un producto intelectual de la tradición platónica reformulada por el judío Filón de Alejandría, por las cartas de Pablo de Tarso, por el gnosticismo alejandrino, por el Evangelio de Juan y por judaísmo helenizado de Jerusalén y de la diáspora siria. De ahí que Nietzsche pudiera definir al cristianismo como «un platonismo para el pueblo».

—¿Podemos considerar, en consecuencia, al cristianismo como una variante del platonismo de la época? ¿Cómo definiría, en pocas palabras, a la religión creadora de la civilización occidental y de la que, de una u otra manera, participamos todos?

—En cierta medida, como digo, el cristianismo primitivo fue un producto del platonismo, porque eso fueron el protognosticismo y el gnosticismo cristiano, de los que, se quiera o no se quiera, brotó la Iglesia (católica) en la segunda mitad del siglo segundo. Y en muy pocas palabras, como usted me sugiere, yo me atrevería a definir la esencia del cristianismo como la interpretación que la mística judía platonizante (protognosticismo) hizo del Mesías (Cristo) a través del Salvador de la religión de Zoroastro y del Redentor de los cultos mistéricos. Esto parece excesivo y muy atrevido, lo sé… Pero no hay que olvidar que Jesús-Josué-Yehoshúa fue también, según los textos gnósticos primitivos, el prototipo del salvador zoroastriano que contenía la literatura apocalíptica de la época. Es decir, era el salvador que juzgaba a los vivos y a los muertos el día del juicio final, o que, en su forma más evolucionada (gnosis), descendía al mundo como iluminador para mostrar la naturaleza divina de los hombres; que a eso es a lo que se refiere la idea de la encarnación del hijo de dios: el Cristo interior del gnosticismo. Y además de todo ello, Jesús representa también, según las cartas de Pablo de Tarso, las funciones y valores del redentor mistérico (muerte-resurrección), en sintonía con los significados anteriores del juez apocalíptico y del primitivo salvador gnóstico. En Pablo de Tarso, la figura resultante de estas diferentes tradiciones (el cristo cósmico) moría y resucitaba en los ámbitos intemporales de la metafísica, de la misma forma que morían y resucitaban las deidades de las religiones mistéricas.

—En fin… Usted no es creyente.

—No soy creyente, en efecto. Soy ateo, a mi manera. Y no sé si con esta sugerencia pretende preguntarme qué hago yo aquí, o cómo me he medido en todo esto.

—En cierta medida, si; así es.

—Pues, mire usted, creo que éste es un campo de investigación inagotable y apasionante, que en pleno siglo veintiuno se encuentra completamente inexplorado, dominado todavía por la teología y por las más variopintas ideologías de los siglos diecinueve y veinte. Yo, simplemente, intento ser sincero conmigo mismo y con mis lectores, a cuyo objeto aplico mis métodos (antropológicos, histórico-críticos y textuales) con la misma actitud etic con la que los geólogos estudian los estratos de la corteza terrestre o los entomólogos estudian a los insectos.

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Signos y símbolos del cristianismo primitivo. I.

El arcaico simbolismo de de la representación de la cruz. 

Eliseo Ferrer

EL ARCAICO SIMBOLISMO DE LA CRUZ.

Leer texto con referencias

El símbolo cristiano de la cruz, representación universal por antonomasia del mesianismo judío heredado por la Iglesia, no fue usado hasta el siglo quinto de nuestra era; por lo que se convierte hoy en el signo que mejor expresa la permanente evolución de ideas, representaciones y creencias que venimos contemplando en estas páginas. Su imagen y su simbolismo son tan viejos como el mundo y, a través de unos u otros significados, se hicieron presentes en casi todas las culturas de la historia antigua. Veamos si no cómo se expresaban Hermes y Hefesto, personajes del drama Prometeo, del satírico Luciano, al principio de esta obra, mientras buscaban un lugar en el Cáucaso donde dar suplicio a la figura del salvador griego y amigo de los hombres:

[Hermes:] He aquí, Hefesto, el Cáucaso, donde deberá ser clavado este infeliz titán. Busquemos ahora una roca adecuada, a fin de que las cadenas se fijen con mayor seguridad y quede a la vista de todos una vez colgado.

[Hefesto:] Busquémosla, Hermes: no conviene, en efecto, crucificarlo a poca altura y cerca de la tierra, no sea que acudan en su ayuda los hombres, ni tampoco en la cima, pues no alcanzarían a verlo los de abajo. Si te parece, crucifiquémosle a media altura, aquí, sobre la sima, con los brazos extendidos desde esta roca a esa de enfrente.

[…]

Prometeo pedía misericordia…

[Y Hermes le respondía:] Con eso quieres decir, Prometeo [con “tened compasión”], que en tu lugar seamos nosotros crucificados por desobedecer la orden. Vamos, extiende la mano derecha. Tú, Hefesto, sujétala, clávala y dale al martillo con fuerza. Dame ahora la otra. Que quede también segura. Ya está bien. Luego, bajara volando el águila a roerle el hígado.

El satírico Luciano escribió este pasaje de su Prometeo a mediados del siglo segundo, con unos rasgos que, sorprendentemente, recuerdan más a la crucifixión material del Gólgota que a su significado originario, simbólico, místico y transcendente; lo que puede inducir a pensar, como se ha insinuado desde diferentes posiciones, que podría tratarse de una sátira burlesca del cristianismo disperso de aquellos primeros tiempos. Pero lo cierto es que el uso de la cruz como símbolo espiritual entre culturas no cristianas de la antigüedad puede considerarse como un fenómeno ubicuo, y, en muchísimos casos, relacionado con alguna forma simbólica de adoración de la naturaleza, el culto fuego y el culto al sol. Para Marija Gimbutas no hubo duda, en este sentido, de que la cruz fue un símbolo universal creado o adoptado por las comunidades agrícolas del Neolítico, que, como todos sabemos, ha perdurado y la llegado hasta nuestros días a través de la particular interpretación que la Iglesia hizo del cristianismo; quien la implantó de manera generalizada en Europa en los siglos sexto, séptimo y octavo. Según esta autora, su representación estuvo basada en la creencia de que el año era un viaje que abarcaba los cuatro puntos cardinales: «Su propósito era promover y asegurar la continuidad del ciclo cósmico, ayudar al mundo en todas las fases de la luna y el cambio de estaciones. Los platos pintados con grafito de los Balcanes orientales tenían dibujos de cruces y de serpientes cósmicas que presentaban de forma recurrente composiciones idénticas del universo». La cruz y sus símbolos derivados se encontraban con frecuencia en las decoraciones cerámicas de los periodos Neolítico y Calcolítico; su constante presencia en platos, cuencos, vasijas, sellos y coronas de figurillas parece «sugerir firmemente que fueron ideogramas necesarios para promover el nacimiento y el crecimiento recurrente de las plantas, de los animales y de la vida humana».

Fue un hecho incuestionable que, en épocas muy anteriores al nacimiento del mito judío de Cristo, e incluso con posterioridad, en áreas donde tardaron en llegar las enseñanzas de la Iglesia, la cruz fue usada como símbolo sagrado y nexo de unión de los elementos materiales y espirituales de cierto misticismo cósmico: el hóros o límite entre el universo inmanifestado y el mundo de los mortales, que solo el Hijo, representado como el Sol, podía atravesar en calidad de intermediario entre los dioses y los hombres. Fue lo que ocurrió, por ejemplo, entre los hinduistas y los budistas del extremo Oriente, entre las tribus celtas o entre indios americanos… Cuando los conquistadores españoles desembarcaron en las costas de México no pudieron ocultar su estupor ante el hecho de que el símbolo sagrado por excelencia de la fe católica estuviese representando, como objeto de adoración, en los templos de Xolotl y Quetzalcóatl. La primera página del códice Fejérváry-Mayer, que recogía motivos precolombinos, aparecía ilustrada con una inequívoca cruz de brazos iguales y simétricos (forma de cruz griega), que representaban los cuatro rumbos, los cuatro puntos cardinales o las cuatro esquinas del universo. En Palenque, por lo demás, los conquistadores españoles descubrieron un templo maya que sería conocido a partir del siglo dieciséis como el «templo de la cruz», dado que en el centro del pedestal del altar aparecía una cruz de considerables dimensiones. «La figura de la Serpiente Emplumada, vinculada a la cruz, sugería inmediatamente —señalaba Campbell— nuestra propia continuidad bíblica Edén-Calvario. Además, encima de la cruz maya había un pájaro, el quetzal, y en la base una máscara, una especie de representación mortuoria. Lo que recordaba a muchas pinturas de la crucifixión del período medieval tardío y del primer Renacimiento, en las que mostraban el Espíritu Santo arriba, en forma de paloma, y al pie de la cruz una calavera».

Las relaciones de indias escritas por los cronistas españoles del siglo dieciséis estuvieron llenas de referencias a la cruz y a la espiritualidad indígena precolombina. El mismo Cortés, Bernal Díaz del Castillo, Fray Diego Durán, Diego López de Cogolludo, Fray Bernardino de Sahagún o el jesuita Joseph de Acosta nos dejaron inestimables documentos, confirmados por distintas fuentes, que apuntaban al uso de la cruz, bien como símbolo sagrado o bien como herramienta cosmológica, entre los indios mesoamericanos. A modo de resumido y sintetizado ejemplo, podemos recuperar uno de los textos de Bernardino de Sahagún, en el que encontramos la imagen de la cruz con una claridad expositiva y un rigor descriptivo que no pudieron dejar de impactar el imaginario cristiano del autor:

El año setenta [1570], o por allí cerca, me certificaron dos religiosos dignos de fe que vieron en Guajaca unas pinturas muy antiguas, pintadas en pellejos de venados, en las cuales se contenían muchas cosas que aludían a la predicación del Evangelio. Entre otras, era una de éstas, que estaban tres mujeres vestidas como indias y tocados los cabellos como indias, estaban sentadas como se sientan las mujeres indias, y las dos estaban a la par, y la tercera estaba delante de las dos, en el medio, y tenía una cruz de palo, según significaba la pintura. […] Y delante de ellas, estaba en el suelo un hombre desnudo y tendido de pies y manos sobre una cruz, y atadas las manos y los pies a la cruz con unos cordeles. Esto me parece que alude a Nuestra Señora y sus dos hermanas y a Nuestro Redentor crucificado, lo cual debieron tener por predicación antiguamente.

Testimonios e imágenes similares se repitieron asimismo en el mundo incaico y en el extremo Sur americano, donde la cruz fue usada también como símbolo religioso por sus pobladores aborígenes antes de la llegada de Pizarro. En numerosos lugares, a los recién nacidos los ponían bajo su protección para preservarlos de los espíritus malignos; los habitantes de la Patagonia se tatuaban sus frentes con cruces, y en el Perú se han hallado numerosos utensilios antiguos marcados con el signo de la cruz.

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© Fragmento del libro «Sacrificio y drama del Rey Sagrado». Páginas 627-629.

Signos y símbolos del cristianismo primitivo. II.

La cruz, emblema de la resurrección inspirado por el sol.

© Eliseo Ferrer (Desde una antropología materialista).

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LA CRUZ, EMBLEMA DE LA RESURRECCIÓN INSPIRADO POR EL SOL.

Una de las representaciones cruciformes más antiguas fue la esvástica o cruz gamada, que, en diversas religiones, en especial en el hinduismo y en el budismo, simbolizaba y simboliza al fuego o al sol (por su rotación diaria), o al relámpago. Se trataba de una primigenia representación de la cruz, cuyos orígenes nos resultan totalmente desconocidos; lo que ha dado lugar a innumerables interpretaciones esotéricas y simbólicas que apuntan en múltiples direcciones y sentidos. De tal manera que encontramos desde la explicación un tanto esquemática y simplista, que nos remite a la imagen de dos palos cruzados y en rotación, operando en la primitiva función de obtención del fuego, a aquellas interpretaciones que ven el ella un símbolo de la revolución de la Osa Mayor en el cielo, a través de las cuatro estaciones, alrededor de la Estrella Polar. En este sentido, para René Guénon la cruz gamada fue, esencialmente y por encima de cualquier otra referencia, el «signo del Polo»; pues, si comparamos la esvástica con la figura de la cruz solar inscrita en una circunferencia, «percibiremos que se trata de dos símbolos en cierta medida equivalentes; pero la rotación alrededor del centro fijo, en lugar de estar representada por el trazado de la circunferencia, en la esvástica viene determinada por las líneas añadidas a los extremos de los brazos de la cruz, que forman con éstos ángulos rectos; líneas tangentes, en suma, a la circunferencia que indican la dirección del movimiento». Una orientación del movimiento que le permitió a este autor definirla como «una acción del principio respecto al mundo»: expresión, en definitiva, de la rueda universal y del mundo mismo. No en vano en el budismo tibetano se trataba de una imagen que venía asociada a la rueda del dharma, con un centro que fluía en la mente zen. Por lo demás, y en líneas muy generales, la esvástica estuvo considerada siempre como un símbolo de linaje solar, que acompañaba a los dioses solares del fuego y de la tormenta.

Otra representación de la cruz primitiva fue el ankh egipcio, símbolo de la vida y de la inmortalidad, que posteriormente fue adoptado por la iglesia copta de Egipto como única y exclusiva representación de la cruz cristiana en aquellas tierras del Nilo. Previamente, en el antiguo Egipto la cruz ansada, o ankh, fue concebida como símbolo de eternidad, y estuvo considerada como la llave de la vida imperecedera. Como prueba de ello, se dibujaba en la frente de los faraones y de los iniciados para significar su pertenencia al dominio de lo eterno e imperecedero frente al resto de los mortales. Y se trataba del símbolo solar más frecuente dentro de la iconografía egipcia, al representarse en forma de amuletos, formando parte de frisos, espejos, adornos, elementos de joyería, etc. Se trataba, en definitiva, de una representación cruciforme que fue identificada también con la tau griega, probablemente en la época ptolemaica; aunque, ciertamente, sorprende encontrar también entre los jeroglíficos que han sobrevivido al paso del tiempo la forma gráfica de la cruz griega. Un signo éste último, de carácter eminentemente solar, que ofrece hoy innumerables manifestaciones entre los amuletos y los restos epigráficos de las antiguas civilizaciones mesopotámicas, como representación del dios del cielo; la más conocida, la cruz del dios solar Shamash, el dios Utu de la cultura sumeria. Pues hemos de reconocer que la cruz de brazos iguales fue desde la más remota antigüedad el símbolo astronómico y equinoccial del cielo, donde el sol se representaba manifestando la igualdad de los días y las noches; de tal manera que, rodeada de un círculo, la cruz aludía al transcurso zodiacal anual, a través del cual el astro rey parecía experimentar una continua muerte y resurrección.

En este último sentido, hemos de reconocer que sabemos muy poco de los reyes de la dinastía casita de Babilonia (1550-1155 antes de nuestra era), quienes no se caracterizaron por llevar unos minuciosos registros documentales, pero sí dejaron reveladoras imágenes y grabados que pusieron de manifiesto un uso bastante generalizado del signo de la cruz. Una representación que, en apariencia, encontraba bastantes concomitancias con la posterior cruz de Malta cristiana, y que se conoce en los estudios de glíptica antigua como «cruz casita». Además, como revelan hoy los monumentos reales del área mesopotámica, los reyes asirios de los imperios medio y neoasirio (siglo catorce al siglo séptimo antes de nuestra era) portaban el «crucifijo» colgado del cuello, haciendo ostentación de él en el pecho, cerca del corazón. Según los especialistas de este periodo, la cruz fue un signo realmente significativo desde el punto de vista religioso y astronómico. Y debió ser una manifestación ciertamente difundida en torno al siglo noveno antes de nuestra era, si tenemos en cuenta que, al igual que los soberanos egipcios, el rey Asurnasirpal II, conquistador de las ciudades de Tiro, Sidón y Gebal, y dueño de Mesopotamia y el actual Líbano, llevaba la cruz colgada de un collar en el pecho, tal y como muestra su estela del Museo Británico.

La veneración de este arcaico símbolo, según el erudito escocés Alexander Hislop, tuvo su foco de irradiación cultural en «la antigua Caldea» (Sumeria, Acad, Asiria y Babilonia) y se usó, invariablemente, como símbolo del dios Tammuz. Así, siglos antes de nuestra era, la cruz era ya reconocida como símbolo sagrado por el pueblo de Babilonia; algo que se hizo patente en un buen número de tablillas, representaciones epigráficas y objetos generados en la larga historia desarrollada entre los ríos Tigris y Éufrates. Además, existe un amplio acuerdo entre los investigadores a la hora de considerar a la cruz como un símbolo asociado al dios Tammuz, que provendría, en su forma original, de la primera letra del nombre de la divinidad mesopotámica. «El mismo signo de la cruz que venera la iglesia de Roma hoy en día, fue usado en los misterios de Babilonia —señalaba Hislop a mediados del siglo diecinueve—. Aquello que es ahora conocido como la cruz cristiana no fue originalmente un emblema cristiano, sino el símbolo místico tau de los caldeos y de los egipcios (la forma original de la «T»), la inicial de Tammuz», que fue usada en una gran variedad de formas como un símbolo sagrado, a modo de amuleto sobre el corazón.

Según el erudito escocés, desde el nacimiento de las civilizaciones de Mesopotamia y Egipto, la cruz habría sido elevada sobre las manos de los sacerdotes babilonios y egipcios, lo mismo que sobre las manos de los reyes y los pontífices de la civilización romana, como símbolo de autoridad en tanto que representantes de la encarnación de un poder relacionado con el sol. No hay que olvidar que ya en el año 46 antes de nuestra era ciertas monedas romanas mostraban a Júpiter portando un largo cetro que terminaba, en lo alto, en forma de cruz. Las vestales la usaban asimismo suspendida de sus gargantillas; y no hay duda de que entre los fenicios fue una de las representaciones simbólicas más importantes; al tiempo que los griegos lucían cruces en una banda que colocaban sobre sus cabezas en recuerdo de Dioniso-Baco.

No obstante, su significación solar aparecía mucho más clara entre los símbolos del mundo celta. El dios celeste de estas tribus indoeuropeas, el Júpiter celta, era representado muy a menudo por una rueda; pues la rueda tenía una gran importancia entre estas tribus indoeuropeas por su significación cósmica y solar. «Efectivamente, la rueda de cuatro radios [la cruz equinoccial] representaba el año; es decir, el cielo de las cuatro estaciones. Hasta el punto de que los términos que designaban el “año” y la “rueda” eran idénticos en las lenguas celtas. Como muy bien entendió Werner Müller, este Júpiter celta era, en consecuencia, el dios celeste cosmócrata, el señor del año asociado a la columna que representaba el axis mundi».

Igualmente significativas, desde el punto de vista de su simbología solar, resultaban las cruces paganas referidas en el texto de Epifanio, según el cual, en la celebración del nuevo año en el templo de Core (Perséfone) en Alejandría, la noche del cinco al seis de enero en que nacía Aion, el niño dios, los fieles bajaban, tras el canto del gallo, a un santuario subterráneo, de donde traían una figura tallada en madera que colocaban desnuda sobre unas angarillas. «La figura tenía signada sobre la frente una cruz de oro, y en cada mano un signo de la misma forma, y otro en cada rodilla; y los cinco signos estaban hechos igualmente de oro. Llevaban esta imagen siete veces en torno al espacio central del templo, al son de flautas, tamboriles e himnos, y tras la procesión la bajaban nuevamente al ámbito subterráneo. Y si se les preguntaba qué misteriosa ceremonia era ésta, respondían: “Hoy, a esta hora, Core (Kore), es decir, la Doncella, ha dado a luz a Eón”». Aion (Eón), el niño dios, «era una personificación sincrética de Osiris; al tiempo que Core, “la Doncella”, en este contexto se identificaba con Isis, de quien la brillante estrella Sirio (Sothis) elevándose en el horizonte había sido durante milenios el signo esperado». No hace falta aclarar que cuando hablaba de estos ritos del nuevo año, celebrados en la madrugada del seis de enero, Epifanio no se refería a los seguidores de Cristo, sino expresamente a idólatras alejandrinos, y ello para ilustrar la idea de que también los paganos, involuntariamente, habían dado testimonio por anticipado de la «verdad cristiana».

Por otra parte, es bien sabido que los misterios de Dioniso, vinculados al árbol y a la vid, estuvieron relacionados asimismo con la cruz. El padre de la Iglesia Arnobio se escandalizaba al ver que en estos cultos mistéricos los iniciados se pasaban la cruz de unos a otros dentro de sus ceremonias; e incluso la ornamentación de un sarcófago del siglo segundo o tercero (hoy en Baltimore) exhibía a un discípulo de edad avanzada portando una gran cruz para el niño divino Dioniso. Un fenómeno mistérico que pudo estar relacionado de alguna manera con la cruz en forma de «Y» que, convertida en emblema de ciertos grupos pitagóricos, marcaba y presuponía una disyuntiva ética para la vida de sus iniciados. Como nos recordaba Jaeger, estos grupos predicaban una forma de vida que tenía como símbolo la cruz «Y»: «El signo del cruce de caminos en el que el hombre debía elegir qué camino tomar, el del bien o del mal. En la época helenística encontramos esta doctrina de los dos caminos (que era muy antigua y aparecía ya en Hesíodo) en un tratado filosófico popular, el Pinax de Cebes, que describía una imagen de los dos caminos encontrada entre las ofrendas votivas de un templo pagano».

Por lo que no debe producirnos extrañeza el hecho de que, cuando el populacho cristiano, dirigido por los obispos y otros elementos de la jerarquía eclesiástica, destruyó el Serapeum de Alejandría, se hallase en las losas de granito del recinto interior del templo «una cruz de innegable configuración cristiana», que los monjes atribuyeron al espíritu de previsión y profecía con que actuaba la providencia divina. «Aunque la arqueología y la simbología, implacables enemigos de las adulteraciones eclesiásticas, descifraron los jeroglíficos que rodeaban la cruz y coligieron de ellos su verdadero significado. […] Según los arqueólogos, la cruz descubierta entre las ruinas del Serapeum de Alejandría era un símbolo de la vida eterna y se usaba en los misterios a semejanza de la tau o la cruz egipcia; emblema asimismo de la dual potencia generadora que colocaba el hierofante sobre el pecho del recién iniciado o nacido a la nueva vida».

Y si todo este caudal de datos no resulta convincente, puedo asegurar y probar personalmente que el Museo Arqueológico de Heraklion, en Creta, exhibía en 2010 una sorprendente cruz de mármol, hallada en Knossos y fechada en el año 1600 antes de nuestra era (finales de la época del minoico medio), que yo mismo fotografié con la datación de fecha. Se trataba de una desafiante «cruz griega», de cerca de cuatro mil años de antigüedad y de claras connotaciones solares, que, por supuesto, nada tenía que ver con la cruz de Cristo.

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© Fragmento del libro «Sacrificio y drama del Rey Sagrado». Páginas 629-633.

Signos y símbolos del cristianismo primitivo. III.

La cruz como representación y esquema del árbol sagrado.

© Eliseo Ferrer (Desde una antropología materialista).

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LA CRUZ COMO REPRESENTACIÓN Y ESQUEMA DEL ÁRBOL SAGRADO.

Tampoco podemos olvidar que la cruz fue identificada en las culturas antiguas con el Árbol Sagrado, el Árbol del Mundo, el Árbol Cósmico o Árbol de la Vida, cuya representación más conocida, además de la simbología bíblica, fue la del árbol Yggdrasil: la «Pértiga Sagrada» del tormento de Odín, sobre la que aparecía posada un águila; de igual manera que el quetzal aparecía encima de la cruz de Palenque o la paloma sobre la cruz de Cristo. En sintonía con el arcaico mito neolítico derivado de la contemplación de la naturaleza, Yggdrasil, siempre muriendo y volviendo a la vida, fue un símbolo de la muerte y la resurrección. «Era el pivote del universo —aseguraba Joseph Campbell—, del que irradiaban las cuatro direcciones, que giraban como los radios de una rueda. Así también la cruz de Cristo fue representada simbólicamente como el centro de un mandala; de la misma forma que en la imagen del Antiguo Testamento el Edén era descrito como “el árbol de la vida en medio del jardín y el árbol del conocimiento del bien y del mal”; con un río, además, que dividía y se transformaba en cuatro ríos, corriendo en cuatro direcciones diferentes».

El árbol Yggdrasil, situado en el «centro», simbolizaba y al mismo tiempo constituía el universo: «Su cima tocaba al cielo y sus ramas abarcaban el mundo. Una de sus raíces se hundía en el país de los muertos, la otra llegaba al país de los gigantes y la tercera al mundo de los hombres». Los familiarizados con el mito y el folclore germánicos no ignoran, por otra parte, que el Padre de Todo, Odín, para adquirir la Sabiduría de las Runas, se colgó durante nueve días de este árbol sagrado:

He aquí que me colgué del árbol ventoso / Colgué de él nueve noches enteras / Con la espada fui herido y ofrendado / Fui a Odín, yo mismo a mí mismo, / En el árbol del que nadie sabrá nunca / Qué raíz lo sostiene.

Gran parte del simbolismo de la cruz fue compartido con el del árbol, ya que a menudo uno ocupaba el lugar del otro, intercambiándose en las narraciones mitológicas. Y ambos fueron símbolos universales que representaron el eje del mundo (axis mundi). «El dios mortal era crucificado en un árbol, representado por una cruz o un árbol en crecimiento [resurrección primaveral]. […] Pero el árbol no era solo el eje del mundo, sino una imagen también del mundo, que personificaba la totalidad de lo manifestado. Sus raíces llegaban a las profundidades de la tierra y estaba en contacto con el mundo subterráneo y el mundo de las aguas; por eso podía nutrirse con las fuerzas de ambos mundos. El tronco crecía hacia la luz y registraba el paso del tiempo, agregando un anillo a su estructura por cada año de crecimiento». La tradición de la India, desde sus textos más antiguos, representó el cosmos bajo la forma de un árbol gigante; e incluso, «en el Bhagavadgītā, el árbol cósmico llegaba a expresar no solo el universo, sino también la condición del hombre en el mundo. […] En las Upanishads se precisaba dialécticamente esta concepción: [pero] el universo era un “árbol invertido” que hundía sus raíces en el cielo y extendía sus ramas sobre la tierra entera».

La literatura mítica, por lo demás, convirtió al árbol sagrado (árbol cósmico) en instrumento de expiación, redención o tortura, ofreciendo tantos ejemplos a través de las diferentes culturas que sería ocioso enumerarlos en su totalidad. Además del ya citado árbol Yggdrasil donde fue colgado el dios nórdico Odín, a Dumuzi, hijo-amante de la diosa sumeria Inanna, se le denominó «hijo del abismo y señor del árbol de la vida». En Egipto, el dios Sol nacía de la vaca celeste, Hathor, del cuerpo femenino de Nut o bien de las ramas más altas del árbol de Isis. Osiris, hermano y esposo de Isis, el señor del inframundo, resucitaba en una de las versiones del mito de un árbol; pues, según la leyenda, su sarcófago, arrojado a Nilo y transportado al mar, había terminado en las costas del Líbano incrustado dentro del tronco de un tamarisco, del que volvió a renacer en el palacio de Malcandro. En Grecia, Adonis era engendrado en el árbol de la mirra. Krishna fue atado a un árbol antes de ser asaeteado por un cazador. La muerte de Atis se hizo inseparable de la representación del pino. Dioniso, entre otras muchas asociaciones, fue considerado «el dios de los árboles» y conocido en Beocia como «Dioniso en el árbol». La reina Maya se apoyó en el tronco de un árbol mientras daba a luz al Buda, quien, convertido en adulto, alcanzaría la iluminación bajo el árbol Bodhi, etc., etc.

Como reconocía Eliade, la idea de salvación por la cruz (resurrección), no vendría sino a «retomar y completar las nociones de renovación perpetua y de regeneración cósmica, de fecundidad universal y de sacralidad, de realidad absoluta y, en resumidas cuentas, de inmortalidad; nociones todas que coexistían en el simbolismo del árbol del mundo». Pero sin olvidar en ningún momento que la Iglesia del siglo segundo actuó bajo unos parámetros ideológicos que nada tuvieron que ver con la concepción circular del tiempo mítico, sino con la concepción lineal de la historia heredada de la cultura persa, que el judaísmo había inaugurado a través del mito de la salida de Egipto y el sacrificio del cordero como sustituto de la muerte de los primogénitos. Por lo que fue en este contexto cultural judío, netamente «historicista», en el que, a la cruz de la madera del Árbol Sagrado, a la vez idéntica o sustitutoria del Árbol Cósmico, había que buscarle un punto y una posición determinada en la línea del tiempo de la espera escatológica.

Digamos que la cruz terminó convirtiéndose para los cristianos en el símbolo compensatorio del Árbol de la Caída en el jardín del Edén. «Porque igual que por un hombre llegó la muerte —escribía Pablo— también por un hombre había llegado la resurrección de los muertos. Porque, así como en Adán todos morimos, así también en Cristo todos vivimos». Pero ocurrió que, lejos de los presupuestos espirituales y místicos que hasta cierto punto habían movido al «apóstol de la resurrección», la iglesia de mediados del siglo segundo, fruto sin duda de la lectura y la interpretación literal que hizo de los textos, se vio invadida por tal afán «historicista» que terminó situando en la línea del tiempo histórico la significación mítica del Árbol Sagrado. Algo que se deduce con bastante claridad leyendo la obra de Ireneo de Lyon; en particular, y entre otros, el pasaje donde definía al dios judío del episcopado eclesiástico frente al dios desconocido e inefable del gnosticismo cristiano; a partir de lo cual instituía el perdón de los pecados sobre la base de la redención de la caída de Adán, según Pablo de Tarso y según los Salmos: «Este Verbo —señalaba Ireneo—, que estaba oculto para los hombres, se manifestó, como dijimos, según la economía del árbol. Porque, así como por el árbol lo perdimos, así por el árbol a todos se nos reveló de nuevo, mostrando en sí mismo la altura, anchura y profundidad; pues, como dijo uno de nuestros mayores, extendiendo las manos congregó los dos pueblos en el único Dios».

Ya hemos hablado suficientemente en los primeros capítulos sobre la iconografía arborescente que ciertos ámbitos del cristianismo ofrecieron a lo largo de los siglos a la Cruz de Cristo: cruces cristianas en forma de árbol que encontramos en el Reino Unido, en Alemania, España, Italia y en la América española del barroco. En Inglaterra, en el salterio de Evesham, de 1250, Jesucristo aparecía crucificado no en dos maderos cruzados, sino en las dos ramas de un árbol. En Alemania, los crucifijos de Coestfeld, Bocholt y Colonia, conocidos como Gabelkreuz, carecían de travesaño, que venía sustituido, a imitación de la forma del árbol, por dos palos oblicuos en forma de “Y” griega. Los Gabelkreuz alemanes crearon una tradición muy importante dentro del arte gótico, que pasaría a Italia y llegaría a España a través del Camino de Santiago. En Italia encontramos varias piezas de este mismo modelo, dentro de las cuales destaca la de la basílica de Santa María Novella, en Florencia. Y en España otro «crucifijo doloroso» con esta misma forma de árbol lo encontramos en Puente la Reina (Navarra); una supuesta donación, según parece, de algún peregrino alemán del medioevo, por encontrarse en la confluencia de la ruta jacobea navarra y aragonesa.

En España, además, el arte sacro del barroco dejó una importante huella, tanto en la metrópoli como en las provincias americanas. Dentro de las muchas representaciones arborescentes, los dos casos más conocidos de esta época fueron al Cristo de Limache, brotado del interior del tronco de un árbol e inspirado en una leyenda originada en Chile, y el Cristo de la Encina, que, según la tradición, apareció en el campo de Alcántara y a lo largo del siglo dieciocho sirvió de modelo a un buen número de crucifijos en iglesias americanas y extremeñas. Una tradición marginal y oculta, hasta cierto punto, dentro del cristianismo de la Iglesia, que terminó inspirando a artistas de nuestro tiempo, como pone de relieve el cristo del patio exterior de la catedral ortodoxa de la Resurrección de Cristo, en Podgorica, Montenegro.

Recordemos, por lo demás, que la mayor parte de los símbolos evocados por la naciente Iglesia (bautismo, árbol de la vida, la cruz como representación del árbol, el cuerpo y la sangre de Cristo como motivos centrales de la magia sacramental, etc.) dieron continuidad y desarrollaron símbolos presentes en el judaísmo, en los apócrifos intertestamentarios o en las religiones mistéricas de la época. Signos en su mayoría envueltos en la opacidad histórica, cuyo origen legendario y remoto, como nos recuerda Eliade, les otorgaba carácter transcendente y sagrado: «Se trataba (por ejemplo, en el caso del árbol cósmico o árbol de la vida) de símbolos arcaicos que habían aparecido ya en el Neolítico y que fueron claramente valorados en el Próximo Oriente a partir de la cultura sumeria. En otros casos nos hallamos ante prácticas religiosas de origen pagano, adoptadas por los judíos en la época grecorromana. Finalmente, un gran número de imágenes, de figuras y de temas mitológicos utilizados por los autores cristianos, que pasarían a ser tema preferido en los libros populares y en el folclore religioso europeo, derivaban de los apócrifos judíos. En resumen, la imaginación mitológica cristiana tomó y desarrolló motivos y argumentos específicos de la religiosidad cósmica [pagana], pero que ya habían pasado por un proceso de reinterpretación en el contexto bíblico». Y la cruz, en este sentido, fue un buen ejemplo de ello.

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© Fragmento del libro «Sacrificio y drama del Rey Sagrado». Páginas 633-636.

Signos y símbolos del cristianismo primitivo. IV.

La cruz, el signo de la sangre del cordero y la serpiente mosaica.

Eliseo Ferrer

© Eliseo Ferrer (Desde una antropología materialista).

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LA CRUZ, EL SIGNO DE LA SANGRE DEL CORDERO Y LA SERPIENTE MOSAICA.

Dentro del panorama que acabamos de ofrecer no podemos omitir la simbología y las referencias a la cruz que aparecieron en los antiguos textos del judaísmo, muy influido (por no decir determinado), por los cultos cananeos y las culturas babilónica y persa. Influencias de las que intentó desvincularse a toda costa la literatura profética, pues de la misma forma que Hermes y Hefesto no tuvieron compasión de Prometeo, tampoco los profetas del Antiguo Testamento manifestaron misericordia alguna con los dioses salvadores Tammuz y Adonis: «¡Reuníos y venid! —clamaba Isaías— ¡Acercaos, todos los supervivientes de entre las naciones! No tienen conocimiento los que cargan un ídolo de madera y ruegan a un dios que no puede salvar». Aunque a veces, como en Deuteronomio, se dejaba traslucir una cierta compasión y benevolencia hacia los condenados en general: «Si un hombre hubiere cometido pecado que merece la muerte, por lo cual se le ha ajusticiado, y le has colgado de un árbol, no quedará su cuerpo en el árbol durante la noche. Sin falta le darás sepultura el mismo día, porque el colgado es una maldición de Dios». No obstante, el conocimiento de los cultos mistéricos antiguos no pasó inadvertido a los contextos cananeo, babilónico y persa, de los que el judaísmo obtuvo su inspiración fundamental. Ezequiel ofreció una descripción de las mujeres de Jerusalén sentadas en la puerta septentrional de la ciudad llorando al dios Tammuz: «Luego me llevó a la entrada de la puerta de la casa de Yahvé que da al norte, y he aquí que estaban sentadas allí unas mujeres, llorando a Tammuz. Y me dijo: “¿Has visto, oh hijo de hombre? Todavía volverás a ver abominaciones aún mayores que éstas.”». Zacarías, por su parte, hablaba misteriosamente sobre el asesinato de un dios al que lloraban los habitantes de Jerusalén, «como el duelo de Hadad-rimón en el valle de Meguido»; es decir, como el duelo de Adonis: «Y derramaré sobre la casa de David y sobre los habitantes de Jerusalén un espíritu de gracia y de súplica. Mirarán al que traspasaron y harán duelo por él con duelo como por hijo único, afligiéndose por él como quien se aflige por un primogénito. En aquel día habrá gran duelo en Jerusalén, como el duelo de Hadad-rimón, en el valle de Meguido».

Estaba claro, por lo que vemos, el rechazo tajante o la aversión de las Escrituras hebreas a la interpretación material de la ejecución en el árbol o madero, vista desde la perspectiva del mero ajusticiamiento criminal. Pero también era obvia la ambivalencia que, en los textos proféticos, presentaba, por una parte, el rechazo a los cultos mistéricos de Tammuz (Ezequiel) y, por otra, el elogio del ajusticiamiento y la muerte del Rey Sagrado, tal y como vemos en el fragmento citado del «duelo de Hadad-rimón» de Zacarías. Ambigüedad que no debe sorprendernos lo más mínimo, teniendo en cuenta que los Salmos ofrecieron la guía literaria prácticamente completa de la pasión y muerte del Galileo en el árbol sagrado de la cruz.

Como hemos visto en páginas anteriores, el rito del sacrificio humano en primavera, que tenía por finalidad la expiación de los pecados y la salvación del pueblo o de la nación, fue una práctica extendida en toda la antigüedad, y adquirió también un uso generalizado entre los pueblos semitas occidentales. El valor que la divinidad debía dar a dicho sacrificio estaba en función del valor de la vida sacrificada y del rango que la víctima ocupaba entre los hombres. Tardíamente, se escogería a los primogénitos del común para esta finalidad, pero, de acuerdo con los libros de Josué y Samuel, los reyes o sus hijos habían sido las víctimas propiciatorias ofrecidas en sacrificio, en las que se inspiraron las prácticas posteriores. «El hecho de que entre los israelitas esta ofrenda estuviese relacionada con la fiesta de la pascua se hallaba confirmada por el dato de que los siete hijos de la casa de Saúl que David hizo morir haciéndoles colgar del madero (de la cruz), murieron “en la época de la recolección de la cebada”; es decir, durante la fiesta de la pascua “delante del Eterno”. En este contexto, y con esta finalidad, no podía darse sacrificio más eficaz, desde un punto de vista regenerador y propiciatorio, que el de un rey ofreciendo a su primogénito».

Por la misma razón, los israelitas abandonaron el sitio de Moab cuando constataron que el rey de esta ciudad sacrificaba a su primogénito. Jefté ofreció a su propia hija, y los reyes Acaz y Manasés a sus hijos. Si bien, fue el signo de la cruz (según la interpretación cristiana) trazado con la sangre del cordero en las puertas de los israelitas de Egipto lo que liberó de la muerte a los primogénitos de Israel y convirtió el nuevo sacrificio en el nuevo motivo ritual de la nueva pascua: la razón que expiaba el mal a partir del inicio del Éxodo y que establecía un cambio de paradigma en la ideología de la nación israelita. Un cambio radical que abandonaba la circularidad del tiempo mítico por la linealidad de la historia; pues «entonces dirás al faraón» [exhortaba Yahvé a Moisés]: «Así ha dicho Jehovah: “Israel es mi hijo, mi primogénito. Yo te digo que dejes ir a mi hijo para que me sirva. Si rehúsas dejarlo ir, he aquí que yo mataré a tu hijo, a tu primogénito”».

La cruz, trazada en las puertas de las viviendas de los israelitas de Egipto con la sangre del cordero, se convirtió en el signo de la salvación de los primogénitos de Israel de la muerte en sacrificio a cargo del Ángel Exterminador. «El cordero será sin defecto, macho de un año; tomaréis un cordero o un cabrito. Lo habréis de guardar hasta el día catorce de este mes, cuando lo degollará toda la congregación del pueblo al atardecer. Tomarán parte de la sangre y la pondrán [a modo de marca o señal en forma de cruz] en los dos postes y en el dintel de las puertas de las casas en donde lo han de comer. Aquella misma noche comerán la carne, asada al fuego. La comerán con panes sin levadura y con hierbas amargas». Digamos que la sangre del cordero redimía de la muerte a los primogénitos y daba paso a la historia sagrada de Israel, pero no borraba totalmente la memoria mítica del tiempo circular en el que el Rey Sagrado era sacrificado periódicamente, como podemos leer en los Salmos: «Mi vigor se ha secado como un tiesto, y mi lengua se ha pegado a mi paladar. Me pusiste en el polvo de la muerte. Los perros me rodearon; me cercó una pandilla de malhechores, y horadaron mis manos y mis pies. Puedo contar todos mis huesos; ellos me miran y me observan. Reparten entre sí mis vestiduras, y sobre mi ropa echan suertes. Pero tú, oh Jehovah, no te alejes. Fortaleza mía, apresúrate para ayudarme. Libra mi alma de la espada; libra mi única vida de las garras de los perros».

La marca con la sangre en las puertas de los israelitas de Egipto, forma implícita de la manifestación de la cruz, como interpretó más tarde el primer cristianismo, lo mismo que el sacrificio del cordero, fueron los elementos constitutivos del mito fundacional judío que inauguró el éxodo y liberó a los hijos de Yahvé de la muerte en sacrificio; cuya salvación, materializada en el signo la sangre, quedaría indefectiblemente asociada a la figura de Moisés y de sus sucesores. Y en esta misma línea fue como el cristianismo interpretó aquel pasaje de Números según el cual Yahvé envió al pueblo pecador «serpientes ardientes» que mordían a los habitantes de Israel, provocando una gran mortandad entre la población. Tras el arrepentimiento de los pecadores, Yahvé ordenó a Moisés que hiciese una serpiente ardiente y la colocase en un palo en forma de cruz. «Y sucederá que cualquiera que sea mordido y la mire, vivirá. Moisés hizo una serpiente de bronce y la puso sobre un asta y sucedió que cuando alguna serpiente mordía a alguno, si éste miraba a la serpiente de bronce, vivía».

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© Fragmento del libro «Sacrificio y drama del Rey Sagrado». Páginas 636-639.

Signos y símbolos del cristianismo primitivo. V.

El triunfo de Josué-Jesús sobre los amalecitas bajo el signo de la cruz.

Eliseo Ferrer

© Eliseo Ferrer (Desde una antropología materialista).

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EL TRIUNFO DE JOSUÉ SOBRE LOS AMALECITAS BAJO EL SIGNO DE LA CRUZ.

La cruz con la serpiente (portada de mi libro «Sacrificio…») fue interpretada por los primeros cristianos como motivo de salvación: algo parecido a lo que ocurrió también con la interpretación del pasaje del Éxodo que hablaba de la batalla que los israelitas mantuvieron con los amalecitas antes de la llegada a la Tierra Prometida, y donde volvía a aparecer una representación gráfica que nos transportaba, de nuevo, a la morfología de la cruz. «Entonces vino Amalec y combatió contra Israel en Refidim. Y Moisés dijo a Josué: “Escoge algunos de nuestros hombres y sal a combatir contra Amalec. Mañana yo estaré sobre la cima de la colina con la vara de Dios en mi mano”. Josué hizo como le dijo Moisés y combatió contra Amalec, mientras Moisés, Aarón y Hur subieron a la cumbre de la colina. Sucedió que cuando Moisés alzaba sus manos, Israel prevalecía; pero cuando bajaba sus manos, prevalecía Amalec. Ya las manos de Moisés estaban cansadas; por tanto, tomaron una piedra y la pusieron debajo de él, y él se sentó sobre ella. Aarón y Hur sostenían sus manos, el uno de un lado y el otro del otro lado. Así hubo firmeza en sus manos [extendidas] hasta que se puso el sol. Y así derrotó Josué a Amalec y a su pueblo». Un discurso simbólico que aparecía también en Isaías a modo de antídoto contra el pecado y como fórmula de salvación: «Yo me dejé buscar por los que no preguntaban por mí; me dejé hallar por los que no me buscaban. A una nación que no invocaba mi nombre dije: “¡Aquí estoy; aquí estoy!” Todo el día extendí mis manos a un pueblo rebelde que andaba por un camino que no era bueno, tras sus propios pensamientos».

Evidentemente, cuando hablamos de la cruz para referirnos a la marca de la sangre del cordero, a los palos cruzados sobre los que Moisés colocó la serpiente de bronce, a los brazos extendidos de Moisés en la batalla de Josué-Jesús contra los amalecitas o a la exhortación de Isaías, estamos haciendo un ejercicio exegético, tal y como lo practicaron no solo algunos de los textos cristianos, sino también algunos apócrifos judíos del primer y el segundo siglo de nuestra era. La Epístola de Bernabé fue el ejemplo más claro de esta interpretación escrituraria. Incluso, encontramos textos judíos a partir de los cuales no se realizaba exégesis o interpretación alguna, sino que permitían una calcada y calculada trasposición de determinados fragmentos que resultaron imprescindibles a la hora de elaborar la narración de la pasión de Cristo. Era lo que ocurría con varios pasajes de los Salmos.

Un ejercicio literario, en definitiva, que apuntaba en varias direcciones, como vemos, y que aparecía plenamente arraigado en el variopinto contexto del judaísmo del primer siglo de nuestra era. Prueba de ello fue que una buena parte de la literatura apócrifa judía apeló al mismo simbolismo cultural, a un lenguaje similar y a los mismos referentes simbólicos sobre los que se desarrollaron los distintos mesianismos primitivos. En este sentido, resultaba claro y enriquecedor el contenido del apócrifo judío las Odas de Salomón, un salterio mesiánico que giraba en torno a un salvador, Mesías o Cristo, que, según los especialistas, fue lo más parecido, no al Cristo de los evangelios, a pesar de ciertas analogías, sino al Cristo de la Iglesia. Se trataba del texto gnóstico judío en el que el Hijo de Dios había nacido de una virgen, y donde, al igual que en la Epístola a Bernabé, volvíamos a encontrar continuas referencias a los brazos extendidos como analogía y representación de la cruz: «Extendí mis manos y santifiqué a mi Señor, porque la apertura de mis manos es el signo, y mi extensión es el leño [la cruz] que se pone en pie. Aleluya». «Extendí mis manos hacia el Señor y hacia el Altísimo elevé mi voz». «Extendí mis manos y me aproximé a mi Señor, porque la extensión de mis manos es su signo. Mi extensión es el simple leño que fue colgado en el camino del Justo». Y lo mismo ocurría en un pasaje del apócrifo judío La ascensión de Isaías, sobre el que la Iglesia ha mantenido también un clamoroso silencio o ha leído sus concomitancias en términos de interpolaciones «cristianas». Un pasaje donde, además de aludir al simbolismo bíblico de los brazos extendidos, anunciaba ya la muerte del revelador y salvador: «Y el Arconte de este mundo —leemos— extenderá su mano sobre el Hijo de Dios, y lo matará, y lo colgará de un madero».

Los mismos símbolos y la misma terminología, expresados con la misma claridad, encontramos en los Oráculos Sibilinos; una obra judeomesiánica dentro de la cual descubrimos un himno a la cruz similar a otros que aparecen entre los apócrifos judíos: «¡Dichosísimo madero, sobre el que Dios fue extendido! No te poseerá la tierra, sino que contemplarás la morada celestial, en el momento en que ¡oh Dios! refulja tu ojo de fuego». Incluso, en esta misma obra se aludía, tal y como el texto manifestaba con sorprendente elocuencia, a una crucifixión de la figura mítica de Josué-Jesús, el héroe solar y Ebed Yahvé (Siervo de Yahvé) de Jueces, convertido en entidad divina que descendía de los cielos al estilo de los salvadores preexistentes de la literatura apocalíptica tardía y del protognosticismo: «De nuevo —leemos— vendrá desde el éter un varón extraordinario, que sus manos desplegó sobre la madera de abundante fruto, el mejor de los hebreos, que el sol una vez detuvo clamando con bellas palabras y labios santos».

Aprovecho para señalar que esta referencia al Josué-Jesús veterotestamentario «crucificado» de los Oráculos Sibilinos no fue algo casual y sin fundamento en los textos apócrifos judíos. Existió una cierta tradición a lo largo del judaísmo de finales del Segundo Templo, según algunos autores, que interpretó la figura de este personaje bíblico como una divinidad preexistente de la tribu de Efraín, mayoritaria en los once territorios situados al norte de Judá. Una tradición que habría venido insinuada en el Éxodo y en el mismo libro de Josué, además del Talmud, o en apócrifos, entre otros, como las Odas de Salomón o los citados Oráculos Sibilinos, e incluso en la Didaché o Doctrina de los doce Apóstoles.

Sea como fuere, lo cierto es que esa tradición judaica referida al héroe solar Josué-Jesús despertó unas grandes expectativas a finales del siglo diecinueve y principios del siglo veinte, definitivamente sepultadas por el conservadurismo de la teología posterior a la Segunda Guerra Mundial y de sus sucursales académicas. A través de estas formulaciones se nos presentaba a Josué como el referente de un culto precristiano a Jesús, que podría haber encontrado respaldo y refuerzo en el mesías sacerdotal (Josué-Jesús) del profeta Zacarías. Todo lo cual llevó a autores como Arthur Drews, John M. Robertson, William B. Smith, Thomas Whittaker y Hermann Gunkel, entre otros muchos, a descartar el carácter histórico del personaje del Antiguo Testamento y a convertirlo en referente cultural del mito de Cristo conformado tras la destrucción del Templo de Jerusalén. A formular, en definitiva, la hipótesis de que Josué-Jesús, identificado desde muy antiguo con el pez, había sido un legendario dios solar de la tribu de Efraín, relacionado con la fiesta de Pascua y modelo del sacrificio y el drama del Rey Sagrado: ejemplo de autosacrificio, anterior al Cordero, con el que habría redimido de la muerte a los primogénitos de Israel y habría instaurado el rito de la circuncisión.

Así, según la hipótesis de estos autores, el Josué-Jesús de la Biblia hebrea, el salvador solar hijo de Nun, habría sido «el dios de la crucifixión y de la pascua»: «Una fiesta celebrada con la consumación del cordero, porque en el equinoccio primaveral el sol efectuaba su paso por el ecuador celeste, dispensando, de este modo, una nueva vida a la tierra, y porque este paso tenía lugar en el signo zodiacal del cordero, en el cual el sol se encontraba levantado sobre la cruz celeste». Según los textos sagrados, Josué había comenzado la conquista de la Tierra Prometida en el Jordán, al objeto de lo cual eligió a doce hombres, uno de cada tribu de Israel; al igual que Jesús (Josué y Jesús son dos denominación en apariencia diferentes, pero que respondían, en origen, a un mismo sintagma «Yehoshúa-Yeshúa», desvirtuado por las traducciones ideologizadas de la Iglesia), había comenzado su ministerio escatológico en el Jordán antes de elegir a doce seguidores entre los pescadores de Galilea. Además, según Arthur Drews, «Josué había realizado el rescate e instituido el rito de la circuncisión tras haber sido, de acuerdo con la concepción primitiva, sacrificado él mismo en lugar del primogénito, convirtiéndose por medio de esta acción [sacrificio sustitutivo] en el dios-salvador e instrumento de salvación de todo el pueblo de Israel». Y este sacrificio pudo haber tenido lugar, según este autor, o haber estado representado literariamente en Gilgal (Galilea), de acuerdo con las referencias escriturarías del Libro de Josué, como representante de la tribu de Efraín, mayoritaria en los territorios del norte de Israel. Por lo que, de ser ciertas estas hipótesis y de poderse confirmar algún día estas propuestas, resultaría realmente fácil la transposición del sintagma «Josué-Jesús de Gilgal» por el de «Jesús-Josué de Galilea».

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Fragmento del libro «Sacrificio y drama del Rey Sagrado». Páginas 639-641.