EL CRISMÓN, EL PEZ Y LA PALOMA, PRIMEROS SÍMBOLOS CRISTIANOS.
Sorprende el hecho de que durante los cuatro primeros siglos de nuestra era no se representara plásticamente la cruz en ninguno de los ámbitos de los diferentes cristianismos. Ni en los primeros lugares de reunión, ni en las primeras iglesias y basílicas, ni en los espacios abiertos se reprodujo por ninguna parte el arcaico símbolo de la cruz. En realidad, hay que reconocer que no hubo manifestaciones plásticas ni signos externos de ningún tipo en el cristianismo hasta las décadas finales del siglo segundo; fechas a partir de las cuales se usaron, como iconos identificativos de pertenencia al grupo, las figuras del Buen Pastor, el Pez (o el pan y los peces), el Ancla y la Paloma; todos ellos signos de una espiritualidad cuyos referentes conducían al espacio mitológico y astral propio de la época. Incluso, la planta de las primeras iglesias no tuvo tampoco carácter cruciforme, a pesar de lo que se cree, sino cuadrangular, rectangular o circular, al estilo de las construcciones públicas romanas (basílicas), reconvertidas a partir de la época del emperador Teodosio en templos cristianos. Así lo atestiguan hoy la «rotonda» de San Jorge, en Tesalónica (Grecia), la iglesia más antigua de la cristiandad y todavía en pie, construido el edificio a principios del siglo cuarto y conocido inicialmente como «rotonda de Galerio»; las ruinas del antiguo templo de Serapis en Pérgamo, convertido en iglesia cristiana; las basílicas romanas de Santa Sabina y Santa Pudenciana, y la misma basílica de Santa Sofía de Constantinopla.
Verdaderamente, no fue hasta el siglo quinto cuando empezó a utilizarse la cruz como manifestación externa por parte del cristianismo eclesiástico; fecha a partir de la cual comenzó a hacerse usual, aunque de forma poco ostensible, como un símbolo más con el que representar a Cristo y su misterio de salvación. Y si la Iglesia usó varios símbolos diferentes en estos primeros siglos, también dejó constancia del uso de varias formas y representaciones de la cruz. Una de esas variantes, y la primera de todas ellas, fue el crismón, surgido de los estandartes de Constantino, según deducimos de los fantasiosos testimonios de Eusebio de Cesarea y de Lactancio. Y otra variante fue la cruz tradicional, generalmente en forma de cruz griega y de inspiración gnóstica, cuya primera manifestación en el arte cristiano se encuentra en un sarcófago vaticano de mediados del siglo quinto: una cruz griega con la misma longitud de brazos y en la que no aparecía cuerpo o representación alguna. Sin olvidar tampoco otras variantes, como la cruz en forma de «T» (tau o crux commissa) con el asa de la cruz egipcia, adoptada por la iglesia copta; la cruz de luz del gnosticismo y la crux immissa de cuatro brazos, con o sin la serpiente enroscada, de las sectas cristianas ofitas.
La numismática, por otra parte, nos ofrece también un importante dato a tener en cuenta, ya que hubo que esperar cien años, después de la intervención de Constantino en Nicea, hasta que el emperador romano de Oriente Teodosio II (401-450) incluyera la primera cruz (griega) en una colección de monedas de bronce de uso común: indudable señal de los avances en la difusión y consolidación que el cristianismo había experimentado en Oriente desde que Teodosio I lo convirtiera en religión oficial del Impero. Una cruz envuelta en una corona circular de laurel decoraba el reverso de esta colección de monedas de bronce, conocida en numismática como AE 4 y que formaron parte del circulante de poco valor utilizado por la población en los intercambios económicos de uso diario. En el anverso, como era natural, aparecía la efigie del emperador Teodosio II.
Según los historiadores del periodo, el proceso de adaptación simbólica e iconográfica del cristianismo triunfante fue tardío, y vino determinado, en primer lugar, por el uso del crismón, en el siglo cuarto, dentro de la nueva situación que exigían las relaciones de poder episcopal tras la intervención de los emperadores Constantino y Teodosio. El crismón (o lábaro imperial), el símbolo más importante del cristianismo del siglo cuarto, que sobreviviría hasta las últimas construcciones del románico europeo, fue un monograma de Cristo usado previamente en monedas y estandartes romanos. Y su representación fue el resultado de la integración de la cruz en forma de letra «X» (la cruz de Platón y de San Andrés) y la letra «P» (es decir, las letras griegas chi y rho), acompañadas generalmente de otros elementos, como las letras «α» (alfa) y «ω» (omega): la primera y la última del alfabeto griego. Aunque hay que reconocer que los especialistas se pierden en un mar de especulaciones y de dudas, porque no hay evidencia alguna que dé razón de su origen y de la determinación de exhibirlo en un momento determinado. Digamos que las elucubraciones de los investigadores se apoyan en el terreno resbaladizo de la doble interpretación de la leyenda que nos legaron Lactancio y Eusebio de Cesarea, los dos pilares de la transformación de la Iglesia en institución política del Imperio. De esta forma, si, según Eusebio, Constantino divisó el signo del crismón en el cielo al mirar el sol, justo antes de la batalla del puente Milvio, según Lactancio, el signo le fue revelado al futuro emperador la noche anterior a la batalla, en un sueño.
Así, aseguraba Lactancio en Sobre la muerte de los perseguidores que «Constantino fue advertido en sueños para que grabase en los escudos el signo celeste de Dios y entablase de este modo la batalla; puso en práctica lo que se le había ordenado, y haciendo girar la letra “X” con su extremidad superior curvada, grabó el nombre de Cristo en los escudos». Sin embargo, Eusebio, en Vida de Constantino, donde tampoco hablaba de la cruz del Gólgota ni mencionaba el lignum crucis, señalaba textualmente: «En las horas meridianas del sol, cuando ya el día comenzaba a declinar, dijo que vio con sus propios ojos, en pleno cielo, superpuesto al sol, un trofeo en forma de cruz, construido a base de luz y al que estaba unido una inscripción que rezaba: “con éste vence”. El pasmo por la visión le sobrecogió a él y a todo el ejército que lo acompañaba». Luego, en sueños, parece ser que al futuro emperador se le apareció Cristo y le ordenó que, «una vez se fabricara una imitación del signo observado en el cielo, se sirviera de él como de un bastión en las batallas contra los enemigos».
Lo presumiblemente cierto de esta fábula con dos versiones matizadas, según la mayoría de los historiadores, fue que el crismón pudo haber formado parte de la iconografía de Constantino en la citada batalla, tal y como atestiguaron posteriormente diversas ediciones de moneda. En realidad, la leyenda era la misma que había servido para justificar la reinstauración del culto solar en Roma al emperador Aureliano, tras una supuesta visión extática antes de una de las batallas definitivas de Inmae, Emesa y Palmira, que le habría proporcionado el triunfo sobre los secesionistas sirios de la reina Septimia Zenobia. Pero el origen del crismón, dentro de un contexto pagano en el que resultaba habitual la permutación o sobreimpresión de la cruz griega y la «cruz platónica» (X), habría tenido, sin duda, un origen astrológico, como derivación de la estrella solar consecratio (símbolo de divinidad y eternidad), de cuatro, seis y ocho brazos; que recordaba tanto al símbolo de la diosa Ishtar como al diseño arquitectónico posterior, en torno al obelisco, de la plaza del Vaticano. Lo cierto fue que esta cruz, en su variante de ocho brazos y contorneada por un círculo, tuvo un uso bastante tardío en la cristiandad a través del denominado «crismón trinitario», muy similar, en sus formas, que la rueda samsāra o la rueda del dharma. Como dato de interés, señalemos que el «crismón trinitario» fue desarrollado en el alto Aragón y en el sur de Francia en el siglo once, y encontró su más acabada expresión en el románico de la catedral de Jaca.
Por supuesto, la representación de la historia evangélica de la muerte redentora de Cristo en la cruz del Gólgota no podía ofrecerse en las manifestaciones simbólicas de los primeros siglos del cristianismo de la Iglesia por razones evidentes. Y ello no por una supuesta prohibición escrituraria de reproducir imágenes de la divinidad, ni por la vergüenza y la maldición que podían derivarse de un supuesto instrumento de ejecución y tortura, sino por razones muy diferentes, muy difícilmente inteligibles desde la teología y desde los dogmas de la Iglesia. Razones y argumentos que emergían, de manera clara, del carácter alegórico de la narración evangélica, por una parte, y, por otra, del carácter procesual del cambio y el movimiento de la historia del cristianismo «ortodoxo» de ese periodo inicial.
La Iglesia ha divulgado durante siglos la falsa creencia de que Cristo murió en la cruz; pero el término griego «staurós» (σταυρός) del Nuevo Testamento, que ha sido traducido siempre a otras lenguas por el término «cruz» (y así se ha fijado históricamente), tuvo el significado preciso de «poste», «palo», «estaca» o «madero vertical», que no se correspondía en nada con la tradicional y sempiterna traducción eclesiástica. No hay que olvidar que, desde la más remota antigüedad, existía la costumbre en todas las culturas del oriente mediterráneo de exponer en un poste o madero, a modo de exhibición ejemplarizante, los cuerpos de los malhechores condenados. Una costumbre similar a la que practicaban los judíos, quienes colgaban los cuerpos de los infelices que habían sido previamente ajusticiados y lapidados. El constructo de la cruz como signo de redención a través de la muerte y la sangre de un dios-hombre asesinado, tal y como apareció en el cristianismo de la Iglesia, no tuvo su origen, según algunos autores, entre los que me encuentro, y según el mismo cardenal Daniélou, en un supuesto instrumento de suplicio y ejecución. Respondió a una construcción teológica derivada del simbolismo místico del gnosticismo, de carácter cósmico, de un signo que aparecía ya en el Neolítico como representación y esquema del año solar y de las cuatro esquinas del mundo: un emblema del sol que era, a la vez, símbolo de resurrección del cosmos. Según Jean Daniélou, nos encontramos en presencia de un esquema mítico y teológico, de una representación simbólica… Ya hemos visto que la redención por la sangre en la cruz del Gólgota, el Siervo Sufriente, la humillación, la vergüenza y el simbolismo de la muerte del cordero (aspectos todos ellos del mito redentorista) fueron, según Bultmann una creación tardía de la Iglesia, cuyos obispos, sobre la doble propuesta paulina (mito mistérico y mito gnóstico), terminaron, con el paso del tiempo, ofreciendo la primacía doctrinal, plástica e iconográfica al simbolismo mistérico de la muerte frente al simbolismo mistérico de la resurrección.
Prueba de lo que decimos fueron los símbolos cristianos que, a principios del siglo tercero, nos ofrecía Clemente de Alejandría. Clemente hablaba del pez, de la paloma y de la barca, pero en ningún momento hacía referencia alguna a la cruz ni al crucifijo. El pez (ichthys) poseía un variado y múltiple simbolismo, que abarcaba desde la acepción astrológica que supuso la entrada temporal en el signo de Piscis dentro del gran año solar (precesión), hasta la representación de las aguas y las inundaciones del Nilo como clave de regeneración anual del cosmos, pasando por el significado que actualmente le otorga la psicología arquetípica como símbolo de la verdad profunda y subyacente. Los peces aparecieron por primera vez como manifestación cristiana en las catacumbas de San Calixto de Roma, a mediados del siglo segundo; y a finales de este siglo o principios del tercero, Clemente, que no proporcionaba información sobre su significado, recomendaba, sin embargo, la idoneidad de grabar sellos con este signo distintivo. Por otro lado, ya hemos hablado de que al héroe solar Josué-Jesús, hijo de Nun, se le identificaba desde muy antiguo con el pez, lo cual abría una doble perspectiva a la interpretación simbólica: la astrológica y la veterotestamentaria. Por su parte, la paloma fue desde la más remota antigüedad uno de los símbolos de la divinidad femenina transformada en la Sabiduría judía y en la Sofía del gnosticismo, que Pablo de Tarso y la tradición henóquica vincularon al Mesías-Cristo (como Espíritu) y que la Iglesia masculinizó en la figura del Espíritu Santo. Pero lo cierto fue que en los textos de Clemente de Alejandría (principios del siglo tercero) y de otros autores de su tiempo no aparecían por ninguna parte ni la cruz ni el crucifijo como signos de identidad y reconocimiento universal entre los cristianos católicos.
LA IMAGEN DEL BUEN PASTOR Y EL NACIMIENTO MEDIEVAL DEL CRUCIFIJO.
Se da la circunstancia de que en una obra cristiana como Octavius, del abogado romano Minucio Félix, que, aunque de fecha de redacción imprecisa, se cree que debió corresponder al tiempo de Tertuliano (160-220), se negaban las evidencias que décadas más tarde (o quizás por esas mismas fechas) la Iglesia terminaría convirtiendo en dogmas inapelables. Hoy, ciertamente, nos resulta extraño y altamente sorprendente que en una obra cristiana de carácter apologético no se hablase de Jesucristo, ni de la Virgen, ni de los apóstoles. Una obra en la que, para más contrariedad, el autor afirmaba, a través de sus protagonistas, que los cristianos no adoraban a un «criminal y su cruz»; al tiempo que el cristiano Octavio replicaba a su interlocutor, el pagano Cecilio, con el argumento de que eran los propios paganos quienes ofrecían su estima (y adoración) a estandartes y cruces con apariencia de «hombre crucificado». He aquí lo que leemos de boca del protagonista cristiano en esta peculiar y sorprendente obra del primitivo cristianismo romano:
[…] En cuanto al cargo que nos hacéis de adorar a un criminal y su cruz, os alejáis mucho de los límites de la verdad, al pensar que un facineroso mereciera se le tomara por un Dios, o que se haya podido considerar como Dios a un hombre terrestre. Por cierto, pobre de aquel que pone toda su esperanza en un hombre mortal, ya que, muerto él, perece todo su apoyo.
[…]
Con respecto a las cruces, ni las veneramos, ni las deseamos. Sois vosotros [paganos] quienes, al consagrar vuestros dioses de madera, adoráis, acaso, las cruces como partes de vuestras divinidades. Y vuestras insignias mismas, los estandartes y las banderas, ¿qué otra cosa son más que cruces doradas y adornadas? Vuestros trofeos victoriosos no solo tienen la apariencia de una cruz, sino de un hombre crucificado…
Se trata, como vemos, de afirmaciones que nos dejarían atónitos, si no supiésemos y tuviésemos constancia plena de dónde provenía y cómo se fraguó el cristianismo de la Iglesia en la segunda mitad del siglo segundo y cómo se construyó el significado de la cruz del Gólgota. Porque, por encima de cualquier otra consideración, el símbolo (por antonomasia) del cristianismo primitivo fue el del Buen Pastor, que algunos identificaron con Apolo y el cordero (o el cabrito) sobre los hombros. William K. C. Guthrie nos recordaba la pervivencia de Orfeo en el cristianismo primitivo, bien como imagen del Buen Pastor que gobernaba al dócil rebaño, a veces con su música encantadora, bien como asociación con el rey David, músico también que amansaba igualmente a las fieras al son de sus instrumentos y melodías. Para el filólogo e investigador británico, era evidente que la adopción de Orfeo por parte del cristianismo de la Iglesia habría sido una continuación de la previa adopción de esta figura por determinadas sectas del judaísmo (recordemos el apócrifo judío Testamento de Orfeo). Pues «era fácil ver en la característica imagen de Orfeo no solo un símbolo del Buen Pastor de los cristianos, sino también trazar paralelos con figuras del Antiguo Testamento. Éste tenía también, en la persona de David, su músico mágico que tañía entre las ovejas y las fieras del desierto, y la semejanza no pasó inadvertida». De tal manera que los testimonios de este simbolismo en los siglos segundo y tercero de nuestra era fueron innumerables, especialmente en el arte sepulcral y en las inscripciones minorasiáticas. Incluso, dentro de los textos cristianos encontramos uno de vital importancia, que, al parecer, y si hacemos caso al Codex Sinaiticus, formó parte en un momento determinado del canon del Nuevo Testamento. Me refiero al enigmático Pastor de Hermas, una obra de carácter apocalíptico, escrita a mediados del siglo segundo e inspirada en un apocalipsis judío que no ha llegado hasta nuestros días, y donde no se planteaba asunto alguno relativo a la cruz ni a la crucifixión porque ni siquiera se hablaba de Jesucristo.
Por otra parte, y como contrapartida de lo que supuso el simbolismo cristiano de los primeros siglos, dominado por la figura del pastor (poimên), Guthrie ofrecía un testimonio de sincretismo mistérico que resultaba a todas luces sorprendente, además de enigmático y realmente desconcertante para la ortodoxia cristiana. Como hemos referido en páginas anteriores, se trataba de un «curioso y muy debatido sello o amuleto» conservado en Berlín, datado en el siglo segundo, tercero o cuarto, y que mostraba la imagen de un hombre crucificado. Sobre el crucifijo había una media luna y siete estrellas, y en la parte inferior, y de manera transversal, la leyenda «Orpheos-Bakkikos». «Se ha supuesto generalmente que era obra de alguna secta gnóstica con sincretismo de ideas órficas y cristianas. […] Eisler (Orpheus. 338 y ss.) defendió con gran ingenio la tesis de un origen puramente pagano de la pieza. Razonando por analogía a partir de una tradición aislada preservada en Diodoro, según la cual Licurgo, el enemigo de Dioniso, fue crucificado por el dios, y de relatos en que Dioniso mismo y otras figuras dionisíacas aparecían “atadas al árbol”, sugirió que existía también la tradición antigua de una crucifixión de Orfeo. Que no nos haya quedado recuerdo de ella se debería solo a un accidente dentro del naufragio de la literatura griega. El punto más fuerte en pro de esta tesis era que las representaciones cristianas de la crucifixión en el arte no iban más atrás del siglo quinto o sexto».
Pero, por otra parte, Guthrie oponía a la tesis de Eisler el hecho de que ninguno de los primeros padres de la Iglesia, ni siquiera Justino Mártir, que vio en muchos de los motivos del paganismo una «anticipación diabólica» de la realización del cristianismo, habló ni refirió jamás en sus textos nada relativo a una crucifixión de Orfeo-Baco. En efecto, Justino declaraba en su primera Apología que la historia de Dioniso había sido inventada por los «demonios» para corresponderse con cierta profecía del Génesis, a fin de hacer dudar del verdadero Cristo. «Por esta razón introdujeron en ése y en otros relatos de aquellos a quienes llamaban hijos de Zeus, la paternidad divina, el nacimiento virginal, la pasión, etcétera». «Pero —proseguía— nunca imitaron la crucifixión, ni la atribuyeron a ninguno de los hijos de Zeus; porque no la entendían, pues todos los discursos referentes a ella se dicen en símbolos». Todo lo cual llevó a Guthrie a dejar abierto y sin resolver el enigma del sello de Berlín; a colocarlo en el cajón de los asuntos pendientes, puesto que la sugerencia misma y el testimonio aportado por esta pieza siguen proponiendo una incógnita que no puede resolverse, simplemente, bajo la mera fórmula del sincretismo o la proximidad cultural de unos y otros elementos.
Lo indiscutiblemente cierto fue que la cruz, como instrumento de ejecución, no tuvo nada que ver con la cruz cósmica del primitivo misticismo judeocristiano, cuyos complementos astrales, el sol y la luna, pervivieron en los tiempos medievales junto a las diferentes representaciones del crucifijo. Ocurrió, no obstante, que, pasado el tiempo, la fe y el impacto emotivo implícito en la narración evangélica de la crucifixión, además de la dogmática y la transformación doctrinal de la Iglesia, llegaron a modificar profundamente el verdadero significado y la naturaleza realista que los primeros apologistas, como reconocía Justino, otorgaron a esta simbología.
En efecto, debemos deducir de todo ello que la primitiva Iglesia ni usó, ni admitió, ni veneró signos relativos a la cruz hasta la aparición de la cruz solar de Constantino en el siglo cuarto. Se trataba del crismón, formado por las letras griegas «X» y «P» (además de las letras alfa y omega), y podía presentar cuatro, seis u ocho brazos. Por supuesto, se trataba de un símbolo no muy diferente de alguna de las cruces griegas del paganismo, ya que el crismón incluía como principal elemento gráfico (la «X») el símbolo que la tradición filosófica había interpretado como la cruz del Nous (el Logos) del platonismo. La cruz griega tradicional, tal y como hoy la conocemos, no comenzó a usarse en los ámbitos de la Iglesia hasta mediados o finales del siglo quinto o el siglo sexto; a partir de cuyas fechas se introdujo de forma lenta, paulatina y escasamente significativa en la cristiandad, hasta adoptar en fechas imprecisas de la alta Edad Media la forma del crucifijo.
Más concretamente, he aportado datos que señalan el tiempo del mandato de Teodosio II como el periodo en que comenzaron a aparecer los primeros signos de la cruz en monedas, iglesias y recámaras, mientras que su uso sobre las cúpulas y los exteriores no se haría efectivo hasta las últimas décadas del siglo sexto o la primera mitad del siglo séptimo; todo ello en la zona del Mediterráneo oriental, pues esta simbología llegaría a Occidente con varios siglos de retraso. Por otra parte, los especialistas en arte medieval saben muy bien que, siendo el crucifijo un producto de la cultura del medioevo, la actitud del crucificado difería ostensible y radicalmente entre las representaciones de la Alta y las de la Baja Edad Media. En las puertas de la basílica de santa Sabina de Roma, del siglo quinto, el Salvador aparecía como un niño imberbe, de pie, con los brazos extendidos al modo de las representaciones veterotestamentarias anteriormente expuestas, en actitud gloriosa y sin cruz alguna. En la basílica romana de santa Pudenciana, la crux gemmata aparecía flanqueada por el tetramorfos como símbolo de triunfo y proclamando la presencia de Cristo en la Jerusalén celestial. En realidad, fue en Siria donde la imaginería del crucificado se presentó de forma más estrictamente literal, aunque alejada, en un principio, del patetismo posterior de la muerte y de la sangre, tal y como puede constatarse en el evangeliario de Rabula, con un Cristo barbado y de largo cabello, vivo y no sufriente, clavado en la cruz.
En los crucifijos de los primeros y más oscuros siglos del medioevo se exhibiría un cristo (cósmico) glorioso y triunfante, con los ojos abiertos y mirando hacia lo alto del firmamento. Pero fue a partir del siglo once cuando se exacerbaron los detalles relativos a la redención por la sangre, representando un cristo moribundo con los ojos cerrados y la cabeza caída hacia su lado derecho. Y sería a partir del siglo doce cuando se ciñese en la frente del crucificado la corona de espinas; lo que terminó llenando la imagen de un patetismo tan perturbador que debió sobrecoger y llenar de pavor a los fieles y súbditos de aquella sociedad estamental dominada en gran medida por la Iglesia.
Con ello, en una época tan tardía como el siglo doce, se producía finalmente en la cristiandad el triunfo de las imágenes del cristo sufriente nacido en Oriente frente al cristo gnóstico y resucitado de la sabiduría triunfante. Como explicaba Peter Brown, «la cruz había aparecido en el arte de la antigüedad tardía como un símbolo distante, como un trofeo victorioso romano o como un remoto signo astronómico en el cielo tachonado de estrellas de una bóveda de mosaicos; pero finalmente sustentaba el cuerpo del crucificado a través del pathos de los responsorios sirios de Viernes Santo».
Una figura individual con los rasgos de la realeza oriental.
El siervo de Isaías (Ebed Yahvé) ha representado, en la cultura del judaísmo y el cristianismo, una singularizada concreción con forma humana de la figura del chivo. Por lo demás, el Siervo o Justo Sufriente fue una figura arquetípica en todas las culturas del mundo antiguo, bastante poco precisa para nosotros y cuyo significado resulta oscuro y problemático, si lo separamos de la figura arquetípica y las funciones del Chivo Expiatorio. Los Salmos nos ofrecieron una pormenorizada descripción de los sufrimientos de esta figura; si bien el bíblico libro de Job presentaba al más rico y piadoso ciudadano de la tierra de Uz puesto a prueba por la divinidad. De tal manera que, por una suerte de apuesta o extraño «juego» entre Yahvé y Satanás, Job se veía finalmente privado de todos sus bienes materiales y sometido a todo tipo de agravios, humillaciones y desgracias. Y lo más sorprendente del caso era que, cuanto más sumido se veía en el infortunio y la desgracia, más aumentaba su fe y su confianza en Dios, no logrando identificar la naturaleza de los crímenes y las culpas causantes de su desgracia. «¿Cuántas son mis faltas y mis pecados? Hazme entender mi rebelión y mi culpa. ¿Por qué escondes tu rostro, y me consideras tu enemigo?». Job perseveró e insistió ininterrumpidamente en la piedad y en la pureza divinas, dentro de su infinita indigencia, sin hallar respuesta a lo que ocurría a su alrededor, hasta que llegó el momento en que Yahvé, quizá cansado de tanta paciencia y perseverancia, le preguntó iracundo: «¿Desistirá el que contiende con el Todopoderoso? El que argumenta con Dios, que responda a esto». Entonces Job replicó a Yahvé con humildad y le dijo: «He aquí que yo soy insignificante. ¿Qué te he de responder? Pongo mi mano sobre mi boca». Tras lo cual Job se arrepintió de su obstinación echando sobre su cabeza polvo y ceniza, y le fue devuelta la prosperidad y la fortuna.
No es asunto de profundizar aquí en la moraleja ni en el contenido ideológico de un texto bíblico que presentaba una figura a la que no se le permitía ni interrogarse sobre los motivos de la desgracia, y que aparecía con mucha frecuencia en los textos antiguos. Un tema, en definitiva, cuyos orígenes podemos encontrar en un poema sumerio que los expertos titularon El hombre y su dios, cuyo sujeto era también un justo sufriente, víctima de un hado cruel y de un infortunio inmerecidos. «El hado me agarró con su mano y se llevó mi aliento vital», se lamentaba el infortunado; quien finalmente terminaba viendo las puertas de la misericordia abiertas, «ahora que tú, mi dios, me has mostrado mis pecados». Así era como la confesión y el arrepentimiento, de forma parecida a la de Job, hacían que su dios apartase «al demonio del hado» y el suplicante pudiese vivir una vida larga y llena de felicidad. Y algo parecido ocurría en una antigua versión acadia del justo sufriente, de unos cien versos; también anónima y redactada en los años finales del tercer milenio precristiano.
Por otra parte, y «con la excepción de algunas epopeyas y varios mitos mesopotámicos, la narración titulada Ludlul Bel nemeqi («Quiero alabar al Señor de la sabiduría») constituye, hoy por hoy, el poema de carácter sapiencial más largo en lengua babilónica […]. El Ludlul Bel nemeqi intentaba transmitir a los espíritus cultivados la idea de que la felicidad y la desgracia que experimentaban los individuos tenían su origen en los planes divinos, que la pobreza intelectual de los humanos era incapaz de comprender. De ahí que a las desgracias físicas, morales y materiales se les sumase el tormento suplementario de saber que los planes divinos se hallaban tan lejos de los hombres como lo estaba el fondo de los cielos». Un texto más tardío, de época casita, y fechado entre los siglos dieciocho y doce antes de nuestra era, pero con muy claros antecedentes sumerio-acadios también, «recogía un monólogo en el que un justo sufriente hablaba de la humillación y del desprecio que experimenta». Y «mucho más importante que estos últimos era el denominado Poema acróstico (conocido también como Teodicea babilónica o Diálogo de un sufriente con su amigo), texto de casi trescientos versos, que habría que fechar hacia el año mil antes de nuestra era, y en el que conversaban en tono filosófico un hombre afligido y su amigo sobre el problema del mal. Curiosamente, el hombre afligido acabaría aceptando su situación y el amigo atribuirá las injusticias a los dioses».
Por lo que no debe sorprendernos, tras estos antecedentes mesopotámicos, encontrar esta figura del justo caído en desgracia, junto a reflexiones que generalmente giraban en torno a los infortunios de la virtud y a la prosperidad del pecado, en la literatura del antiguo Egipto, en la obra de Platón o en las Escrituras judías. Incluso, Sócrates fue encuadrado dentro del arquetipo del justo sufriente por algunos autores antiguos, entre ellos los primeros padres de la Iglesia. Ésa fue, al menos, la opinión de Justino Mártir cuando afirmaba que «Sócrates, con razonamiento verdadero […], había intentado apartar a los hombres de los demonios; pero éstos habían logrado por medio de hombres perversos que se gozan en la maldad, que fuera también ejecutado como ateo e impío, alegando contra él que introducía nuevos demonios. Y lo mismo intentan contra nosotros». Incluso, para algunos autores modernos, como Werner Jaeger, la muerte de Sócrates habría sido la de un mártir condenado por una noción más pura de la divinidad: «Se trataba del prototipo del Justo Sufriente, un verdadero typos, como algunas figuras del Antiguo Testamento que parecían señalar la venida de Cristo».
A través de la muerte de Sócrates nos encontramos ya con la ejecución y la muerte del justo (el siervo), que, sin embargo, no podemos equiparar con el agente expiatorio de los males de la comunidad, cuya ejecución devolvía el orden y la paz social; algo parecido a lo que ocurría con el justo sufriente que Platón nos presentaba en la República. Pues «ellos dirán que el justo, tal y como hemos presentado, será azotado y torturado, encarcelado, se le quemarán los ojos, y tras padecer toda clase de castigos, será empalado [crucificado]». En otro orden, sin embargo, la función cúltica del Chivo Expiatorio nos conduce, invariablemente, a la descripción del Siervo Sufriente del Deuteroisaías, presente en cuatro cánticos redactados por influencia babilónica, donde el justo sufría, resultaba humillado y moría en beneficio de los pecados, las transgresiones y las culpas la comunidad. Es decir, nos encontramos ya ante una categoría diferente a la representada por los arquetipos del justo infortunado, reflexivo, moralizante e interrogador; puesto que aquí aparecían ya unidos los rasgos de la figura representada por Job con las características del Chivo Expiatorio de una extensa tradición que hemos concretado en Babilonia y en el Mediterráneo oriental. Digamos que la figura del justo, o Siervo o Justo Sufriente, adquiría una dimensión mucho más elaborada y clara cuando su significado aparecía unido a la muerte del Chivo Expiatorio, tal y como exponía el texto de Isaías:
Ciertamente él llevó nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores. Nosotros le tuvimos por azotado, como herido por Dios, y afligido. Pero él fue herido por nuestras transgresiones, molido por nuestros pecados. El castigo que nos trajo paz fue sobre él, y por sus heridas fuimos nosotros sanados. Todos nosotros nos descarriamos como ovejas; cada cual se apartó por su camino. Pero Jehovah cargó en él el pecado de todos nosotros. Él fue oprimido y afligido, pero no abrió la boca. Como un cordero, fue llevado al matadero; y como una oveja que enmudece delante de sus esquiladores, tampoco él abrió su boca. Por medio de la opresión y del juicio fue quitado [asesinado].
Jeremías, por su parte, el profeta anunciador de una nueva alianza entre la casa de Israel y la casa de Judá, recuperaba y ofrecía un marco de referencia claro a la figura del Cordero:
Pero yo era como un cordero manso que llevan a degollar, pues no entendía que contra mí maquinaban planes diciendo: “Eliminemos el árbol en su vigor. Cortémoslo de la tierra de los vivientes, y nunca más sea recordado su nombre.”
No hay duda de que, a simple vista y en una primera lectura, lo que el texto de Isaías evocaba eran las funciones expiatorias del chivo. Si bien, en contra de las interpretaciones tradicionales e ideologizadas, y muy particularmente de la visión de la Iglesia, Widengren fue mucho más lejos al entender que el término «Siervo de Yahvé» había sido un título propio de la antigua realeza israelita. «De aquí que el siervo no fuese sino el Rey Sagrado —reconocía el investigador sueco—. La descripción de los sufrimientos del siervo concordaba en cierta medida con el ritual babilónico de la fiesta del año nuevo y con la humillación cúltica del rey. Por otra parte, se daban bastantes concordancias entre los padecimientos del siervo y los de Tammuz en el mundo inferior». Widengren asoció, como vemos, al Siervo Sufriente conducido al matadero con el dios mesopotámico Tammuz, en tanto que también éste había sido el cordero en poder del mundo inferior. «El siervo venía descrito como el rey, que representaba en su persona al pueblo entero y que, como víctima por la culpa, padecía por las transgresiones de toda la comunidad. Fenomenológicamente, se trataba del mismo nivel que el tipo de dioses que padecían y morían como víctimas expiatorias por los pecados y transgresiones de los demás». Como expresaba este mismo autor en otra de sus obras con admirable lucidez, «el rey davídico era el Siervo de Yahvé, que durante las fiestas de año nuevo era presentado como el siervo doliente. Era el mesías de Yahvé, pero en esta ocasión era el mesías humillado. Y lo cierto es que nos hallamos aquí ante una humillación ritual del rey davídico, que en principio no era distinta de la que sufría el rey babilónico en las análogas fiestas de comienzos del año».
Un «individuo» que, además, sufría por los pecados de la nación.
Desde los trabajos de Gressmann y de Cheyne, entre otros, se viene insinuando que la figura del Siervo de Dios fue antiguamente un dios salvador asesinado, cuya naturaleza divina y rasgos característicos desaparecieron con las alteraciones posteriores de los profetas. «Se trataba de una figura que emparentada con el dios Tammuz de los babilonios, y lo más probable es que fuese el mismo Hadad-rimón. […] Pero no olvidemos que el servidor de Dios era, por encima de todo, un personaje mesiánico, del que se decía que fue elevado delante de Yahvé “como débil retoño, como raíz que surgía de la tierra seca”».
Por lo que no hay que confundir al Siervo de Isaías con el pueblo de Israel, como frecuentemente se ha hecho y se hace desde ciertos ámbitos académicos completamente ideologizados. Resulta de todo punto evidente que, a lo largo del pasaje de Isaías, el Siervo Sufriente era descrito como una figura individual relacionada con el pueblo; una entidad interpretada habitualmente a través de tres referentes independientes y aparentemente inconexos: el pueblo de Israel, por una parte, entre la mayoría de los investigadores y exégetas; un símbolo inconcreto, por otra, entre algunos pocos; y, finalmente, la figura de un Rey davídico, de acuerdo a una reducidísima minoría de estudiosos. Pero lo cierto es que la figura sufriente de Isaías podría responder perfectamente a estos tres órdenes de interpretación, siempre y cuando se estableciese un riguroso orden hermenéutico. Primeramente y ante todo el siervo era un símbolo, un signo que hacía referencia al sufrimiento y a la muerte del Rey, que, a la vez, representaba y salvaba con su sufrimiento a todo el pueblo de Israel.
No hay indicio alguno de alegoría colectiva ni ninguna clave que nos permita descubrir en el texto de Isaías referencias al pueblo elegido sin más. Widengren se preguntaba «¿cómo podría una colectividad, Israel, cumplir la tarea de soportar un sufrimiento vicario por Israel? ¿Quiénes serían entonces los “nosotros” de quienes se dice que eran beneficiarios de los dolores del Siervo? Se ha dicho que hay en ello una perspectiva universalista, pero esto resulta muy difícil de probar. Parece, por consiguiente, más probable que el siervo fuese un individuo, descrito con rasgos regios, que sufría en el culto por los pecados de su pueblo. Ésta podría ser la interpretación personal del mismo profeta».
Ciertamente, la herencia cultural de la ideología real mesopotámica explicaba los sufrimientos y la muerte del Siervo, pero no estaba tan claro el carácter vicario que su humillación adquiría en relación a los pecados del pueblo y de la nación; por lo que hemos de suponer que el profeta enlazó y fundió los rasgos de los ritos del Sacrificio del Rey Sagrado primigenio con el lenguaje y la ideología de los sacrificios expiatorios posteriores, lo que no era nuevo en el Medio Oriente. La muerte de la deidad humana (el Rey) de los cultos de la fertilidad y de los ritos de regeneración cosmogónica y cosmológica se fusionó, sin duda, dentro de algunas líneas de evolución cultural, con la víctima expiatoria que acumulaba en su muerte todo el mal de la tribu o de la nación; inmundicia moral y pecado que, en última instancia, solo podía eliminarse con el asesinato y la destrucción del portador de los males de la comunidad.
Comparando el ritual del Día de la Expiación (Yom Kipur) con la función atribuida al siervo de Isaías encontramos una diferencia muy significativa. En Levítico 16, la víctima expiatoria por el pecado del pueblo no era el rey mismo, sino una víctima sustitutoria representada por dos individuos de la misma especie animal: el macho cabrío sacrificado por el pecado y el chivo que transportaba las culpas al desierto de Azazel. «En cambio, en Isaías era la propia persona del siervo (una variante del Rey Sagrado) quien se presentaba como víctima por la culpa, gracias a la cual resultaba expiado el pecado del pueblo». Exactamente lo mismo que ocurría en el relato evangélico con el destino de Jesucristo (Rey Sagrado y Chivo Expiatorio sacrificado y muerto frente a Barrabás: dos transposiciones literarias, Cristo y Barrabás, de la doble figura del chivo), anunciado con toda claridad por el sumo sacerdote Caifás cuando proclamaba su famosa sentencia: «Vosotros no sabéis nada; ni consideráis que os conviene que un solo hombre muera por el pueblo, y que no perezca toda la nación». «Pero esto no lo dijo de sí mismo [como sacerdote supremo y Rey Sagrado de Judea]; sino que, como era el sumo sacerdote de aquel año, profetizó que Jesús debía morir por la nación». Todo esto reviste tal importancia en lo relativo a la fundamentación de la trama evangélica que el texto de Juan reiteraba en una segunda ocasión, siete capítulos más adelante: «Caifás era el que había dado consejo a los judíos de que convenía que un hombre muriese por el pueblo».
Pero hay que tener mucho cuidado para no confundir, de manera anacrónica, los planos del Antiguo y del Nuevo Testamento en lo que se refiere a la vitalidad y transcendencia de sus figuras. En el Nuevo Testamento, a pesar de sus contradicciones, todo parecía estar planificado y estudiado; digamos que no había cabos sueltos, como ocurría en las Escrituras hebreas… Hay que ser meticulosos, por tanto, y no desvirtuar los elementos en los que se movía el judaísmo del Segundo Templo; las influencias helenísticas de los últimos tiempos del periodo y los elementos judeo-paganos (y marginales) que conformaban el primer «cristianismo» apocalíptico. El sumo sacerdote que apelaba al sacrificio vicario de Cristo lo hacía, en las páginas del Nuevo Testamento, inspirado por la pluma del evangelista en figuras muy dispares del Antiguo, pero literariamente integradas en el Nuevo, como ocurría con el Mesías, el Siervo Sufriente, el Cordero Pascual o el Hijo del Hombre de Daniel; pero cuya pasión, muerte expiatoria y resurrección rezumaba, a pesar de su judaísmo, sangre mistérica por todas y cada una de sus llagas: «Yo soy la resurrección y la vida, y el que cree en mí, aunque muera, vivirá». Asunto éste de la resurrección individual que no encontramos ni en las Escrituras, ni en el judaísmo normativo, ni en el judaísmo helenizado de la diáspora, ni en los textos de Qumrán, ni en ninguna de las sectas marginales, donde no hubo expiación posible fuera de los textos antiguos (el siervo de Isaías y las oscuras evocaciones de Zacarías a Hadad-rimón) y de los cauces «legales» establecidos en el Levítico; y donde no hubo tampoco jamás ninguna referencia a la resurrección de un hombre o una divinidad. De la misma forma, los distintos judaísmos del Segundo Templo carecieron de la noción de muerte vicaria en su literatura, si exceptuamos un pequeño y fragmentario texto de Qumrán y los lejanos ecos del Siervo Sufriente de Isaías.
Tanto en su contexto histórico herodiano, como en sus orígenes mitológicos, la noción de muerte vicaria (lo mismo que la idea de resurrección individual, fuera del contexto apocalíptico y escatológico del fin del mundo) fue un fenómeno de considerable influencia grecorromana, que apareció por primera vez con Pablo de Tarso: una componente esencial del misticismo heredado, entre otros orígenes, del primitivo espíritu mesopotámico (Tammuz), y filtrado, en parte (y no de forma expresa), en la ideología del siervo de Yahvé, si hacemos caso a la interpretación que Widengren hizo de esta figura sufriente de Isaías.
Así, dentro de la relativa claridad que aportan al respecto las páginas de las Escrituras judías, podemos afirmar que la práctica totalidad de los sacrificios realizados en Jerusalén tras la revolución macabea estuvieron destinados, de manera exclusiva, a la purificación del templo. Los sacrificios expiatorios estaban prescritos sólo para las faltas inadvertidas, más o menos graves; pero no para los las culpas plenamente advertidas, para las que no había posibilidad de redención a través del sacrificio. Éstas solo podían ser perdonados por el arrepentimiento interior y por su envío simbólico al desierto a través del chivo expiatorio, que cargaba con la inmundicia del pueblo el gran Día de la Expiación. De tal manera que «cuando haya acabado de hacer expiación por el santuario, por el tabernáculo de reunión y por el altar, hará acercar el macho cabrío vivo. Aarón [el sumo sacerdote] pondrá sus dos manos sobre la cabeza del macho cabrío vivo y confesará sobre él todas las iniquidades, las rebeliones y los pecados de los hijos de Israel, poniéndolos así sobre su cabeza. Luego lo enviará al desierto por medio de un hombre designado para ello. Y aquel macho cabrío llevará sobre sí, a una tierra inhabitada, todas las iniquidades».
En el ritual de la expiación judía de época tardía se producía un llamativo reparto de papeles entre Yahvé y Azazel, a quienes correspondía por ley su respectivo macho cabrío, que se ofrecían a suertes. Como ya hemos dicho, el de Yahvé terminaba siendo sacrificado y el de Azazel, en cambio, después de haberle sido transferidos por el sumo sacerdote todos los pecados, era enviado vivo al desierto y abandonado allí a su suerte o despeñado. «¿A quién queréis que os suelte? ¿A Barrabás o a Jesús, llamado el Cristo?», pregunta Pilatos en el evangelio de Mateo. De esta forma, mientras la doble figura del chivo expiatorio del Levítico, filtrada en el relato evangélico, ponía de relieve un grado de evolución y refinamiento muy importantes en las prácticas del pueblo judío, el cordero pascual del cristianismo (identificado por la Iglesia con el Siervo Sufriente) nos transportaba a la lejana prehistoria de una «Pascua» cósmica y salvaje (el Año Nuevo), cuyos sacrificios humanos habían sido proscritos y denunciados enérgicamente por los profetas muchos siglos antes.
«La idea era que [el Siervo Sufriente] “Ebed Yahweh”, el “rey mesiánico”, que en su persona representaba a todo Israel, era sacrificado como víctima expiatoria. Y, a poco que avancemos, damos un salto en el tiempo y llegamos a la concepción cristiana del sacrificio expiatorio», que culminaba y redondeaba el retorno al arcaico mito en el texto de Hebreos.
Cristo, el sumo sacerdote […] entró de una vez para siempre en el lugar santísimo, logrando así eterna redención, ya no mediante sangre de machos cabríos ni de becerros, sino mediante su propia sangre.
El Siervo de Yahvé (el Rey que se sacrificaba por la nación) era ya en la época helenística un anacronismo incomprensible desde el punto de vista de las prácticas del judaísmo normativo. Pero la muerte de Cristo fue considerada, sin embargo, por la Iglesia como un sacrificio de purificación y expiación inspirado en la figura de Isaías. Un sacrificio por la culpa y el pecado que mantenían presos en «las transgresiones del primer pacto» a quienes no habían sido llamados por el camino de la nueva alianza, y que tiempo después quedaría todo ello ampliado y definido a través del pecado original. «La carta a los Hebreos concebía a Cristo al mismo tiempo como sacrificador y como víctima: el sumo sacerdote [como Melquisedec], que se ofrecía a sí mismo en sacrificio. […] Y el hecho de que Jesús fuese a la vez el sacrificador y la víctima, nos remitía al Rey Sagrado». Rasgos todos ellos que se perfilaron en una construcción ideológica tardía, del siglo segundo, en torno a las imágenes del Cordero degollado y de la muerte expiatoria del Siervo de Yahvé, como alegorías de la redención de la humanidad por la sangre y el sacrificio del Hijo. Pues, como señaló Rudolf Bultmann, la interpretación mesiánica de Isaías 53 fue descubierta en la Iglesia cristiana y no de manera inmediata: «Solo a partir de Hechos 8.32ss, de 1 Pedro 2.22-25 y de Hebreos 9.12,28 aparecía el Siervo de Dios doliente de Isaías con seguridad y claridad en la interpretación cristiana».
Efectivamente, como reconocía Bultmann, la asimilación de la figura del Siervo Sufriente dentro de la doctrina redentorista de la Iglesia fue muy tardía, como demostraron los textos en los que quedó plasmada en el Nuevo Testamento. Y, al parecer, tampoco fue una idea original de los obispos y de los teólogos romanos, ya que el judaísmo de finales del siglo segundo y de principios del siglo tercero, tras las sucesivas derrotas en las guerras con los romanos, comenzó a identificar la figura del Mesías con la del Siervo de Isaías que cargaba con los pecados y las culpas de la nación (del mesías hijo de José que moría en la batalla escatológica). Aunque ciertamente, esta concepción judía de un mesías sufriente (asociado a la figura de Isaías) no fue tan antigua como ha pretendido, entre otros, Daniel Boyarin, pues, salvo pequeños fragmentos en los textos de Qumrán, no hay documentos que atestigüen en la tradición anterior judía un mesías atribulado por el sufrimiento expiatorio y el dolor. Pero sí puede probarse claramente en la literatura rabínica del siglo tercero en obras como el Talmud de Jerusalén y el Talmud de Babilonia, o en ciertos comentarios previos del rabino José el Galileo. De lo que no hablaron jamás los distintos judaísmos, si exceptuamos a Pablo de Tarso, fue de la resurrección del Mesías de Israel…
La redención católica por la sangre del Siervo Sufriente y del Cordero de Dios. Consecuencia de la fabulación e «historización» eclesiástica del mito gnóstico cristiano.
Cristianos: Sangre católica frente al Espíritu del gnosticismo.
El cordero, como ya hemos visto, fue el paradigma de sustitución sacrificial en el mundo mesopotámico, y no solo entre los israelitas. En un texto bilingüe de la biblioteca de Asurbanipal se dice que el cordero sustituía al hombre, quien lo ofrecía (a la divinidad) en lugar de su propia vida o la de sus primogénitos. Hemos visto que la fuerza solidaria y reconciliadora de la sangre estuvo presente en todos los ritos sacrificiales del mundo antiguo: la sangre, símbolo de vitalidad y energía, ofrecía la vida y propiciaba los favores de las energías cósmicas o de los dioses. Pero, en los textos bíblicos redactados con posterioridad al cautiverio de Babilonia, la divinidad israelita, a quien habían sido consagrados en otro tiempo los primogénitos (engendrados en el templo, según la tradición semita), terminaba renunciando a la exigencia de sus derechos en forma de sacrificio humano para aceptar el sacrificio de una víctima animal. Digamos que el ritual del sacrificio humano quedaba aplacado ante la divinidad por la muerte de una víctima sustitutoria: el Cordero; y de aquí también la prescripción veterotestamentaria: «Rescatarás a todo primogénito varón de tus hijos». «Sin embargo, en su forma directamente atestiguada, el sacrificio pascual fue sobre todo un banquete sacrificial». Un banquete en el que «el sacrificio y la comida del cordero representaba una comunidad de mesa con el dios o con el miembro divino del grupo cúltico; en cambio, estos ritos no contenían ningún tipo de participación mística con la divinidad. Esto solo lo encontramos en los casos en los que la víctima del sacrificio es concebida como la misma divinidad».
Por lo que vamos a ver con bastante claridad en esta obra que en el cristianismo de la Iglesia se recorría el camino inverso al itinerario narrado en las Escrituras judías. El camino que transcurría en el judaísmo tradicional desde el sacrificio de los primogénitos a la muerte del Cordero que instauraba la Pascua, justo antes del comienzo del Éxodo, se desandaba en la «ortodoxia» cristiana de la Iglesia, para, en sentido inverso, retornar desde el Cordero, como símbolo del Cristo del cuarto evangelio, a la muerte del hombre-dios y al banquete de comunión mística con el cuerpo de la divinidad; es decir, la Iglesia terminaba otorgando un valor supremo al arcaico y salvaje rito de la muerte del Rey Sagrado y a la mística caníbal propiciada por el banquete de sus despojos.
Evidentemente, en el judaísmo tradicional el chivo expiatorio y el cordero conformaban dos ritos con funciones completamente diferentes, celebrados en fechas también diferentes: el primero tenía carácter expiatorio y redentor de las culpas y pecados, mientras el segundo era un rito pascual (banquete) de conmemoración de la salida de Egipto. Pero no ocurría lo mismo en el cristianismo de la Iglesia, donde, debido al carácter redentor del pecado que ofrecía la salvación del Mesías e Hijo de Dios, la muerte del cordero aparecía como un caso típico e indiscutible de asesinato ritual del chivo que cargaba con los pecados de la comunidad. Si bien, como reconocía René Girard, «nunca recurría el Nuevo Testamento a la expresión “chivo expiatorio” para designar a Jesús como víctima inocente de un apasionamiento mimético. Y es cierto, pues disponía de una expresión semejante y superior a la de «Chivo Expiatorio»: la de «Cordero de Dios». Una expresión que eliminaba los atributos negativos y antipáticos del chivo y, por ello, se ajustaba mejor a la idea de la víctima inocente injustamente sacrificada». De esta forma, y siguiendo la clasificación formal establecida por Girard, la expresión «chivo expiatorio» designaría, en primer lugar, a la víctima del rito judío descrita en el Levítico; en segundo lugar, a todas las víctimas de ritos análogos de las sociedades arcaicas, encuadradas en los ritos de exorcización o expulsión (donde incluimos el asesinato de Cristo presentado como Cordero), y, por último, de escaso interés en esta obra, todos los fenómenos de transferencia colectiva no ritualizados que observamos a nuestro alrededor en la vida cotidiana.
Hemos de reconocer que, más allá de su significado en el Éxodo, la imagen del cordero, como sacrificio de la realeza, aparecía con carácter descriptivo en el texto de Isaías en el que hablaba del Siervo de Yahvé. Denominación y significado que se hacían presentes también en Jeremías como símbolo de inocencia y candor:
Pero yo era como un cordero manso que llevan a degollar.
Ciertamente, la mitología de la redención del cristianismo de la Iglesia encierra un indudable arcaísmo, el del Rey Sagrado en funciones de Chivo Emisario, que se mitigaba y dulcificaba a través de la imagen del Cordero, y que muy tardíamente encontró su razón de ser y su justificación escrituraria en el Siervo Sufriente de Isaías. Se trataba de una anacrónica reedición, desde el punto de vista del judaísmo normativo, de la muerte del Siervo de Yahvé, relacionado con el arquetipo sufriente de las antiguas deidades de la fertilidad y presente en las religiones de misterio grecorromanas, cuya ideología penetró sin duda en sectores marginales del judaísmo. Según Carl G. Jung, el arquetipo del dios redentor es antiquísimo («en realidad desconocemos cuán antigua es esta idea») y el cristianismo no presenta, en este sentido, ninguna novedad al respecto: «El Hijo el Dios revelado, que voluntaria o involuntariamente se ofrendaba, en cuanto hombre, a fin de que pudiese surgir un mundo o a fin de que el mundo fuese redimido del mal, se encontraba ya en la filosofía Purusha de la India, así como también en la imagen del Protanthropos Gayōmart en Persia. Gayōmart, como hijo del dios luminoso, era sacrificado a las tinieblas y debía ser liberado nuevamente de éstas para redimir el mundo. Era el prototipo de las figuras gnósticas del Salvador y de la doctrina del Cristo Redentor de la humanidad».
En el mismo sentido se manifestaba la teósofa Helena P. Blavatsky a finales del siglo diecinueve, cuando ilustraba el posible e hipotético origen del dogma cristiano de la redención en el bautismo de sangre de los hierofantes de los templos del antiguo Egipto. En el valle del Nilo no se trataba, según esta autora, de reparar la «caída del hombre» del Edén, como ocurría en la doctrina de la Iglesia, sino de expiar las culpas pasadas, presentes y futuras de «la ignorante y mancillada humanidad». «Al arbitrio del hierofante estaba ofrecerse él mismo en holocausto por la raza humana en el altar de los dioses con quienes esperaba reunirse, o bien sacrificar una víctima animal. En el primer caso, dependiendo por completo de su libérrima voluntad, transmitía el hierofante en el supremo trance del “nuevo nacimiento” la “palabra sagrada” al iniciado, quien al recibirla debía herir con su espada de sacrificador al sacerdote».
Dentro del Antiguo Testamento, ya lo hemos visto, la más alta expresión de la redención de los pecados y las culpas de la comunidad por el sacrificio de un ser humano se encontraba en la figura del Siervo Sufriente, a quien la Iglesia ofreció un estatus mesiánico ya sucedido y de profecía autocumplida en los textos del Nuevo Testamento.
«Jehovah cargó en él el pecado de todos nosotros. Él fue oprimido y afligido, pero no abrió su boca. Como un cordero, fue llevado al matadero».
De la misma forma, la Iglesia ofreció carácter profético y sustento argumental a otro texto del primer Isaías:
«El Señor os dará la señal: He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel. Él comerá leche cuajada y miel, hasta que sepa desechar lo malo y escoger lo bueno».
Pero la mitología del Deuteroisaías, en particular la referida al Siervo de Yahvé y su imagen del Cordero, como supremo ejemplo de sacrificio, formaba parte de una ideología arcaica, caduca y prácticamente extinguida dentro de los siglos finales del judaísmo del Segundo Templo. El Mesías debía ser un rey triunfador de la casa de David; incluso, podía ser una figura celeste o preexistente (sentada a la derecha del Padre), como ocurría en ciertas sectas apocalípticas del siglo primero antes de nuestra era, herederas de la ideología del Libro de Daniel. Y más aún: los textos de Qumrán anunciaban también la llegada de un mesías (sacerdotal) que podía proporcionar el perdón de los pecados. En uno de los textos del Mar Muerto, el Documento de Damasco, se anunciaba que las leyes en él contenidas solo poseían valor hasta la llegada del Mesías; y que éste podría proporcionar a los miembros de la comunidad la posibilidad de obtener un perdón superior al que podía lograrse por medio de las ofrendas de alimentos o por los sacrificios expiatorios tradicionales. Este mesías sacerdotal era muy probablemente una figura heredera del mesías Josué-Jesús, anunciado en el Libro de Esdras y conocido como el mesías sacerdotal de Zacarías, y quién sabe si inspirado en el personaje veterotestamentario Josué-Jesús, hijo de Nun y representado por el pez.
Pero difícilmente podía concebirse en la Judea del siglo primero (antes o después del cambio de era) un mesías muerto en expiación por los pecados y las culpas de la comunidad, y menos aún un mesías muerto y resucitado; por más que ciertos investigadores se empeñen, cada cierto tiempo, y de manera infructuosa, en invalidar el carácter tardío (muy avanzado el siglo segundo) de la ideología redentorista y sufriente del monstruoso sacrificio del Mesías-Cristo creado por la Iglesia. Uno de esos malogrados empeños fue el llevado a cabo hace unos años por el famoso librito de Israel Knohl, cuyo autor, apoyado en meras conjeturas y algunos textos de los manuscritos de Qumrán, creyó desbancar la propuesta de Bultmann según la cual la ideología del Siervo Sufriente aplicada al Mesías había sido una construcción muy tardía de la Iglesia. El profesor de la Universidad Hebrea de Jerusalén formuló una hipótesis sensacionalista y de gran impacto mediático, pero incapaz de demostrar fehacientemente la existencia de un mesías judío muerto y resucitado antes de la construcción que la Iglesia situó en el siglo primero. Y lo mismo ocurrió unos años antes, cuando en los años noventa del siglo pasado comenzaron a difundirse ampliamente, en medios de masas, las traducciones de los manuscritos del Mar Muerto. Buen ejemplo de lo que decimos lo constituyó la polémica desatada en el New York Times en torno a un mesías sufriente y crucificado, originada por una mala traducción de Robert Eisenman y Michael Wise de un fragmento de 4Q285, y que finalmente quedó invalidada por los investigadores.
Ni en los textos de Qumrán, ni en los apócrifos intertestamentarios, ni en los textos de la Tanaj hebrea, si exceptuamos al Siervo de Isaías, aparece la noción de muerte vicaria de un hombre como redención de los pecados y las culpas de los miembros de una comunidad; mucho menos aún la muerte de un dios; y menos todavía la resurrección de un dios-hombre independiente del contexto apocalíptico de la resurrección de los justos en el fin de los tiempos. Lo que encontramos es tan solo la excepcional ascensión al cielo de figuras vivientes como Henoc, Elías, Isaías, etc. Por el contrario, lo que sí aportaron los textos de Qumrán, junto a las sorprendentes funciones del mesías sacerdotal (Josué-Jesús), fueron los incontestables rasgos del mesías divinizado del texto 4Q246; exactamente igual que sucedía en la literatura intertestamentaria con Henoc, Esdras, Baruc, etc. Todo lo cual respaldaba y aportaba indudable solidez al contexto histórico (la de un judaísmo helenizado, multiforme y abierto al misticismo, que debió contemplar con estupor la segunda destrucción del Templo de Jerusalén) en el que nuestra tesis sitúa el gran impulso del Cristo del gnosticismo y, más tarde, del Cristo de la Iglesia.
Tan cierto como que la Iglesia convirtió al héroe del Nuevo Testamento, surgido de la urdimbre de la literatura apocalíptica y del protognosticismo, en un arcaísmo asociado al Siervo de Yahvé en el que se abandonaba la salvación de carácter gnóstico por la redención del pecado a través de la sangre del Cordero. Como vamos a ver a lo largo de esta obra, el mito de Cristo presentó muy diferentes rasgos, dependiendo de si hablamos de los mesías y ungidos (cristos) de la literatura apocalíptica; de si hablamos del Cristo-Mesías de transición de las cartas del protognóstico Pablo de Tarso; de si nos referimos al Cristo del gnosticismo o de si aludimos al Cristo de la Iglesia. En este sentido, la figura central del cristianismo que hemos heredado representa, muy particularmente en la obra de Pablo de Tarso, un mito eminentemente salvífico, pero formalmente híbrido, que recoge los esquemas de cierta misteriosofía judía fuertemente helenizada, por un lado, junto a indiscutibles elementos de la literatura intertestamentaria; y, por otro, el mito del salvador gnóstico de la escatología zoroastriana, derivado sin duda de la ideología sapiencial y apocalíptica, que descubriremos más adelante. Esto es así porque, si exceptuamos determinadas insinuaciones (Romanos. 3.25; 5.8; 1 Corintios. 15.3; Gálatas. 3.13) en ninguna de las otras epístolas paulinas consideradas auténticas se anuncia de forma clara y expresa el significado redentor de la muerte vicaria en la cruz; ni tampoco se dice que el objetivo exclusivo de la muerte del Mesías-Cristo hubiese sido la redención del pecado. Todo esto, como decimos, forma parte de una construcción ideológica muy tardía de la Iglesia; tal y como deducimos de un pasaje del profesor José Montserrat, altamente elocuente del grado de indeterminación en que se desarrolló el cristianismo de finales del siglo primero y de la primera mitad del siglo segundo en relación al dogmatismo posterior: «Pablo, bajo la indudable influencia de las religiones soteriológicas del mundo helenístico, percibía y sentía el valor humano y religioso de la muerte en suplicio de Jesús. Pero no acertaba a elevarla a una única interpretación. La explicaba como sacrificio pascual (1 Corintios. 5.7), como sacrificio de purificación (Romanos. 6.6,7) o de expiación (Romanos. 3.25), incluso como sustitutivo (Gálatas. 3,13). En una ocasión Pablo parecía entender [incluso] que la cruz había sido el precio pagado al diablo por la liberación del hombre (1 Corintios. 2.8). Y esta indecisión se debía a que la muerte en la cruz era un hecho no esencial en la dinámica religiosa objetiva del cristianismo de los orígenes, cuya predicación fundamental era el carácter mesiánico de Jesús en virtud de su resurrección [salvación]».
Las escuelas alejandrinas judías no conocieron el dogma de la redención, ni tampoco Tertuliano habló de la redención por la sangre, ni los primeros padres de la Iglesia pusieron el asunto en discusión. El filósofo judío Filón de Alejandría se limitó a exponer simbólicamente la caída del hombre, y Pablo de Tarso y Orígenes consideraron la «caída» como una mera alegoría que reparaba la venida de Cristo. Fue a partir de la segunda mitad del siglo segundo y del dogmatismo cristiano posterior al siglo cuarto, cuando la Iglesia reinterpretó en términos de redención por la sangre la doctrina paulina; y en términos de pecado el episodio del paraíso en el que aparecían Adán y Eva junto a la serpiente; a raíz de cuyo pasaje, y probablemente sobre la base de la tradición órfico-pitagórica, se patentó la noción de pecado original, que diferenciaba, entre otras cosas, la «redención» del Cristo de la Iglesia de la «salvación» del Cristo de las diferentes corrientes del gnosticismo cristiano. Un contexto en el que la última palabra la ofrecería a finales del siglo cuarto y principios del quinto el neoplatónico y antiguo maniqueo Agustín de Hipona, quien redescubriría y daría nuevo sentido a la noción de «culpa originaria», que diez siglos antes habían tímidamente intuido los misterios órficos de la Grecia arcaica, y cuya antigua noción aparecía también en la religión persa de Zoroastro y en la primitiva religión de la India. Mircea Eliade asociaba la idea de culpa originaria del hinduismo a la noción de karma, heredera de las doctrinas de la reencarnación y la metempsicosis; por lo que la culpa de origen, en este contexto, vendía a ser una especie de «deuda» contraída en vidas anteriores; algo que, sin embargo, carecía de todo sentido en la dogmática de la Iglesia.
Vemos, por tanto, que la idea de redención venía manifestándose desde los albores de las primeras culturas agrícolas, haciéndose patente a través de los distintos sacrificios expiatorios sangrientos; lo mismo que la noción de «pecado original» o culpa originaria, que aparecían unidos en ocasiones a la idea de expiación-redención. Se trataba de un viejo mito enraizado en lo más profundo del psiquismo humano, que vemos aflorar en religiones precristianas y en cultos muy antiguos. En el orfismo griego, por ejemplo, se mantenía la idea de que el alma estaba encerrada en el cuerpo material como en una prisión, como castigo a un pecado muy antiguo que habían cometido los antecesores de los hombres.
Y el pecado y la culpa primigenia no eran sino aquella «herida» producida en los orígenes del mundo por el despedazamiento de Dioniso a cargo de los Titanes y la muerte de éstos, fulminados por el rayo de Zeus; de cuyas cenizas, mezcladas con el barro, habían nacido los hombres. No hay que olvidar que el mito de Dioniso-Zagreo había sido reinterpretado por los griegos como una verdadera antropogonía y una teoría antropológica del pecado original y de la redención. Los hombres habían nacido de las cenizas de los Titanes que habían devorado a Dioniso; por consiguiente, los seres humanos eran impuros, como aquellos de quienes procedían. Así es que arrastraban, generación tras generación, la culpa primigenia de ese monstruoso crimen originario. Pero no hay que olvidar que, por el contrario, las cenizas de los Titanes de las que habían surgido los humanos contenían el destello de luz del ser divino asesinado al que habían devorado e ingerido; por lo que una chispa divina, procedente de Dioniso, anidaba en el interior de cada uno los hombres.
Pero si recopilamos y volvemos al terreno eclesiástico, observamos que en Pablo de Tarso aparecían las primeras y débiles insinuaciones del carácter vicario de la muerte en la cruz; el cuarto evangelio, por su parte, que presenta tres niveles de redacción diferentes, según los especialistas, identificaba el mito de Cristo con el Cordero pascual; y el Apocalipsis, un texto enteramente rechazado por la Iglesia oriental, hizo del Cordero y de su sangre (Agnus Dei) la figura central de la revelación. Toda la carga ideológica «sanguinaria» y «redentorista» aparecería en las cartas deuteropaulinas (Hebreos, particularmente) y en otras cartas del Nuevo Testamento redactadas en el siglo segundo por seguidores de la Iglesia. Frente a lo cual, hemos de reiterar que la cultura tradicional del judaísmo normativo de los tiempos del Segundo Templo (incluso la cultura marginal judía alejada del Templo) fue sin duda incapaz de entender la muerte de una divinidad; y mucho menos aún la resurrección aislada e individual de un dios al que le terminaron haciendo un hueco dentro de las coordenadas materiales de la historia.
Lo cierto es que, a través del probable injerto órfico de la culpa originaria en el arcaísmo expiatorio del Siervo Sufriente de la Iglesia (el Codero), pudo ofrecerse un sentido definitivo y diferenciado del Cristo gnóstico que, ahora, en manos de los obispos, basculaba todo su significado en la muerte expiatoria, la humillación, el sufrimiento y la sangre del Hijo de Dios. Pues «comenzaba a estar claro» que Cristo, el Cordero, se había encarnado y había aceptado el castigo vicario de la muerte en la cruz como expiación y redención de los pecados del mundo, muy particularmente el que arrastraba la humanidad desde la «caída» de Adán. Una alegoría, en definitiva, la de «la expulsión del paraíso» y la de la «caída» con la que el platonismo medio y el protognosticismo explicaban la caída del alma en el mundo tenebroso de la materia. Pero que los padres de la Iglesia, extrapolando el significado alegórico de los textos paulinos, interpretaron en un sentido meramente literal.
La Enciclopedia Católica es altamente elocuente al respecto cuando afirma expresamente que fue Ireneo de Lyon «el primero» en percatarse de la «gran diferencia» que representaba el cristo de la Iglesia frente al resto de los cristos del gnosticismo: «Mientras que los Padres Apostólicos y el apologista San Justino Mártir se limitaban a repetir la doctrina bíblica de la muerte sacrificial de Cristo, Ireneo fue el primero de los primeros Padres que consideró el sacrificio de la cruz desde la perspectiva de una “satisfacción vicaria” (satisfactio vicaria). Esta expresión, sin embargo, no entró en uso frecuente en los escritos eclesiásticos durante los primeros diez siglos. Ireneo hacía hincapié en el hecho de que solo un dios-hombre podía lavar la culpa de Adán, en que Cristo realmente redimió a la humanidad mediante su sangre y ofreció “su alma por nuestras almas y su carne por nuestra carne”». Efectivamente, la Enciclopedia Católica tiene razón cuando afirma que la expresión de Ireneo de Lyon «no entró en uso frecuente durante los diez primeros siglos», ya que no fue hasta la obra de San Anselmo (1034-1109) en que la muerte de Cristo en la cruz adquirió un carácter forense y el crucifijo, con toda su carga patética, sanguinolenta y dramática, se generalizó en el arte cristiano medieval.
La base racional y abstracta de la religión y la filosofía.
En realidad, la tradición hinduista ni presenta una conformación monolítica ni tampoco una unidad y uniformidad histórica. Hemos de subrayar que se trata de una construcción cultural erigida en torno a varias abstracciones (unidad, totalidad, orden, ilusión, reencarnación-transmigración, liberación y unión con Dios, etc.) que conformaron un tronco común que, desarrollado a lo largo del tiempo, desafió a los siglos y a los milenios venideros. No otra cosa es lo que encontramos cuando nos acercamos a las nociones védicas de ekam (unidad), ritá (orden cósmico) y māyā (ilusión): ideas arcaicas que nos sitúan ante abstracciones básicas y fundamentales de la historia de las religiones y en la base del desarrollo de la filosofía. Abstracciones presentes en el Rigveda y que, mil años antes de nuestra era, se anticiparon en varios siglos a la metafísica monista de las Upanishads.
Y vemos que en los postulados de las Upanishads del siglo quinto antes de nuestra era (génesis del hinduismo) encontramos no sólo las bases de la gnosis de todos los tiempos (philosophia perennis), sino también unas doctrinas que, en lo esencial, difirieron muy poco del pitagorismo, del orfismo y del platonismo; quienes convirtieron también al amante de la sabiduría (al filósofo) y al sabio en paradigma y meta de su antropología y su soteriología. Una tradición espiritual y religiosa que, a diferencia del zoroastrismo y del judaísmo, no venía revelada desde el exterior de un universo inmanifestado, sino creada por los dominadores ariófonos de la India desde el inmanentismo de la abstracción especulativa; y que, imprevisiblemente, acabaría determinando, a través de una primitiva metafísica, el sistema simbólico de relaciones con el mundo de muchos de los pueblos del lejano oriente, Grecia, el Mediterráneo e incluso algunas de las corrientes espiritualistas del mundo actual. He aquí, como hemos visto, los antecedentes del hinduismo: la obra de los Vedas, las Upanishads y los brahamanes; pero también el embrión de la mística espiritualista y del desarrollo cultural de los pueblos situados al occidente del subcontinente indio: desde Persia al Mediterráneo occidental.
Vedismo y brahmanismo fueron «religiones» (o más propiamente, concepciones del mundo) esencialmente cósmicas, de identidad, y sólo la noción de karma introduciría muy tardíamente en el hinduismo una ideología de salvación basada en determinadas consideraciones éticas, ausentes en los siglos anteriores. Digamos, para situarnos en el tiempo, que el vedismo, o religión de los Vedas, perteneció al mundo de los invasores arios y, según las fórmulas académicas, abarcó el período comprendido entre el siglo quince y el siglo séptimo antes de nuestra era. Sus libros fueron los «cuatro Vedas», recogidos de una tradición oral mucho más antigua y dentro de los cuales destacaba de manera muy particular el Rigveda. Por eso, a pesar de que ciertas fórmulas estereotipadas caracterizan este periodo como dominado por una mitología naturalista, hemos de reiterar que fue en esas obras primigenias donde aparecieron las primeras abstracciones realmente significativas de toda la historia de las culturas humanas. Por eso, hablar de «mitología» en este periodo equivale a usar una etiqueta demasiado simplificada y deformada que nada dice de las sutiles concepciones teóricas forjadas por los invasores arios.
Más tarde, entre el siglo séptimo y el siglo tercero antes de nuestra era se abrió paso el período conocido como «brahmanismo», cuyos textos son los denominados brāhmaṇa y āraṇyaka. Nos encontramos, esquematizando y resumiendo en gran medida, ante un periodo caracterizado por la supremacía de la casta sacerdotal y por un excesivo y riguroso ritualismo, manifestado con tan exagerado y estudiado formalismo que terminó dejando en el olvido no solo a las deidades de la antigua mitología védica, sino incluso, y en cierta medida, a la idea misma de divinidad. El término «brahmanismo» aludía, por un lado, a la creciente influencia que los brahmanes, o sacerdotes indoarios, adquirieron en la India en torno al siglo séptimo antes de nuestra era; y, por otro, hacía referencia al concepto de «Brahman», el ente abstracto y universal que había sido prefigurado ya en el Rigveda como unidad (Ekam) y noción última de la divinidad.
Lo cierto fue que, a lo largo de estos siglos de brahmanismo, se creó la idea de «Brahman», en cuanto absoluto macrocósmico, y la noción ātman-Brahman, en cuanto unidad del individuo y la totalidad del Ser (base de la gnosis); y se desarrollaron las abstracciones del Rigveda, cuyas especulaciones concluyeron en la metafísica de las Upanishads. Llegado a este punto, reelaboradas las nociones arcaicas a través de una gnosis interpretada, al mismo tiempo, por diferentes corrientes, estaba claro que el monismo, el dualismo y la especulación filosófica quedaban reservados ya a una elite de iniciados, organizados en sus respectivos conventículos y escuelas. Un contexto doctrinal en el que la meta aparecía determinada fundamentalmente por el descubrimiento y la comprensión de que todo lo que había era uno y lo mismo; que a la vez contenía la idea de totalidad, y que podemos conceptuar indistintamente como Brahman, Dios, la Naturaleza, la Esencia, el Absoluto, el Ser, el Todo, el Bien, lo Uno, etc. Brahman, además, era eterno e infinito; por lo que podemos afirmar, hablando en términos coloquiales, que «todo era una misma cosa», aunque sus elementos separados presenten distintos grados de aparente y engañosa evolución. En realidad, según las diferentes doctrinas de la gnosis hinduista, todos formamos parte de un «originario monismo metafísico» que podemos y debemos descubrir desde la ignorancia y a partir de la sabiduría que proporciona la autorrevelación. Por eso, el «sendero espiritual» del hinduismo pasaba por el camino místico del conocimiento: el camino del descubrimiento de la realidad interior y la conciencia de que el individuo formaba parte de Brahman (un fragmento), que debía reintegrarse a la divinidad en cuanto totalidad. Por lo demás, no hay que olvidar tampoco que quienes nos movemos al margen de la fe religiosa y somos contrarios, desde un punto de vista etic, a ofrecer cualquier crédito, por pequeño que sea, a las afirmaciones del misticismo, obviamos con mucha frecuencia que uno de los aspectos cenitales de esta primitiva gnosis se refería al fuego y a la luz que inflamaba la conciencia subjetiva y el corazón, algo tan difícil de validar objetivamente como de comunicar.
Según algunos autores, el momento mismo en que se producía la identidad entre la individualidad fragmentada y lo absoluto, entre en hombre y la divinidad (ātman-Brahman), fruto de la sabiduría interior, se producía también un «arrebato místico» (quizá provocado originariamente por las facultades psicoactivas del Soma, la bebida de los dioses) que llevaba consigo la presencia deslumbrante de la luz; es decir, que «se accedía al conocimiento del ser mediante una experiencia de luz sobrenatural». «Lo que indicaba —según Eliade— que la revelación del ātman-Brahman, en tanto que luz, no era simplemente un acto de conocimiento metafísico, sino una experiencia más profunda en la que el hombre comprometía también su componente existencial». «El Chāndogya Upanishad (III.17.7) señalaba que, al contemplar esta elevada luz, más allá de las tinieblas, alcanzábamos el sol, dios entre los dioses… [Y] Según la famosa expresión del Brhadāranyaka Upanishad (IV.3.7) el ātman se identificaba con la persona y se encontraba en el corazón del hombre bajo la forma de una luz interior. […] El Chāndogya Upanishad (VIII.6.5) enseñaba también que en el momento de la muerte el alma se elevaba hasta los rayos del sol. Se aproximaba al sol, “la puerta del mundo”. Y los que sabían podían entrar, pero la puerta se cerraba para los ignorantes».
Ciertamente, los redactores de las Upanishads partían ya de la convicción de que la realidad suprema no podía ser comprendida por el mero raciocinio u otros procedimientos de orden intelectual. Por lo demás, el conocimiento racional de la realidad, al estilo griego, tampoco fue considerado nunca como el objetivo último del espíritu entre los maestros de la India antigua. «El conocimiento debía conducir a una experiencia mística directa de esa realidad; un estado que era diversamente descrito como moksha (liberación), abhayamudra (ausencia de temor), amaritatva (inmortalidad), etc». Digamos que el conocimiento facilitaba el «despertar» que desvelaba la esencia del yo en el interior de la conciencia; algo que, en última instancia, no podía obtenerse por vía experimental, sino en virtud de una especie de autorrevelación que manifestaba de forma instantánea la realidad inefable y última. «La inteligencia (buddhi), como la más sutil manifestación de la prakriti, facilitaba el proceso de la liberación, sirviendo de escalón preliminar a la revelación». Pero poco más podían hacer la razón y el conocimiento exterior dentro de un proceso dominado por la iluminación interior y mística de Purusha, según los conceptos manejados por la escuela Sāṃkhya.
La respuesta a la pregunta de cómo «el Verbo se hizo carne» es relativamente sencilla de responder, si la contemplamos desde el componente simbólico que le otorgó el misticismo greco-oriental (la inmanencia de un fragmento de divinidad en el interior del individuo) y que encontró su primigenio significado en el discurso narrativo del mito de la muerte de Dioniso a manos de los Titanes. Un juego alegórico (o simbólico) cuyo sentido también expresó Platón con sugestivas y sorprendentes imágenes en el Timeo, que llamaron poderosamente la atención de Justino Mártir y en las que explicaba que el Demiurgo había trazado el alma sobre el mundo en forma de cruz. Como no podemos responder de ninguna manera a esta pregunta es afirmando que el Verbo-Logos se hizo carne a través del nacimiento del Niño Dios en Belén, según Lucas y Mateo, porque esto implica una perversión argumental y un fraude de lenguaje que otorga entidad ontológica a la alegoría narrativa del mito (otorga «veracidad» al discurso literal) e invalida totalmente la verdadera significación «racional» y simbólica de la encarnación platónica del alma o el espíritu en la materia corporal.
El Alma del mundo era, según la tradición, y desde los estoicos, el Logos, quien, para hacerse carne, tenía que repetir todo el proceso cósmico de descenso y ascenso (entre «los dos mundos») y, en el descenso, ser clavado en la cruz de la materia y luego resucitar antes de su ascensión a los cielos. La pregunta que desde hace décadas se formulan historiadores, exégetas, hermeneutas, teólogos y mitólogos es por qué el evangelio atribuido a Juan, de carácter gnóstico y de marcadas connotaciones místicas, utilizó el término «Logos» (Verbo-Palabra) y no el de «Sabiduría» o «Sofía», como venía siendo habitual en cierta literatura helenística judía. Algo para lo que no hay una respuesta clara y determinante; pues no basta la presuposición de que el «Logos» era más corriente y predicable entre los griegos y paganos, como en ocasiones se señala. Y tampoco la presuposición de que este evangelio se hubiese escrito copiando los esquemas conceptuales de Filón de Alejandría, pues hay, según los especialistas, una diferencia esencial en lo que se refiere a la escala emanantista y a la consustancialidad con Dios entre el Logos del filósofo judío alejandrino (simple intermediario) y el Logos del evangelista (más acorde al consustancialismo de la teología cristiana).
Si bien, más allá de particularidades teológicas, Daniélou estableció una relación histórico-cultural muy clara entre estos dos usos terminológicos: «El principal punto de comparación [entre Filón y Juan] era la doctrina del Logos —aseguraba el eclesiástico francés—. Y [Juan] no tenía relación solo con Filón, sino también con la Sabiduría griega y con Aristóbulo. Por eso, llegamos a la conclusión de que el Prólogo [del cuarto evangelio] partía de la teología judeohelenística de la Palabra, pero en su forma genérica y sin los elementos sistemáticos que vimos en la obra de Filón». De las muchas similitudes que presentaban unos y otros textos, Daniélou llegó a la conclusión de que todos tenían un tronco común y bebían de una misma fuente: «En la base estaba, en primer lugar, el texto de la Biblia de los LXX, y en especial el relato de la creación mediante la Palabra de Dios [Memra]. Estos datos habían sido elaborados en la teología bíblica, que era el fondo común de la Sabiduría griega, de Filón y de San Juan. Y por cuanto Filón fue el representante eminente de esta teología común, puede considerarse su enseñanza como la teología a partir de la cual se formó la teología del evangelista, sin que, por lo demás, hubiese existido una dependencia literal. En tercer lugar, y por último, Filón representó una sistematización de esa teología común de estructura platónica; lo cual fue extraño a San Juan». Es decir, según Daniélou, la referencia al Logos del prólogo del evangelio de Juan, respondería en parte a una vulgarización, una simplificación o una remota aproximación al elaborado sistema de Filón.
Está claro también que el concepto del Logos de Juan, sin abandonar en ningún momento los postulados griegos, no se desligaba tampoco de la tradición judía de la Memra, helenizada asimismo en la Biblia de los LXX a través de Sophia, y que encontraba en el Génesis y en los antiguos textos egipcios su primera manifestación. No se trataba, en un principio, de un poder personal o impersonal, ni de la ley que regulaba el mundo: el Logos era la palabra y la sabiduría de Dios en la creación. Pero mucho tiempo después, en su contexto judeohelenístico del siglo primero, «el Logos de Juan se presentaba como una derivación midrásica de la Sabiduría divina del Génesis. Y esa Sabiduría/Palabra divina, como mano derecha de Dios, era concebida unas veces como algo real (hipóstasis) y otras como un mero modo de la divinidad; es decir, el mismo Dios actuando hacia fuera como Sabiduría o Palabra». Pero todo ello sin abandonar nunca el contexto de la traducción griega de la Biblia de los LXX y sus connotaciones ideológicas, pues no hay que olvidar que el Logos (Verbo, Palabra) de Juan suponía una indisimulada manifestación de helenismo en tanto en cuanto se presentaba unido a su encarnación al más puro estilo del platonismo; es decir, como descenso de las almas a la materia corporal y el posterior ascenso a los cielos.
Tanto el Verbo-Logos de Juan como el Logos de Filón terminaban «encarnándose» (materializándose) y difundiéndose entre los más bajos niveles de iniciación a través de diferentes símbolos y discursos narrativos que utilizaban mitos y figuras del Antiguo Testamento. En este sentido, ambas nociones (la de Filón y la de Juan) se sirvieron de mitos escriturarios para representar y explicar sus particulares concepciones de la encarnación platónica del Logos: Moisés y el Josué-Jesús reinterpretado en los evangelios sinópticos. Algo parecido a lo que hicieron algunos grupos estoicos con Heracles o los antiguos textos egipcios cuando presentaban al faraón-Horus como el hijo de Osiris encarnado en la tierra. No otro fue el contexto en el que apareció, por primera vez, el mito del Dios-hombre encarnado en la figura del soberano egipcio, pues únicamente un dios (el Logos) que podía habitar en la carne, podía permitir la comunicación entre el mundo de las criaturas y los ámbitos de la divinidad oculta y misterioa. En definitiva, el mito o el misterio de la encarnación, surgido de la idea de que el alma o el espíritu descendían desde lo alto de la divinidad al mundo y se convertían en prisioneros de la materia, operaba en el terreno simbólico como vía de comunicación que salvaba el abismo existente entre el hombre y Dios; pero también, no hay que olvidarlo, en un sentido antropológico que apenas hemos abordado todavía en esta obra, y que consistía en que los hombres, desde los tiempos más remotos, se habían sentido superiores y diferentes al resto de los animales de la creación. Los hombres hablaban, pensaban y se comunicaban; lo que les alejaba de los animales y les acercaba a las remotas nociones de la divinidad. Una diferencia de rango (y aquí radica una de las claves de la comprensión del mito de la encarnación divina) que los hombres de la antigüedad explicaban a través del exclusivo marco de referencia conceptual que ofrecía la divinidad (o un fragmento de ella) en el interior de los seres humanos.
Creo no hace falta anticipar la moraleja y destripar el misterio oculto que desvela una lectura hermenéutica del mito: «Porque, en realidad —como aseguraba Joseph Campbell— Dios no se hacía Hombre [ni divinizaba y adoptaba a un ser humano]; sino que el hombre, el propio mundo, se sabía divino; de cuya experiencia [antropológica] se derivaba un campo de inagotable profundidad espiritual». Luego, cada cultura vestía y coloreaba el mito de la encarnación con el discurso narrativo que consideraba más oportuno, usando siempre los elementos propios de una tradición determinada. Por supuesto, el pagano Celso fue uno de los primeros en escandalizarse ante literalidad con que algunos cristianos de su tiempo leían el mito de la encarnación del Hijo, al constatar que lo que aparecía bajo la imagen del Logos e Hijo de Dios (una mera alegoría) no era otra cosa que la figura de un pobre desdichado conducido al suplicio en el Calvario.
En nuestro tiempo, sin embargo, Garl G. Jung ofreció una particular visión de la encarnación de la divinidad, que invalidaba en redondo y convertía en mitología escasamente imaginativa toda la cristología y toda la teología eclesiástica generadas a lo largo de veinte siglos: «Desde el punto de vista psicológico —señalaba—, el Sí-mismo se define como la totalidad psíquica del hombre. […] El objeto del desarrollo psicológico es, como el del biológico, la propia realización, es decir, la individuación. Ya que el hombre solo se conoce como un yo, y el Sí-mismo como totalidad no puede ser descrito ni distinguido sino a partir de una imagen de Dios; la realización del Sí-mismo, en lenguaje religioso metafísico, significa la encarnación de Dios. Esto es lo que se expresa en la filiación de Cristo». Nos encontramos, en definitiva, ante la tradición introspectiva del gnosticismo, dentro de la cual, según Elaine Pagels, algunos cristianos gnósticos llegaron al extremo de afirmar que la humanidad había creado a Dios y «de esta manera, partiendo de su propio potencial interior, había descubierto por sí misma la revelación de la verdad». «Una convicción que quizá subyace al comentario irónico que aparecía en el Evangelio de Felipe: “Dios creó a la humanidad; [pero ahora los seres humanos] crean a Dios. Así son las cosas en el mundo: los seres humanos hacen dioses y adoran su creación. ¡Sería apropiado que los dioses adorasen a los seres humanos!”».
Volviendo a nuestro hilo conductor, Filón de Alejandría echó mano de la figura de Moisés, entre otras, para representar al Logos; de la misma forma que Juan ofreció rostro a la abstracción del Verbo a través del Mesías-Cristo asociado al Jesús-Josué de los evangelios precedentes y a la figura del Cordero, además del Hijo del Hombre celestial de la literatura anterior. Símbolos joánicos que aparecieron también en el Apocalipsis, aunque en este texto provistos de una riqueza imaginativa y de una fuerza literaria que desbordaban todos los preceptos y barreras de la literatura de la Iglesia. Si bien, como reconocía Loisy, no hubo una religión de misterio más típica que el cristianismo del evangelio de Juan; tanto que la resurrección no fue otra cosa que iniciación mistérica, aun a pesar de que, interpolados posteriormente, muchos de los símbolos finales apareciesen en sintonía con las doctrinas eclesiásticas. Está claro que, de manera muy notable, la gnosis del cuarto evangelio aparecía mucho más intelectualizada que la «gnosis» primitiva de Pablo: «No concebía la salvación en forma de justificación, de redención, sino más bien como conocimiento verdadero, como iluminación; aunque la verdad que salvaba era una verdad viviente, no el conocimiento abstracto de una metafísica divina».
Expuestos todos estos matices, hemos de convenir que los conceptos de «Sabiduría/Sofía» y «Logos» (Verbo, Palabra) expresaron en el siglo primero de nuestra era, a pesar de sus diferencias genésicas (el judaísmo del Génesis y la filosofía griega), un mismo denominador común sistematizado en el Alma universal del platonismo: noción análoga a la del Logos patentado por Heráclito y desarrollado por la filosofía de los estoicos como la razón universal que gobernaba el mundo. De acuerdo con Eliade, el fundador del estoicismo había articulado su sistema por oposición a las doctrinas de Epicuro. Así, según Zenón y sus discípulos, el mundo se había desarrollado a partir de la epifanía primordial del Dios: el germen ígneo que dio origen a la «razón seminal» (logos spermatikós); es decir, la ley universal. «De manera semejante, la inteligencia humana emergía de una chispa divina. Y en este panteísmo monista que postulaba una razón única, el cosmos era “un viviente lleno de sabiduría”».
Filón, por supuesto, restituyó la trascendencia platónica al Logos del estoicismo, al considerarlo, en líneas generales, vinculado al Alma del mundo del platonismo, y lo identificó con el hijo primogénito de Dios, el arcángel o el más antiguo de los ángeles: el Verbo, la razón inmanente de Dios y, a la vez, el mediador transcendente frente a los hombres. O expresado con mayor propiedad: comunicó la trascendencia platónica de las Ideas con el mundo a través del Logos del estoicismo: una idea que resultaría de vital importancia en el filósofo judío y que ejercería una notable influencia entre las distintas corrientes cristianas de la Alejandría del siglo segundo. De esta forma, reconocidos como elementos fundamentales el platonismo y el estoicismo dentro de su eclecticismo, Filón de Alejandría (15 antes de nuestra era al 50 del siglo primero) anticipó en ciento cincuenta años las bases en las que se inspiraron los fundadores de la primera teología cristiana. Términos como «providencia», «gracia», «virtud» y «catolicidad» (universalidad e inexistencia de barreras «entre el griego y el bárbaro, entre el hombre y la mujer, entre el libre y el esclavo») fueron acuñaciones del platonismo y el estoicismo que se convirtieron en moneda de uso común en los escritos paganos precristianos. Y fue su concepción en torno a la razón universal, como mediación, lo que sin duda le generó las simpatías de los primeros teólogos de la Iglesia. De tal manera que podemos decir que Filón, que no participó de la idea de la resurrección de los muertos, ni de la ideología mesiánica, ni de la escatología apocalíptica, conformó a través del Logos, como muchas veces se ha sugerido, y a pesar de la aparente paradoja, algo parecido a un «cristianismo» judío sin Cristo que llamó poderosamente la atención de los primeros padres de la Iglesia.
Para este judío de Alejandría, la salvación no fue otra cosa que la preconizada por Platón e interpretada por la tradición posterior: la salvación del alma a través de la filosofía, la sabiduría, los preceptos morales y el arte de la prudencia. Porque, por tener almas, todos los hombres participaban de la razón universal: el Logos spermatikós (acuñado por los estoicos); es decir, el Logos divino que ponía la semilla, la chispa ígnea, en el corazón de los hombres. Dentro del alma de Filón aparecían, no obstante, dos elementos diferenciados frente a las tres partes del alma de Platón: «En el momento de su nacimiento sobrevenían y penetraban en todas las almas, al mismo tiempo, dos virtudes, la saludable [el Nous racional] y la perjudicial [instintiva y pasional]. Si la primera se adueñaba del terreno, la otra resultaba impotente para cumplir sus fines; si, por el contrario, era la segunda, entonces la potencia saludable no conseguía apenas ninguna ventaja». Estas potencias del alma estaban relacionadas con las potencias que derivaban de Dios, por lo que entendemos se establecía una de las vías de comunicación posibles entre las criaturas y el creador. Pues digamos que existía una analogía entre la función directiva del Logos respecto a la totalidad del cosmos y la función directiva del Nous individual respecto a los instintos y las pasiones.
Porque hemos de reiterar que, además de esta relación entre las potencias, el filósofo judío concibió al Logos como uno de los medios de salvar la inmensidad que Platón y los filósofos habían trazado entre el ámbito de las Ideas y la materia del mundo. Plutarco (46-120) pensó, décadas más tarde, en los «demonios» como seres intermedios entre la divinidad y los hombres; pero Filón, a la vez que respetaba la transcendencia divina, permitía, de acuerdo a las influencias estoicas, la intervención salvadora de Dios en el mundo (pronoia) junto al Logos y las demás Potencias. «Dios, el Ser transcendente, escapaba a la captación de la razón humana. Al no poder entrar directamente en contacto con la materia, se servía de intermediarios para su obra de creación y gobierno del mundo: eran las Ideas platónicas y las Potencias estoicas. La más elevada de todas, la más cercana a Dios, era el Logos por excelencia: Idea original, sombra e imagen de Dios, ejemplar de todos los seres creados, potencia suprema que trazaba un puente entre el Ser absoluto y las criaturas del mundo de la materia». Por eso, podemos asegurar que el Logos de Filón estuvo más vinculado a la concepción platónica, que le sirvió de fundamento, que a la del estoicismo, de la que lo obtuvo junto a otros elementos. El Logos fue para él el principio unificador de lo inteligible como intermediario entre el creador y las criaturas, como la realidad que establecía un puente de comunicación entre la absoluta transcendencia y la inmanencia del mundo de la materia.
En la época herodiana los judíos habían civilizado sus antiguos ritos y costumbres a través de la gran influencia recibida, primero de los babilonios y persas y, luego, de la cultura del helenismo; pero han llegado hasta nosotros sólidos testimonios que no permiten ocultar el carácter sangriento de sus más antiguas (y no tan antiguas) tradiciones. Hoy sabemos que, entre los semitas del Asia occidental, en época de peligro, el rey entregaba algunas veces a su hijo, para que muriera como sacrificio por toda la comunidad. Filón de Biblos, por ejemplo, en su obra sobre los judíos, transmitía la siguiente información, de acuerdo a lo relatado por James G. Frazer: «Era una antigua costumbre que, en momentos de gran peligro, el gobernante de una ciudad o nación ofreciera a su amado hijo para que muriera por el pueblo, como rescate ofrecido a los vengativos demonios, y mataban a las criaturas ofrendadas con ritos místicos. Así, Cronos, a quien los fenicios llamaban Israel, siendo rey del país y teniendo un hijo llamado Jeoud (en el lenguaje fenicio Jeoud significa «unigénito»), lo atavió con su vestido regio y lo sacrificó sobre un altar en tiempos de guerra, cuando el país estaba en gran peligro frente al enemigo».
Y más aún, como relatan las Escrituras: cuando el rey Mesa de Moab fue sitiado por los israelitas y duramente acosado en el siglo noveno antes de nuestra era, cogió a su hijo mayor y lo pasó por el fuego sobre un muro. Por lo que, en un principio, parece no encontrase fuera de contexto el sacrificio de Isaac, finalmente absuelto por un ángel y sustituido por un carnero; a través del cual, según la leyenda, el dios de los patriarcas bíblicos pidió a Abraham una prueba de fidelidad y confianza. Lejos de constituir un inmoral anacronismo, la decisión de Abraham de asentir a la petición de la divinidad de sacrificar a Isaac confirmaba los hábitos culturales de un tiempo en el que los pueblos semitas ejecutaban este tipo de sacrificio ritual sobre las víctimas inocentes de su descendencia. («Me darás el primogénito de tus hijos», exigía Yahvé a su pueblo a través de un exhorto cuyo cumplimiento atestiguaron los textos proféticos). Es decir, el sacrificio de Abraham encontraba un contexto muy definido que le ofrecía verosimilitud, a pesar de que presentaba un discurso reelaborado textualmente mucho tiempo después y bastante diferente de los ritos sacrificiales israelitas y cananeos. Ciertamente, según la narración de la Biblia, Abraham no se dispuso a sacrificar a su hijo con el propósito de obtener un resultado concreto de la divinidad, y tampoco se trató de un rito sacrificial inspirado y en consonancia con un planteamiento mítico predeterminado. Por lo que podemos asegurar que, según el texto escriturario, Abraham no se dispuso a llevar a cabo un rito sacrificial en el sentido que estamos exponiendo, cuyo significado aparentemente ignoraba y no comprendía; sino que su gesto fue presentado en el texto bíblico como un acto modélico de fe, de obediencia y de sumisión a la divinidad. Valores éstos mucho más tardíos en el tiempo que, no obstante, se redactaron literariamente echando mano de la memoria de un contexto arcaico dominado por los mitos cósmicos y los ritos de sacrificio de los hijos primogénitos de Israel. Un tiempo que se pierde en los oscuros orígenes del judaísmo y que, en términos de literalidad bíblica, no concluyó hasta la instauración de la Pascua en Egipto, justo antes de iniciarse el Éxodo; a través de cuya narración sabemos que la muerte de los primogénitos fue formalmente sustituida por el sacrificio del cordero, cuya sangre en los dinteles de las puertas de las casas de los israelitas redimió a los hijos de Israel del sacrificio al que se vieron sometidos los hijos de los egipcios.
De esta forma, para conmemorar la supuesta salida de Egipto, el dios (o los dioses) «proclamó [proclamaron] que, a partir de entonces, le serían sagrados todos los primogénitos al pueblo de Israel, lo mismo los de los hombres que los de los animales, y ordenó que se sacrificaran las criaturas comestibles, y que se redimiera a las no comestibles, en especial a los hombres y a los asnos, a través de un sustituto. Y que todos los años, durante la primavera, se celebrara un festival con los mismos ritos observados la noche de la gran matanza». Así fue como una costumbre arcaica asociada al sacrificio ritual de las víctimas inocentes de los primogénitos sirvió, según el texto de la Torá (Pentateuco), de base a la instauración de la Pascua judía. Una institución que todas las primaveras, coincidiendo con el ritual del Año Nuevo, y desde tiempos inmemoriales, venía celebrándose en Mesopotamia, y que los hebreos habían practicado en otras fechas a través de la sangre del sacrificio de sus hijos; hasta que el texto del Éxodo sustituyó su significado por la sangre del cordero.
Y decíamos que con la instauración de la Pascua se pasó «formalmente» del sacrificio humano al sacrificio animal porque la narración bíblica se escribió, con toda seguridad, muchos siglos después de los supuestos hechos exaltados en el texto. Y porque, a pesar de la literalidad de los profetas, los sacrificios humanos continuaron en Israel durante mucho tiempo después. Hoy, sabemos a ciencia cierta que los textos definitivos de la Tanaj (Biblia hebrea), que no se «canonizaron» hasta el siglo segundo de la era cristiana, hay que situarlos en los años posteriores al cautiverio de Babilonia (a partir de los siglos sexto y quinto, e incluso en tiempos muy posteriores, como prueban algunos textos del siglo segundo antes de nuestra era y aún posteriores), en los que la sensibilidad, los hábitos culturales y la misma concepción del dios de los israelitas (monolatría) había variado considerablemente en relación al periodo cananita y, cómo no, en relación al tiempo mítico y fabuloso de los faraones egipcios. El Antiguo Testamento (como el Nuevo), a juzgar por las más recientes investigaciones, contiene escasos elementos históricos, y para encontrarlos hay de recurrir a la lectura hipercrítica de sus textos, a través de las prohibiciones y anatemas divinos, y al estudio pormenorizado de los profetas, «cuyas indiscretas revelaciones suministraron los pocos datos fidedignos sobre los que apoyar la historia de Israel».
La redención de los primogénitos por la sangre del cordero (y en líneas generales por el rito simbólico de la circuncisión) fue, en este sentido, una muestra bastante evidente de los vestigios arcaicos que pervivían en la memoria de los redactores y editores de los textos bíblicos. Pues «los israelitas habían tomado de Canaán la terminología sacrificial, no sólo los diversos tipos de sacrificio, que no podían proceder de la etapa nómada de su existencia. Los textos ugaríticos confirmaron este punto de vista, que ya había sido propuesto antes de que se descubrieran estos documentos. […] Y el que durante este período se sacrificaran a Yahvé los primogénitos implicaba necesariamente la práctica de los sacrificios humanos, comunes en la tierra de Canaán». No en vano, y manifestando a las claras lo que ocurría en un tiempo cuya «insensibilidad» quedó superada tras el cautiverio de Babilonia y los tiempos de la influencia persa, textos como Josué y 1 Reyes referían el caso de Jiel de Betel, de quien se decía que, «según estaba dicho», sacrificó a su hijo primogénito y a su hijo menor con motivo de la reedificación de la ciudad de Jericó. Por su parte, el Deuteronomio recordaba el inexcusable precepto de no entregar los hijos de los israelitas para realizar ofrendas a Moloch: un rito espeluznante, pero habitual entre los fenicios y los cananeos, quienes ofrecían a sus hijos e hijas para ser quedamos en prenda de expiación.
Cuando hayas entrado en la tierra que Jehovah, tu Dios, te da, no aprenderás a hacer las abominaciones de aquellas naciones: No sea hallado en ti quien haga pasar por fuego a su hijo o a su hija, ni quien sea mago, ni exorcista, ni adivino, ni hechicero.
Miqueas, por su parte, ofrecía un indudable testimonio de las dudas de sus contemporáneos, cuando se preguntaba:
¿Con qué me presentaré a Jehovah y me postraré ante el Dios Altísimo? ¿Me presentaré ante él con holocaustos, con becerros de un año? ¿Aceptará Jehovah millares de carneros o miríadas de arroyos de aceite? ¿Daré mi primogénito por mi rebelión, el fruto de mi vientre por el pecado de mi alma?
Moloch fue un dios fenicio y cananeo adorado por muchos israelitas, cuyo culto expiatorio surgió de los ritos de la fertilidad, y cuyos sacrificios se alimentaban de los hijos e hijas de tierna edad de sus fieles y adoradores. Durante los sacrificios, los sacerdotes provocaban un gran estruendo de trompetas y tambores, de tal manera que quedasen mitigados los llantos de los sacrificados y resultasen imperceptibles los gritos ante sus acongojados progenitores. Se ha identificado tradicionalmente a Moloch con Baal, y cada vez son más los investigadores que asimilan a éstos con el primer dios de los hebreos, El. En este sentido, los israelitas no pudieron disfrazar una verdad indisimulable en el trasfondo de los textos de las Escrituras, y hoy fehacientemente comprobada, a pesar de la labor de mistificación de las diferentes ediciones, exégesis y traducciones. Era lo que sucedía con la adoración de diversas divinidades y con la práctica de sacrificios humanos más allá, incluso, de la división del imperio de Alejandro y de los comienzos del helenismo. De ello dio fe el hecho histórico acaecido el año 169 antes de nuestra era, cuando, al entrar en el Templo de Jerusalén, Antíoco Epífanes encontró a un hombre dispuesto al sacrificio. Por lo demás, el libro de Jueces había sido sumamente explícito y elocuente al presentar la ofrenda en holocausto que hizo Jefté de su hija virgen, a cambio de que Dios propiciase su victoria sobre los hijos de Amón. Y ello en un tiempo en que ya prácticamente todos los pueblos circundantes habían abandonado este tipo de prácticas rituales:
Y Jefté hizo un voto a Jehovah diciendo: «Si de veras entregas en mi mano a los hijos de Amón, cualquiera que salga de las puertas de mi casa a mi encuentro, cuando yo vuelva en paz de los hijos de Amón, será de Jehovah; y lo ofreceré en holocausto».
Él los venció con una gran derrota desde Aroer hasta la entrada de Minit, veinte ciudades; y hasta Abel-Queramim. Así fueron sometidos los hijos de Amón por los hijos de Israel. Entonces Jefté llegó a su casa en Mizpa. Y he aquí que su hija salió a su encuentro con panderos y danzas. Ella era su única hija.
Una declaración del profeta Amós citada en Hechos de los Apóstoles parece corroborar que los israelitas tuvieron alguna vez un santuario portátil dedicado al dios fenicio-cananeo. Por lo que no debe sorprendernos que, más allá de la normativa establecida en el Deuteronomio, apareciesen en las Escrituras hebreas al menos una decena de relatos que hablaban del sacrificio en holocausto de los hijos de Israel. Citas y referencias de carácter condenatorio, es cierto, dado lo avanzado del tiempo en que se escribieron estos textos, pero sumamente descriptivas del pasado común compartido con fenicios y cananeos. En 2 Reyes, por ejemplo, se narraba el reinado no del todo ortodoxo del judaíta Acaz, quien no demasiado escrupuloso ante los ojos de Yahvé, «anduvo en el camino de los reyes de Israel, e hizo pasar a su hijo por el fuego». Con frecuencia, también, los hijos de la zona norte de Israel, según se narraba en esta misma obra, «hicieron pasar por fuego a sus hijos y a sus hijas, practicaron los encantamientos y las adivinaciones, y se entregaron a hacer lo malo ante los ojos de Jehovah, provocándole la ira». Y el rey judaíta Manasés, que continuó los pasos descarriados de algunos de sus predecesores, «edificó altares a todo el ejército de los cielos en los dos atrios de la casa de Jehovah. Hizo pasar por el fuego a su hijo, practicó la magia y la adivinación, evocó a los muertos y practicó el espiritismo».
La letra pequeña de los testimonios de los profetas resulta hoy sumamente esclarecedora: porque «los hijos de Judá han hecho lo malo ante mis ojos», aseguraba Yahvé en el texto de Jeremías. «Han puesto sus ídolos abominables en el templo que es llamado por mi nombre, contaminándolo. Han edificado los lugares altos del Tofet, que están en el valle de Ben-hinom, para quemar en el fuego a sus hijos y a sus hijas, cosa que no les mandé». Por tanto, concluía Yahvé: «He aquí que vendrán días en que no se dirá más Tofet, ni valle de Ben-hinom, sino Valle de la Matanza. Y los cadáveres de este pueblo servirán de comida a las aves del cielo y a los animales de la tierra». Ante lo cual, el testimonio de Ezequiel condenaba alegóricamente a toda la nación de Israel: «Además de esto, tomaste a tus hijos y a tus hijas que me habías dado a luz, y los sacrificaste ante ellos para que fuesen consumidos. ¿Eran poca cosa tus prostituciones? Pues degollaste a mis hijos y los diste para hacerlos pasar por el fuego ante ellos. En medio de tus abominaciones y de tus prostituciones, no te acordaste de los días de tu juventud, cuando estabas desnuda y descubierta, revolcándote en tu sangre».
Como vemos, el tono bíblico con el que se abordaban los sacrificios humanos resultaba generalmente condenatorio, como todo aquello referido a la mitología cósmica, pero muy ilustrativo de una realidad insoslayable que no pudo ocultarse; pues repetimos que el texto de las Escrituras fue fruto de una elaboración muy tardía en relación a los supuestos acontecimientos que se narraban. En este sentido, y lejos de una lectura superficial y piadosa de la Biblia, James G. Frazer llegó a proponer incluso la hipótesis del sacrificio de los primogénitos cananeos como un rito sangriento de procedencia genuinamente israelita. En esta línea, y quizá abandonado a un exceso de audacia interpretativa, el antropólogo de origen escocés pudo afirmar: «Cuando recordamos que los israelitas pertenecían al mismo tronco semítico del pueblo al que “conquistaron” y al que abiertamente despreciaban, y que varias ramas de la raza semítica practicaron el sacrificio humano, quizá nos sintamos inclinados a pensar que fue el pueblo elegido el que tal vez trajo consigo a Canaán las semillas que más tarde germinaron y dieron tan atroces resultados». Pero no hace falta llegar tan lejos, sobre todo teniendo en cuenta que hoy empezamos a conocer que los israelitas, si dejamos de lado el primitivo origen nómada de las migraciones semitas occidentales, jamás hasta la época persa y helenística traspasaron los dominios geográficos de su franja mediterránea; y que solo viajaron como deportados, bien por los asirios a Nínive en el siglo octavo, bien por Nabucodonosor a Babilonia en el siglo sexto, o a través de la imaginativa historización de sus propios mitos y leyendas. Basta con que admitamos los sacrificios y los rituales primitivos hebreos como algo contextualizado y perfectamente indiferenciado de las tradiciones y hábitos culturales de los pueblos semitas circundantes de la costa mediterránea oriental. «Pues al reunir sus tradiciones —concluía Frazer—, y observar con cuánta precisión encajan, y éstas con la costumbre hebrea de sacrificar a sus primogénitos a Baal o Moloch pasándolos por el fuego, resulta difícil oponerse a la conclusión de que los israelitas sacrificaban a sus hijos primogénitos regularmente».
Todo lo cual nos permite deducir que la redención de los primogénitos por la muerte del cordero, expresada en la institución de la Pascua (formalmente reformada y expresada en una nueva concepción de la temporalidad y de la historia), fue la manera de mitigar, muy posteriormente, una antigua costumbre sacrificial que había sido norma durante siglos. En las Escrituras hebreas encontramos, no obstante, tres líneas sustitutorias diferentes de los antiguos ritos cosmológicos y de los sacrificios humanos; tres líneas relacionadas con el mito y el ritual de la muerte del Rey Sagrado y la fiesta del Año Nuevo (coincidente con la Pascua); todas ellas muy influidas, en tiempos históricos, por la cultura mesopotámica, y que se convirtieron, más tarde, en base argumental del futuro mito cristiano: la tradición del Chivo Expiatorio, contenida en el Levítico y en Ezequiel; la tradición del Siervo Sufriente de Isaías y la tradición del Cordero pascual contenida en Jeremías. Todo ello sin menosprecio de las misteriosas palabras de Zacarías referidas a la muerte de un dios «traspasado» al que debían llorar los habitantes de Jerusalén: «En aquel día sucederá que buscaré destruir a todos los pueblos que vengan contra Jerusalén. Y derramaré sobre la casa de David y sobre los habitantes de Jerusalén un espíritu de gracia y de súplica. Mirarán al que traspasaron y harán duelo por él con duelo como por el hijo único [unigénito], afligiéndose por él como quien se aflige por un primogénito. En aquel día habrá gran duelo en Jerusalén, como el duelo de Hadad-rimón, en el valle de Meguido».
Ha llamado desde siempre la atención de los historiadores y de los exégetas de las Escrituras hebreas la perseverancia, rotundidad y hasta la violencia verbal con que los profetas de Israel combatieron las influencias religiosas cananeas y las manifestaciones de la antigua religiosidad cósmica. Testimonios calificados y denunciados por los fieles servidores de Yahvé como «la idolatría por excelencia», que, sin embargo, y como sabemos, no dejaban de estar presentes en los textos bíblicos en un buen número de pasajes y en los orígenes cananeos del pueblo judío. En este sentido, y lejos de toda exclusividad, el judaísmo no se diferenció en nada de la acción cultural de los demás pueblos de su entono geográfico. Estuvo sometido a una interacción constante con sus vecinos y a todo tipo de influencias externas; en origen, practicó la religiosidad cósmica, y la pretendida originalidad de su filosofía de la historia (sagrada) no fue muy probablemente más que una herencia del zoroastrismo asimilada en los dos siglos de dominación persa sobre Jerusalén y Judea (539-332). Pero asunto bien diferente, sin embargo, fue la imagen de la construcción nacional que pretendieron ofrecer los sucesivos redactores de los textos bíblicos tras la liberación del cautiverio de Babilonia por Ciro el Grande. «Pues, a decir verdad, nunca sufrió la religiosidad cósmica ataques tan violentos como en la Biblia. Los profetas lograron vaciar la naturaleza de toda presencia divina. Sectores enteros del mundo natural (los “lugares altos”, las piedras, las fuentes, los árboles, etc.) recibieron el calificativo de “impuros”, ya que fueron manchados por el culto de las divinidades cananeas de la fecundidad. Y la región “pura” y santa por excelencia fue únicamente la del [mítico] desierto, ya que allí se mantuvo Israel en una fidelidad perfecta a su Dios».
Como luego veremos, el judaísmo surgió de la construcción de sus textos y no de una revelación fabulosa, pues las tablas de la Ley no fueron sino un trasunto de las tablas de la ley de Hammurabi recibidas de Shamash. El cautiverio de Babilonia y su liberación se convirtió en una cuestión clave, desde mi punto de vista, que transformó, tras la inevitable influencia persa, el eterno estatismo de la temporalidad cósmica cananea (de carácter circular) en historia sagrada del pueblo de Israel (de carácter lineal), ya fuese historia real, historia fabulosa o historia mítica: la manifestación de la voluntad de Yahvé en la línea de sucesión del tiempo, que se inició, según los textos, con la instauración de la Pascua y el comienzo del éxodo por el desierto, y se proyectó dinámicamente hacia un futuro que anunciaba bien la conquista de Canaán, bien la posterior venida del Mesías salvador o bien la última escatología del fin de los tiempos y de la resurrección. Por eso, hoy debemos entender «el desierto» no como aquel espacio de dudoso tránsito bíblico, tal y como han revelado las últimas investigaciones arqueológicas, por el que muy difícilmente pudieron deambular las ingentes masas humanas de israelitas procedentes de Egipto; ni siquiera como un mito fundacional, aunque en parte lo sea en realidad, sino como la alegoría que establecía la «diferencia» y la «exclusividad» (la «pureza») de la religión y la historia sagrada de Israel frente los pueblos vecinos de su misma raza, condición y cultura.
Pero lo cierto fue que, en origen, Israel se diferenció muy poco o nada de las naciones circundantes, de acuerdo a un buen número de datos contenidos en las páginas de las Escrituras. Identidad cultural que se acentúa aún más si reparamos en los mecanismos ocultos de los fundamentos de su filosofía de la historia, a través de los cuales los mitos cananeos primigenios (los mitos cósmicos) fueron transformados en historia del «pueblo elegido». «En la conciencia del pueblo hebreo —comentaba Eliade— la victoria cosmogónica [sobre el dragón o la serpiente] se convertía en la victoria sobre los reyes extranjeros presentes y por venir. La cosmogonía justificaba el mesianismo y el apocalipsis, y echaba así las bases de una filosofía de la historia». Una filosofía que, desde la liberación del cautiverio de Babilonia por Ciro el Grande, una vez adoptados los cánones persas de la estructura lineal del tiempo, y hasta la segunda destrucción de Jerusalén a finales del siglo primero de nuestra era, sería incapaz de entender los mitos en su verdadera dimensión (la eterna repetición), para convertirlos en acontecimientos «históricos» irrepetibles y únicos guiados por la voluntad de Yahvé. O lo que es lo mismo: la derrota de las fuerzas cósmicas enemigas del orden y su victoria anual sobre ellas terminaba convirtiéndose en la Biblia en guerra y victoria sobre sus vecinos filisteos y cananeos, dentro de un contexto más amplio que transformaba todos los mitos en acontecimientos de la historia.
Las Escrituras contienen, no obstante, un buen número de pasajes en los que, lejos de las visiones oníricas de un éxodo poco probable o de una historia altamente inverosímil, ponen a las claras un pasado mítico compartido y hasta indiferenciado de los pueblos fenicio-cananeos de la vecindad. Es lo que ocurre en realidad con los mitos y ritos de regeneración temporal del año nuevo; con los ritos de expiación y purificación a través del Chivo Emisario (humano o animal), o con los ritos propiciatorios, en los que, muy lejos de las primicias agrícolas o ganaderas, se ofrecían a los hijos primogénitos en holocausto para aplacar la ira de dios (o de los dioses): hijos de la divinidad por haber sido engendrados en el templo a través de la fecundación de sus madres por el sacerdote de turno o el extranjero, según establecía la tradición semítica de todo el Medio Oriente. Por lo demás, el palimpsesto que esconde la Biblia no ha podido eliminar tampoco el mítico combate y la victoria de la divinidad sobre el monstruo o dragón marino Rahab, que encarnaba el caos primigenio en todas las culturas protohistóricas, y que algunos autores han identificado con un lejano ceremonial israelita del año nuevo. «Recientes investigaciones han apartado los elementos rituales y las implicaciones cosmogónico-escatológicas de los Salmos y han mostrado el papel desempeñado por el rey en la fiesta de año nuevo, que conmemoraba el triunfo de Yahvé, jefe de las fuerzas de la luz, sobre las fuerzas de las tinieblas: el caos marino o monstruo primordial Rahab. A ese triunfo seguía la entronización de Yahvé como rey y la repetición del acto cosmogónico. La muerte del monstruo Rahab y la victoria sobre las aguas (que significa la organización del mundo) equivalían a la creación del cosmos», que estaba presente en todas las culturas primitivas.
Ya hemos visto que en el Akitu (Zagmuk) babilónico se reactualizaba el combate de Marduk con el monstruo marino Tiamat, que conmemoraba la batalla del principio de los tiempos que había puesto fin al caos primordial. Y lo mismo ocurría entre sus predecesores acadios, quienes conmemoraban anualmente el combate del dios Ninurta con el monstruo Asag/Asaku. Entre los antiguos egipcios el mito cosmogónico aparecía personificado por la lucha del dios Ra con la serpiente Apofis. Y entre los pueblos arios encontramos también numerosos ejemplos, como el de la lucha de Indra y el dragón Vritra en la India; el combate del héroe iranio Thraetaona con el dragón tricéfalo Azi Dahaka, o la lucha de Zeus con el gigante Tifón. Entre los hititas, el combate ejemplar entre el dios del huracán Teshub y la serpiente Illuyankash era recitado y reactualizado en cada ciclo anual dentro de las celebraciones del nuevo año. Y éste fue también uno de los temas recurrentes en la mitología ugarítica, donde el dragón primordial recibía el nombre de Lotán (Lawtán) y era descrito como dotado de siete cabezas.
Uno de los rasgos más característicos de la mitología semita occidental descansaba en el papel desempeñado por la divinidad en la creación del mundo, manifestado tras el combate con el dragón primigenio en las aguas turbulentas del caos originario. Dios despedazaba al monstruo marino y con sus fragmentos creaba el mundo, sirviéndose del caos para la construcción del cosmos. Motivos míticos que reaparecieron, como vemos, en diversos pasajes de las Escrituras, como el que aludía a Rahab o aquel otro en que el dragón derrotado por Yahvé tenía el nombre de Leviatán, de claras evocaciones ugaríticas (Lotán, Lawtán), y que era descrito también como dotado de varias cabezas y descuartizado por la divinidad. Lo singular e interesante, sin embargo, del relato bíblico era que «presentaba el final de la batalla como una victoria de Yahvé sobre sus enemigos, a la que seguía su acción creadora del mundo (Génesis y muchos otros pasajes). […] No obstante —puntualizaba Geo Widengren—, nos contentaremos con decir que todo el relato de la creación en el Génesis era absolutamente cananeo».
Y no hay que olvidar tampoco que en el Éxodo se dictaban los preceptos para la celebración de los ritos de nuevo año, la fiesta llamada de los Tabernáculos (Sucot), que se celebraba el decimoquinto día del séptimo mes (Tishréi); es decir, cinco días después del Yom Kipur y su ceremonial del Chivo Expiatorio, fecha en la que se toleraban todo tipo de excesos y comportamientos carnavalescos y equivocados. «Ahora bien, es difícil separar esos dos momentos: la eliminación de los pecados de la colectividad (ceremonial del «chivo emisario») y la fiesta del año nuevo; sobre todo si se tiene en cuenta que, antes de la adopción del calendario babilónico, el séptimo mes era el primero del calendario israelita». Es decir, que, al igual que en las demás culturas locales circundantes, los ritos de regeneración anual del cosmos y los ritos de expiación de impurezas y pecados (la purificación por el Chivo Expiatorio, la vivificación de las energías del soberano y la repetición del acto cosmogónico o creación del mundo) resultaban indesligables de la institución ritual del Año Nuevo. Incluso, tiempo después, con la adopción del calendario mesopotámico tras el cautiverio de Babilonia, el año nuevo judío terminaría coincidiendo, en el mes de Nisán, con la celebración de la Pascua judía en primavera. Y ya hemos reiterado que entre los arcaicos ritos de esta celebración cíclica se encontraba el asesinato expiatorio y regenerador del Rey Sagrado en cualquiera de sus modalidades, que con la creación de la Pascua se transformaría en el sacrificio del cordero.
Pero si la institución del Chivo Expiatorio aparecía claramente perfilada en el texto bíblico, otros ritos sacrificiales demandaban ser comparados y medidos con arreglo a la tipología sacrificial del contexto cultural sirio y cananeo. De esta forma fue como Helmer Ringgren llegó a la conclusión de que existían profundas analogías entre la terminología hebrea y la terminología sacrificial ugarítica. «En los textos ugaríticos encontramos, aparte del término genérico dbh, que correspondía al hebreo zebah, sacrificio (animal), diversos términos específicos como, por ejemplo, šlm, kll y šrp, los dos primeros de los cuales correspondían —lingü̈ísticamente al menos— a los hebreos šelāmim, «ofrenda pacífica», y kālil, “sacrificio completo”, mientras que el último correspondía al sacrificio consumido por el fuego u holocausto». Y algo muy parecido ocurría con los textos fenicios, según este autor: «Los textos púnicos aludían también a tres categorías principales de sacrificios: kalil, sewa’at y šelem kalil. De estos tres términos, dos tenían equivalente lingüístico en hebreo, pero, según parece, los significados no eran los mismos en las dos lenguas. Kalil sería un “sacrificio completo”, sewa’at parece ser una especie de sacrificio propiciatorio, mientras que šelem kalil podría ser un sacrificio “conclusivo” o “sustitutivo”. Los textos púnicos mencionaban también el sacrificio ‘olat, que correspondía al término hebreo que traducimos por “holocausto”».
Geo Widengren, por su parte, llegó más lejos y estableció una tipología sacrificial en el antiguo Israel sustentada a través de dos extremos: un sacrificio de las primicias, por un lado, y el holocausto, por otra, considerado como un don total a la divinidad. «Había, sin embargo, un tipo diferente de sacrificio, el banquete sacrificial, en el que tomaban parte a la vez Dios y sus adoradores. El nombre común de un sacrificio unido a uno de estos banquetes era el de zebah, término que aludía a que algo había sido degollado (zābah, “degollar”). Resultaba más bien difícil precisar el significado del término šelem, excepto que consistiera en el degüello de una víctima acompañada de un banquete sacrificial. Y es probable que su finalidad consistiera en mantener la armonía, «paz» (šālōm) en el cuerpo social». Además, según este autor, el sacrificio podía tener también carácter expiatorio; pues cuando la divinidad estaba irritada y su ira causaba estragos, el hombre se veía obligado a aplacarla ofreciéndole el denominado «sacrificio por el pecado (o la culpa)». «El término general que significaba “expiar” era kipper, que, sin embargo, no aparecía en los textos primitivos; por lo que parece tratarse de un término tomado del lenguaje cultual de Asiría y Babilonia. […] El que durante este período se sacrificaran a Yahvé los primogénitos implicaba también la práctica de los sacrificios humanos, comunes en Canaán, en honor de Yahvé».
Sorprendentemente, y a excepción de las ofrendas individuales, toda la institución de los ritos sacrificiales judíos giraba en torno a las celebraciones del año nuevo, como en las religiones cananeas y mesopotámicas, ya se tratase del comienzo del año que se correspondía a la creación del mundo y al primitivo calendario (mes de Tishréi) o al comienzo del año en primavera adoptado tras el cautiverio de Babilonia (mes de Nisán). En el primero, correspondiente a septiembre-octubre, se celebraba el Día de la Expiación y la fiesta de los Tabernáculos. Y en el segundo, correspondiente a marzo-abril, fecha del comienzo del año mesopotámico, tenía lugar la celebración de la Pascua, cuyo sacrificio del Cordero terminaría siendo adoptado por los cristianos de la Iglesia de Roma como símbolo del mítico sacrificio ritual y de la sangre de Cristo.
La turbación de los padres de la Iglesia de los siglos segundo y tercero no pudo dar respuesta coherente a las sorprendentes semejanzas que encontraron entre la religión de Mitra y el cuerpo de sus doctrinas, todavía heterogéneas y en proceso de formación. No dudamos de que la posición adoptada por Justino, que luego se convertiría en canónica entre los venerables padres de la Iglesia, en el sentido de que aquellas analogías paganas respondían a una anticipación en el tiempo de la obra del diablo («anticipación diabólica»), pudo resultar de suma utilidad en unos tiempos de credulidad, superchería e ignorancia; pero lo cierto es que, a partir del Renacimiento, la Reforma y la Ilustración europea esta idea terminó provocando no tanta hilaridad como compasión y misericordia. Si de verdad los padres de la Iglesia hubieran conocido el verdadero sistema de «alcantarillado» y los vasos comunicantes (la base material) del desarrollo de la historia, este punto de vista de Justino los hubiera llevado a conclusiones muy diferentes y contrarias a la formulación de sus dogmas. Pero, lejos de un proceso histórico de relaciones en continuo cambio y transformación, lo que estos «benditos» eclesiásticos descubrieron a su alrededor fue una serie de fenómenos aparentemente aislados e inconexos, sostenidos bajo la idea de la creación del mundo y el pecado de Adán, y encajados a machamartillo dentro de una ideología esclerotizada tomada del gnosticismo y del más pedestre judaísmo, que, muy en líneas generales, actualizaba el esquema de «salvación» de la metafísica del platonismo.
En el fondo, debía producir escalofríos la soteriología que la presencia de Mitra suscitaba por todos los rincones del Imperio, expresada en los mismos términos que lo hacían los propagandistas de Cristo; con el mismo cielo y el mismo infierno en el horizonte ultraterreno; similares ritos e idéntica escatología del fin de los tiempos, del juicio final y, según algunos autores, de la resurrección de los muertos. Desde finales del siglo tercero, por lo demás, los dos sistemas salvacionistas (cristianismo eclesiástico y mitraísmo romano) celebraron el nacimiento de su respectivo redentor (enviado por Dios a la tierra) el mismo día veinticinco de diciembre, como nacimiento del sol invencible. Tantas y tan profundas fueron, en definitiva, las analogías y las semejanzas entre uno y otro sistema de salvación que el ágape y el signo marcado en la frente de los mitraístas fueron asociados por los obispos con la eucaristía cristiana y con el rito de la signatio eclesiástica, el símbolo con el que se consumaba el sacramento del bautismo.
Decimos que los padres de la Iglesia observaban el mundo desde una mera superficie «fenoménica», a pesar de su platonismo, porque, si bien es cierto que se hallaban inmersos en la concepción lineal del tiempo que venían patrocinando el judaísmo postexílico y los hitos de la literatura apocalíptica (creación del mundo, juicio final, fin de los tiempos y definitiva llegada reino), carecían de los elementos de juicio necesarios como para descubrirse a sí mismos y a sus doctrinas formando parte de un proceso de transformación y continuo cambio cultural. No digamos ya para descubrir los orígenes y las líneas de evolución de su ideología, de sus dogmas y creencias, que ignoraban por completo. Su «conciencia de la historicidad», exactamente igual que la de la religión mazdeísta, no fue otra que la derivada de la mitología del tiempo lineal escatológico, que debía concluir con la salvación o la condenación de los hombres, para dar paso al fin de los tiempos y al «reino de Dios» en la doctrina cristiana y al «reino del espíritu» en la religión de Zoroastro. Todo lo cual nos sitúa ante una interrelación cultural y religiosa en la que creo necesario insistir, una vez más, si queremos entender el proceso de cambio permanente experimentado por los diversos judaísmos del periodo del Segundo Templo, muy particularmente su etapa final en la que surgieron el gnosticismo cristiano y el cristianismo romano de la Iglesia.
Según Meyer y Reitzenstein, y más recientemente Widengren, Boyce, Hultgård, Hinnells y otros integrantes de la corriente conocida como «Historia de las Religiones» (Religionsgeschichtliche Schule), las analogías entre las antiguas tradiciones persas zoroastrianas y la escatología apocalíptica judeocristiana no solo fueron una evidente consecuencia del influjo iranio sobre el mundo judeohelenístico, qumranita y cristiano, sino que tales influencias se retrotrajeron, en algunos casos, a la antigua tradición de los aqueménidas persas y a la liberación del cautiverio de Babilonia. No hay que olvidar que Ciro el Grande, «mesías-cristo» de Israel y rey de los medos y los persas, liberó a los israelitas del cautiverio de Nabucodonosor en Babilonia, ofreciéndoles dos siglos de paz y prosperidad dentro de las demarcaciones fronterizas de su imperio, hasta la llegada de las tropas de Alejandro.
Otros autores, como Benveniste y Eliade tampoco dudaron a la hora de constatar que numerosas ideas religiosas, que durante siglos hemos considerado originales creaciones del cristianismo o del judaísmo, fueron «descubiertas, revalorizadas y sistematizadas» dentro del antiguo universo simbólico de la cultura y de la religión indoirania de Zoroastro. «Recordemos únicamente las más importantes de ellas: la articulación de diversos sistemas dualistas (dualismo cosmológico, ético y religioso); el mito del Salvador; la elaboración de una escatología «optimista», en la que se proclamaba el triunfo definitivo del bien y de la salvación; la doctrina de la resurrección de los muertos; muy probablemente, algunos mitos gnósticos, y finalmente, la mitología del magus, reelaborada durante el Renacimiento».
En cuanto a ciertas analogías de envergadura, no hay que olvidar tampoco que el zoroastrismo (o primitivo mazdeísmo), que situaba a Ahura Mazda (Ahura Mazdā) en el dominio de la transcendencia frente a la inmanencia de su creación, fue la primera religión revelada desde el «exterior» del cosmos y la primera religión de salvación de la historia, llegando a ser considerada por algunos autores como la primera «religión del libro» (Avesta). La religión reformada de los antiguos ariófonos persas presentaba un dios Padre creador, bueno, omnipotente y omnisciente (Ahura Mazda); describía el mito del juicio final, del fin del mundo y de la resurrección de los muertos, como fundamentación de su ética y de su moral; tras la muerte, ofrecía la recompensa o el castigo, el cielo o el infierno; instituía el rito de la confesión de los pecados; entre los espíritus auxiliares de Dios se encontraban los santos benefactores (ángeles y arcángeles) y los daēuua (demonios) o espíritus del mal; Angra Mainyu anticipaba la figura de Satanás; su doctrina participaba de los mitos del hombre primordial, Gayōmart, y de la primera pareja humana, Masye y Masyane (Mašīa y Mašīānag), equivalentes a Adán y Eva; poseía una antiquísima noción del «pecado original»; y el «espíritu santo» (Spenta Mainyu), junto al Padre, facilitaba los buenos pensamientos, las buenas palabras y las buenas obras que debían permitir la salvación (del «cuerpo» y el alma) tras la muerte.
Con este objetivo, Ahura Mazda enviaba al salvador Saoshyant (Saošiiant) a la tierra, quien debía nacer de una virgen en una gruta y ser anunciado por la luz refulgente de una estrella, antes de redimir a la humanidad tras la batalla escatológica del fin de los tiempos. Todo ello, dentro de una doctrina que ponía también en juego uno de los muchos antecedentes del dogma de la «santísima trinidad», recreado éste al final de la dinastía aqueménida e integrado, como reconoce la epigrafía superviviente, por Ahura Mazda, Mitra y Anahita.
Por lo demás, el mazdeísmo zoroastriano ofrecía al transcurso del tiempo (como el judaísmo y el cristianismo) un carácter lineal (y no circular, como ocurría con los indoeuropeos de la India o los de la Grecia arcaica); una línea situada entre los dos puntos determinados por la creación del mundo y el juicio final, que debía dar lugar a la renovación y a la vuelta a la edad de oro de los bienaventurados y los benditos. Se trataba además de una religión que presentaba, en principio, todos los rasgos del monoteísmo; de carácter sacramental, y dirigida al «pueblo elegido» (la comunidad de los justos): un grupo iniciático integrado por aquéllos que habían recibido la investidura de la túnica sagrada y el cíngulo, y a cuya descendencia, al margen de todo proselitismo, le correspondía la continuidad de una tradición espiritual heredada de la familia.
La herencia persa del judaísmo helenístico de finales del Segundo Templo.
La sabiduría, la espiritualidad y la santidad fueron simbolizadas en el mazdeísmo, al igual que en la India antigua, por la más intensa luminosidad, asociada esta luz al fuego y opuesta a las tinieblas del mal y de la ignorancia. Y de la misma forma que la doctrina de las Upanishads asimilaba el ātman a la luz interior del «sí-mismo», en el Bundahishn se identificaba el alma con la «luz de la gloria» y la «luminiscencia divina» (xvarna). Por lo que no hay duda de que los persas convirtieron en manifestaciones de Dios «las epifanías de la luz, y en primer lugar, la aparición de una estrella sobrenatural, signo anunciador por excelencia del nacimiento del Cosmocrátor y Salvador»: el niño Dios, el «Hijo de la Luz», el «Viviente» y el «Apóstol de la luz». En este sentido, la gran diferencia, quizá, con la India antigua fue el grado de radicalidad al que las especulaciones teológicas mazdeas llevaron el enfrentamiento entre la luz y las tinieblas, de gran repercusión en determinados grupos sectarios del judaísmo y del cristianismo; además, claro está, de la especificidad de la figura del salvador zoroastriano. «Según las tradiciones iranias, el xvarna que brillaba por encima de la montaña sagrada era el signo anunciador de Saoshyant, el redentor milagrosamente nacido de una virgen y de la simiente de Zoroastro».
En la teología del mazdeísmo tardío y degenerado, el fin del mundo y la renovación universal eran fruto también de un sacrificio escatológico: la muerte del toro Hathayos a manos del Salvador, nacido milagrosamente en una cueva y anunciado por una estrella. Los textos pahlevis, muy posteriores a Zoroastro, evocaban con todo lujo de detalles este sacrificio final, que debería ser oficiado por Saoshyant, y en el que participaban Ohrmazd (Ahura Mazda) y los Amesha Spenta; tras el cual, debían resucitar los seres humanos para entrar en la bienaventurada inmortalidad, al tiempo que el universo cósmico encontraba su final a través de un proceso de radical regeneración. Se trataba de la renovación final y de la inauguración del reino definitivo del bien («la edad de oro», «el reino del espíritu» o «el reino de dios»: una nueva creación indestructible, pura e incorruptible, donde la materia no se extinguía, se transfiguraba y restauraba, y donde morían el mal y la mentira), que aparecían prefiguradas ya en la liturgia y en la doctrina de Zoroastro.
Según Duchesne-Guillemin, la creencia en los salvadores venidos del cielo evolucionó de manera importante tras la desaparición de la figura de profeta reformador. Se esperaba, de acuerdo a la tradición legendaria, que Zoroastro retornase a la tierra, si no personalmente, sí al menos bajo la forma de alguno de sus tres hijos (los dos primeros como profetas anunciadores del tercero y definitivo salvador, Saoshyant), que vendrían a salvar el mundo y a concluir la obra de la «historia sagrada» hasta su consumación final. Éstos nacerían a intervalos de mil años del propio semen del profeta, milagrosamente conservado en el lago Kansaoya, y de tres vírgenes, que debían concebir al salvador al bañarse en dicho lago; con lo que se pondría en marcha el último acto de la existencia temporal del mundo y se daría paso a la frashokereti (frašō.kərəti), transfiguración o renovación escatológica final. Esto ocurriría en los tres últimos milenios de un periodo de doce mil años, y el último de estos enviados, Astvatereta (Astvaṱ.ǝrǝta), o «el que encarna la justicia», sería el verdadero protagonista del fin: el Saoshyant por antonomasia y definitivo salvador.
En los Gāthās, los himnos más antiguos del Avesta, el término «salvador» parece que se utilizó en referencia a la propia misión del profeta, por lo que «Saoshyant» pudo haber sido un término originariamente aplicado al mismo Zoroastro, ya que no se hacía referencia a ningún enviado futuro en estos textos primigenios. Hemos de reconocer que el argumento de la venida al mundo de Saoshyant (y su intervención en la historia sagrada) se trataba únicamente de manera sistemática en los libros pahlevi, algo tardíos. Pero, como reconoce Duchesne-Guillemin, podemos llenar el vacío de varios siglos que media entre estos libros de época sasánida y el primitivo Avesta de Zoroastro recurriendo a testimonios exteriores, especialmente a documentos helenísticos y latinos. Los Libros Sibilinos, el Oráculo del Alfarero (un texto egipcio redactado en griego), los Oráculos de Histaspes (un apocalipsis iranio escrito también en griego) y la Cuarta Égloga de Virgilio fueron extraordinarios testimonios de la difundida idea, durante los dos últimos siglos antes de nuestra era, de la venida de un rey salvador procedente del cielo o del sol. Una figura que fue identificándose, de manera paulatina, con la del antiquísimo dios Mitra, como salvador y mediador con la divinidad; lo que terminó haciéndose patente, por complejos y oscuros derroteros, al extenderse su culto por todos los dominios de la Roma imperial bajo el formato de una religión mistérica oriental. Sin olvidar, como veremos más adelante, que ciertos sectores judíos imbuidos de ideología apocalíptica identificaron en el siglo primero antes de nuestra era al salvador de la escatología persa con el mesías («cristo») de la casa de David anunciado por los profetas; con el «hijo de hombre» anunciado por Daniel o con ambas figuras a la vez; cuando no, y de manera particular, con el rey de justicia Melquisedec o con las figuras veterotestamentarias de Henoc, Esdras, Elías, Josué, etc.
Existe también la convicción de que la figura del Saoshyant iranio fue, ni más ni menos, que un equivalente cultural o «una transmutación del Visnú hinduista, que aún hoy aparece en el templo de Rama representado en figura del Salvador o Conservador, correspondiente a su décima encarnación (Kalki-Avatar)». No en vano, sorprende realmente, tal y como luego descubriremos en la literatura apocalíptica irania, helenística y judía, que esta décima encarnación de Visnú apareciese en los textos como «un guerrero armado de todas armas, que cabalgaba en un caballo blanco y blandía sobre su cabeza la cortante espada, mientras con la mano izquierda sostenía un escudo formado de anillos concéntricos». Y muchísimo más sorprendente e increíble todavía resulta encontrar la misma figura en determinados pasajes del Nuevo Testamento alusivos a Cristo: «Sus ojos eran como llama de fuego. En su cabeza tenía muchas diademas, y tenía un nombre escrito que nadie conocía sino él mismo […] De su boca salía una espada aguda para herir con ella a las naciones […] Vi a un ángel que estaba de pie en el sol…». «Y miré, y he aquí un caballo blanco. El que estaba montado sobre él tenía un arco, y le fue dada una corona; y salió venciendo y para vencer».
Según las doctrinas desarrolladas tardíamente sobre la base del mazdeísmo primitivo, el fin del mundo y la resurrección de los muertos debían producirse tras el sacrificio oficiado por Saoshyant. Un sacrificio escatológico que reiteraba, en cierto sentido, el sacrificio cosmogónico de los tiempos primigenios; de ahí que éste tuviese también un efecto «creador» y «regenerador», dando lugar a la felicidad eterna del «reino de dios». «La resurrección, y su corolario, la indestructibilidad de los cuerpos, desarrollaba audazmente el pensamiento de Zoroastro. Se trataba, en definitiva, de una nueva concepción de la inmortalidad». Así, con el desempeño de la función del salvador Saoshyant en este acto final de la historia sagrada, se retomaba la vieja idea de la restauración del sacrificio cosmogónico, ahora ejecutado también a través del sacrificio del toro. «Pues, como un eco de la muerte del toro primordial por Ahrimán, el toro Hathayos era sacrificado [por Saoshyant]; de su grasa y de su médula, así como del blanco haoma, se fabricaría una bebida que se ofrecería a los hombres recién resucitados, para asegurarles la inmortalidad».
Es decir, la muerte del toro primordial por Ahrimán se correspondería, de alguna manera, con el sacrificio escatológico final del buey (o toro) Hathayos a manos del enviado celestial (Saoshyant, Mitra, etc.), marcando así el inicio de una nueva creación inspirada en la beatitud y en la luz de la transcendencia. De esta forma, el brebaje preparado con los despojos del animal sacrificado haría inmortales a los humanos, encabezados por el primer hombre, Gayōmart, quien sería el primero en resucitar. Si bien se repetirían los combates que habían tenido lugar en el principio de los tiempos… Los ejércitos del bien y del mal se enfrentarían en la batalla final, dentro de la cual cada combatiente tendría un adversario preestablecido. De esta forma, los malvados Ahrimán (Angra Mainyu) y Az serían los últimos en caer bajo la fuerza combativa de Ohrmazd (Ahura Mazda), de Sroz y de todo el ejército de los espíritus bienaventurados. Finalmente, en el día del juicio, Saoshyant culminará la victoria sobre el mal en una batalla final y definitiva, pero en ese tiempo el hombre habría sido transfigurado y no necesitaría ya ni bebida ni un trozo de pan.
Ya hemos dicho que la creencia en la resurrección de los muertos fue muy antigua, pero se proclamaba de forma clara en el Yasht 19.11-89, que hablaba de ello en relación a la venida y a la encarnación del Saoshyant anunciado por Zoroastro. La resurrección se enmarcaba, por lo tanto, en el contexto escatológico de la transformación final, que implicaba además el juicio universal y el acceso definitivo al «reino» de la luz y de la pureza divinas. Y no debemos perder de vista, como también se ha dicho, la dimensión ética que llevaba consigo esta visión apocalíptica, ya que, en última instancia, en la potestad de elegir entre el bien y el mal estribaba la facultad que confería al hombre la posibilidad de asegurar la salvación y la felicidad en el más allá.
Fue precisamente esa dimensión ética lo que terminó otorgando a la religión de Zoroastro un valor «universal» (a pesar de estar dirigida a un grupo de «elegidos») que, sin duda, podemos calificar de revolucionario, si somos capaces de desprendernos de prejuicios religiosos y antirreligiosos, y de situarnos en tiempo y lugar, disociados de los valores y disvalores del mundo contemporáneo. El mazdeísmo persa originario trajo al mundo la primera y rudimentaria noción de libertad humana, y, lejos del dualismo antropológico (cuerpo y alma separados) de Platón, de Plotino y del gnosticismo cristiano, propugnó un dualismo ético mitigado de gran repercusión histórica y cultural: un dualismo «optimista», pero de tal profundidad que contribuyó, en gran medida, a ofrecer una nueva y más rica dimensión al monismo antropológico del judaísmo tradicional, al tiempo que creaba las bases de uno de los pilares fundamentales de la posterior doctrina eclesiástica. Una concepción de base que trasladó al terreno fáctico la idea de libertad (elección) frente a la idea de fatalidad (predeterminación astral) que practicaron la astrología helenística y ciertas vulgarizaciones del estoicismo grecorromano. Según recogía Duchesne-Guillemin del Videvdat pahlevi, para la religión de Zoroastro «lo material estaba de acuerdo con el hado [planetario]; lo espiritual, estaba de acuerdo con la acción». O, dicho con otras palabras: los iniciados dependerían del hado, de la fatalidad astral, únicamente en cuanto a las cosas corporales y materiales; mientras en el orden espiritual la acción era autónoma y libremente determinada por la voluntad de los miembros de la cofradía de los «pobres», los «amigos», los «sabedores» y los «confederados». Era precisamente en el orden espiritual donde descansaba la posibilidad de la libre elección, y, en consecuencia, la posibilidad de salvación.
Los Oráculos de Histaspes y las primeras visiones de la Iglesia.
Los más eminentes especialistas no dudan en identificar al Mitra de la época de los seléucidas y de los persas arsácidas con el «gran rey del sol» o «del cielo» anunciado como futuro salvador en los Oráculos de la Sibila, de Histaspes y del Alfarero. No en vano, a mediados del siglo primero antes de nuestra era (o quizás antes) comenzaron a difundirse por el Mediterráneo sus cultos y misterios. Esto es así si tenemos en cuenta que la primera referencia explícita a los misterios de Mitra fue establecida en el año 67 antes de nuestra era y se la debemos a Plutarco, sacerdote délfico de finales del siglo primero y principios del segundo. Según el relato de Plutarco, los piratas de Cilicia, que celebraban en secreto los cultos mistéricos de Mitra, fueron vencidos por el romano Pompeyo y, una vez sometidos por Roma, introdujeron estos cultos en el vasto territorio de lo que sería el futuro Imperio. Así fue como dio comienzo una nueva fase de un fenómeno cultural y religioso mucho más antiguo, que conocería un espectacular desarrollo hasta las postrimerías del siglo cuarto de nuestra era.
Por otra parte, la fecha establecida para los Oráculos de Histaspes (siglo segundo o primero antes de nuestra era) nos permite pensar que hacia esa misma época temprana había quedado conformada ya la idea del rey «mesiánico» ajeno al judaísmo, «siempre en relación con un argumento mítico-ritual elaborado en torno a Mitra». Éste es el punto de vista de muchos investigadores, y así lo expuso Geo Widengren, para quien el mito del salvador, tal como aparecía en el Himno de la Perla, de carácter gnóstico, habría quedado completamente elaborado en tiempo de los arsácidas persas.
Digamos que la conformación del mito del Salvador universal fue consustancial al desarrollo de la escatología persa y a su idea del fin de los tiempos, y su evolución e influencia transcultural durante el periodo helenístico se hicieron indesligables de los primeros textos apocalípticos iranios, griegos y judíos. No en otro sentido apuntaban los Oráculos de Histaspes y su imaginería persa, a pesar de estar escritos en griego y de considerarse un producto del sincretismo helenístico del siglo segundo antes de nuestra era. Verdaderamente, nos encontramos ante unos textos pioneros y precursores en su género, que sirvieron, sin duda, de inspiración a la literatura apocalíptica judía y a la apocalíptica pahlevi de la época sasánida.
Está de más afirmar que los primeros autores cristianos vieron en los Oráculos de Histaspes el anuncio de la venida de Cristo a la tierra sobre la idea original de la encarnación y el descenso de Mitra. Justino, por ejemplo, fue el primero en referirse a la divinidad de origen persa, aunque nada dijo del contenido de esta obra; en su Primera Apología, por lo demás, manifestaba ser consciente de que estaba prohibida la circulación de estos Oráculos bajo castigo de pena de muerte. Por su parte, Clemente de Alejandría señalaba que Pablo de Tarso había citado la «profecía» de Histaspes y que recomendaba su lectura. Sin duda, Clemente descubrió entre las admoniciones de esta obra referencias muy directas a la venida de Cristo; pero hemos de tener en cuenta que una versión de los Oráculos había sido «cristianizada» antes de que la obra cayera en sus manos; y en esa versión interpolada y manipulada se aludía explícitamente a Cristo y a asuntos de la conveniencia y el interés de la Iglesia naciente. Finalmente, y ya en torno al año trescientos, Lactancio encontró sorprendentes concomitancias entre sus presupuestos escatológicos y los de los Oráculos, cuyas revelaciones giraban en torno a «la encarnación de un salvador» enviado desde el cielo a la tierra. Digamos que Lactancio, quien resumió un supuesto original de la obra, debió tener ante él un texto sin interpolaciones cristianas, pero que, sorprendentemente, «confirmaba» su propia escatología y doctrina. Todo lo cual resultó de gran utilidad operativa para los padres eclesiásticos, quienes, en función de sus intereses institucionales, amalgamaron sin cortapisas textos judíos, gnósticos y paganos. Como afirmaba Momigliano, «aquí encontramos falsificadores cristianos que utilizaron falsificaciones judías y añadieron las propias, más o menos, con los mismos propósitos: expresar sentimientos antirromanos, esperanzas apocalípticas y reflexiones genéricas sobre la historia pasada, presentada como futura».
Lo cierto del contenido de los Oráculos de Histaspes, que conocemos por referencias indirectas, fue que determinados enemigos de Roma (los súbditos del derrotado Mitrídates del Ponto, probablemente, o los partos y los judíos tras la ocupación romana de Siria y Judea) manejaron en el siglo primero antes de nuestra era los escritos de un apocalipsis redactado en griego, pero perteneciente a la literatura escatológica persa, que atribuyeron a un rey medo anterior a la guerra de Troya, Histaspes (traducción griega de Vīštāspa), y donde se anunciaba que Roma y su imperio serían derrotados y erradicados de la faz de la tierra. Los Oráculos justificaban sus profecías del fin de la República, primero, y luego del Imperio terrenal de Roma por medio de la plasmación de un tiempo escatológico de siete mil años de duración; cada uno de cuyos milenios aparecía regido por uno de los siete planetas. Durante los seis primeros milenios, el espíritu del bien y el espíritu del mal combatían a muerte por la supremacía en el mundo, con un resultado bastante poco satisfactorio para las fuerzas del bien. Todo hacía presagiar una derrota del bien a manos de las tenebrosas fuerzas del mal y de la oscuridad. Pero, al final, cuando los espíritus de la perversidad parecían victoriosos y todo podía darse por perdido, Dios enviaba a la tierra al dios solar Mitra, quien dominaba el séptimo milenio, cesando, de este modo, el poder de los planetas y generando una conflagración universal (ekpyrosis) en la que el fuego aniquilaba el cosmos para dar paso a la vida bienaventurada del reino del espíritu.
Indudablemente, la esperanza escatológica patrocinada por los últimos aqueménidas y los arsácidas en torno a la figura de Mitra, tal y como se insinuaba en este texto, se había convertido en el siglo primero antes de nuestra era en el fundamento de una de las ideologías dominantes del helenismo refractario al expansionismo y la dominación romana; dentro del cual, y de manera muy especial, encontraron satisfacción las tribulaciones y los sinsabores del pueblo judío. Pues, además de las implicaciones éticas y religiosas, y de la transcendencia implícita en la venida del Salvador, en la idea del fin de los tiempos, del juicio final y del triunfo del bien, la espera escatológica se terminó apropiando, o se terminó uniendo, a tradiciones de carácter más inmanente y terrenal. Tradiciones relacionadas bien con el mesías judío, bien con el nacimiento de un emancipador tribal o con la llegada del rey-salvador de la nación: un libertador político asimilado, finalmente, a la simbología y al significado transcendente de Mitra y del mito protognóstico del Hijo preexistente. Digamos que las concepciones tradicionales del rey cosmocrátor de carácter terrenal, mediador entre los hombres y los dioses, se terminaron enriqueciendo en este tiempo con las aportaciones soteriológicas y la trascendencia escatológica de la literatura apocalíptica de origen persa; dando lugar, de esta forma, a mil variantes diferentes de la figura arquetípica del Salvador, dentro de un amplio muestrario que presentaba desde la elemental figura del rey guerrero a la elaborada figura celestial del salvador como un hijo de dios descendido a la tierra.
Mitra y el Salvador de la literatura apocalíptica.
Por supuesto, la figura del mesías judío, fundado en el pacto de la realeza davídica con Yahvé, sería el ejemplo más claro de la fusión de elementos ideológicos pertenecientes al ámbito de la inmanencia mesiánica judía con los elementos provenientes de la escatología y de la soteriología espiritualista de origen persa. Pero, evidentemente, no fue el único caso donde se produjo la fusión de los mitos de determinados libertadores nacionales con los elementos transcendentes de la sagrada escatología irania. La biografía legendaria de Mitrídates Eupator (134 al 63 antes de nuestra era) ilustró admirablemente esta esperanza escatológica: su nacimiento fue anunciado por un cometa; sobre el niño recién nacido cayó un rayo que apenas dejó en su cuerpo una simple cicatriz; la educación del futuro rey estuvo basada en una larga serie de iniciaciones, y al ser coronado, Mitrídates, como tantos otros soberanos, se convirtió en la genuina encarnación de Mitra.
No… Las influencias, los condicionamientos, los préstamos, las reciprocidades culturales entre el mitraísmo y el cristianismo (entre los elementos de la cultura persa y el judaísmo postexílico y las sectas judías apocalípticas), no fueron un fenómeno de sincretismo cultural de los siglos cuarto y quinto de nuestra era, como quieren hacernos creer quienes trasponen la mitología al terreno de la historia para luego explicar las ficciones resultantes a través del anacronismo de ciertos dogmas de la Iglesia. Fueron, en realidad, muy anteriores… Como ocurre con todo fenómeno mítico-religioso (de estructura compleja, polivalente, polisémico y hasta en muchas ocasiones con elementos contradictorios), no podemos hablar de un Mitra grecolatino surgido de la nada e identificado únicamente con el dios tauróctono de los antros y los mitreos, independientemente de los diversos significados trasmitidos en los siglos de la prehistoria imperial romana. Por el contrario, debemos hablar de «un Mitra prerromano», según los textos, cuya ideológica impregnó Asía Menor, Mesopotamia, Siria y, por supuesto, algunos de los ámbitos geográficos del judaísmo.
Hubo un Mitra védico, un Mitra budista (Maitreya), un Mitra avéstico, un Mitra de la literatura «oracular» de los primeros apocalipsis y un Mitra romano, todos ellos diferentes en morfología y funciones y, por lo tanto, difícilmente identificables en una línea de evolución histórica clara, a pesar de una indudable sucesión diacrónica; que, no obstante (hay que reconocerlo), contempla largos periodos de oscuridad. Ahora bien, que no tengamos a mano los elementos que nos permitan establecer una línea de clara continuidad en el tiempo, no quiere decir que debamos abandonar uno de los principios básicos de la investigación histórica y renunciar a la búsqueda de ciertas líneas de continuidad que expliquen determinados antecedentes. No hay que olvidar que hubo también un Mitra helenístico y parto, un Mitra «oracular» y apocalíptico, tal y como ponen de relieve los restos de los Oráculos de Histaspes, que perfectamente pudo dar lugar al Mitra romano y que parece enlazar con el Mitra de los últimos reyes aqueménidas persas. Pues lo cierto fue que, aunque con un componente astrológico importante, los misterios del Mitra romano aparecieron dominados por el ésjaton (ekpyrosis) e impregnada su figura de escatología apocalíptica, exactamente igual que ocurría, en algunos aspectos, con la figura del Salvador de las cartas de Pablo de Tarso y gran parte de los textos del Nuevo Testamento.
Hablamos de una deidad que, aunque no podamos relacionar directamente con el Mitra avéstico (como erróneamente hizo Cumont hace más de un siglo), debió encontrar prefigurado su futuro papel en el contexto de la escatología apocalíptica zoroastriana, adquiriendo una relativa preponderancia entre los últimos reyes de la dinastía aqueménida. Un Mitra que volvió a manifestarse y retornó con Artajerjes II a la posición suprema, formando trinidad, según los documentos epigráficos, con Ahura Mazda, el padre, y con la antigua diosa de la fertilidad Anahita, la madre, esposa y amante del Salvador de los hombres. La prueba más evidente de que el dios Mitra no desapareció con la dinastía aqueménida, como a veces se ha insinuado, fue el testimonio del mismo calendario vigente en la época de la monarquía imperial persa. «El mes Mihr era el que recibía el nombre del dios Mitra, y el día dieciséis de dicho mes tenía lugar el festival más popular y más importante de todo el Irán antiguo: el festival de Mithrakān, o Mithragān».
Ciertamente, no podemos negar que, entre los Yasht, o himnos litúrgicos del Avesta en honor de los Yazatas (santos benefactores, arcángeles y entes mediadores), tan solo uno de ellos estuvo dedicado al dios Mitra. Fue el canto décimo, llamado Mihr Yasht, sobre el que los filólogos y especialistas están de acuerdo en señalar que el dios «gemelo» de Váruna y Ahura Mazda no quedó completamente marginado tras la reforma de Zoroastro. Se trataba de un himno importante, que reflejaba una larga lista de atributos y funciones, dentro de los cuales unos hacían referencia a su misión de vigilante de los acuerdos y contratos entre los hombres, mientras en otros aparecía como el dios protector del territorio, propiciador de victorias y dueño de la soberanía política; a consecuencia de lo cual, era invocado por los reyes y gobernantes. Al mismo tiempo, y según lo expresado en el Mihr Yasht, no podemos olvidar su protagonismo mediador en la lucha cosmológica existente entre las dos fuerzas antagónicas del mundo, expresión mítica de las dos fuerzas en lucha permanente en el interior del individuo: el bien, del lado de Ahura Mazda y los Amesha Spenta, y el mal y la mentira, propiciados por Angra Mainyu y los daevas o demonios (Daēuua).
Su papel de mediador resultaba relevante en otros muchos aspectos; posición clave en la teología persa que, en los siglos posteriores, terminaría realizando las expectativas de Mitra como dios salvador de los misterios. «En el Mihr Yasht había claras referencias que situaban a Mitra como mesites (mesítēs); es decir, en una posición intermedia entre el la tierra y el cielo». Por lo demás, tanto en el Avesta corno en otros textos religiosos védicos se hacía mención también a esta función mediadora, que, a su vez, lo relacionaba con otros dos importantes aspectos: su conexión con el sol y el papel que desempeña en el puente Cinvat como juez discriminador de los muertos.
Y mucho más destacable, incluso, desde nuestro punto de vista, resultaba el hecho de que «en el Bundahishn y en el Yasht 11.14 Mitra era presentado como el guardián del pacto realizado entre el bien y el mal para la salvación de las almas de los hombres». Porque «Mitra fue, al mismo tiempo, bueno y malo, y, en cuanto tal, asumía una posición intermedia entre el bien y el mal. Y también en este aspecto se le designaba como mesítēs, como mediador entre la potencia buena y la mala». No cabe duda de que aquí encontramos auténticas sugerencias, cuyo contenido se repitió con frecuencia en inscripciones y grabados de los últimos años de la dinastía aqueménida, que probaron una clara transformación de las funciones de esta divinidad, orientadas hacia un señalado protagonismo, como Salvador, en la escatología apocalíptica «oracular» de la época de los arsácidas persas. En este sentido soteriológico, y «como representación de la fidelidad, Mitra fue venerado como aquél que otorgaba la inmortalidad y protegía ante la muerte. Es decir, aparecía como juez de los muertos junto a Sraosha (Obediencia) y Rashnu (Justicia), y como conductor de las almas hasta las puertas del paraíso prometido a los creyentes de Ahura Mazda. Concretamente, en el Yasht 10.93 Mitra era presentado como aquél que podía salvar al alma de caer en la muerte definitiva».
Estamos viendo con toda claridad que el carácter soteriológico del Mitra de la literatura apocalíptica, por un lado, y del Mitra romano, por otro, tuvo unos antecedentes que probaron que, en tiempos de los aqueménidas y de los arsácidas persas, esta divinidad no solo no quedó eclipsada, sino que, bajo el manto de Ohrmazd (Ahura Mazda) y el influjo de la tradición, redefinió sus funciones en la dirección que terminó corroborando su posición de sōtēr en la historia del Imperio romano. De tal manera que, incluso, sus vínculos y su identidad con el sol encontraron su genealogía en unos siglos donde la divinidad no aparecía plenamente manifestada. Según Widengren, el sol pudo quedar muy pronto difuminado como divinidad en el antiguo Irán; pero «podemos constatar que el dios celeste Mitra fue concebido en algunos lugares como dios del sol. En el persa moderno «mihr» (de mihr procede Mitra) tiene el significado de sol». Pseudo Calístenes, por ejemplo, en su Vida y hazañas de Alejandro de Macedonia, presentaba a los reyes persas como aquéllos que compartían el ascenso celeste con el sol. Y Plutarco escenificaba con todo lujo de detalles un diálogo de Darío III donde se hacía referencia al papel destacado de Mitra como «la gran luz».